Entrevista al Papa Francisco. Texto completo.





La Santa Sede

Entrevista al Papa Francisco

Antonio Spadaro, s.j.

Santa Marta

lunes 19 de agosto a las 9.50

Es el lunes 19 de agosto. El Papa Francisco me ha dado una cita para las diez de la mañana en

Santa Marta. Yo, sin embargo, quizá por herencia paterna, siento la necesidad de llegar siempre

con alguna anticipación. Las personas que me acogen me hacen esperar en una salita. La espera

es breve y, tras un momento, alguien me acompaña a subir al ascensor. En dos minutos me ha

venido a la memoria la propuesta que surgió en Lisboa, durante una reunión de directores de

algunas revistas de la Compañía de Jesús. Allí surgió la idea de publicar todos a la vez una

entrevista al Papa. Hablando con los demás directores, formulamos algunas preguntas que

pudiesen expresar intereses comunes. Salgo del ascensor y veo al Papa, que me espera ya junto

a la puerta. En realidad tengo la curiosa impresión de no haber atravesado puerta alguna.

Cuando entro a su habitación, el Papa ofrece que me siente en una butaca. Sus problemas de

espalda hacen que él deba ocupar una silla más alta y rígida que la mía. El ambiente es simple y

austero. Sobre el escritorio, el espacio de trabajo es pequeño. Me impresiona lo esencial de los

muebles y las demás cosas. Los libros son pocos, son pocos los papeles, pocos los objetos.

Entre estos, una imagen de san Francisco, una estatua de Nuestra Señora de Luján, patrona de

Argentina, un crucifijo y una estatua de san José sorprendido en el sueño, muy parecida a la que

vi en su despacho de rector y superior provincial en el Colegio Máximo de San Miguel. La

espiritualidad de Bergoglio no está hecha de «energías en armonía», como las llamaría él, sino de

rostros humanos: Cristo, san Francisco, san José, María.

El Papa me acoge con esa sonrisa que a estas alturas ha dado la vuelta al mundo y que

ensancha los corazones. Empezamos a hablar de muchas cosas, pero sobre todo de su viaje a

Brasil. El Papa lo considera una verdadera gracia. Le pregunto si ha descansado ya. Me

responde que sí, que se encuentra bien, pero, sobre todo, que la Jornada mundial de la juventud

ha supuesto para él un «misterio». Me dice que no estaba acostumbrado a hablar a tanta gente:

«Yo suelo dirigir la vista a las personas concretas, una a una, y ponerme en contacto de forma

personal con quien tengo delante. No estoy hecho a las masas». Le digo que es verdad, que eso

se ve, y que a todos nos impresiona. Se ve que, cuando se encuentra en medio de la gente, en

realidad posa sus ojos sobre personas concretas. Como luego las cámaras proyectarán las

imágenes y todos podrán contemplarle, queda libre para ponerse en contacto directo, por lo

menos ocular, con el que tiene delante.

Tengo la impresión de que esto le satisface, es decir, poder ser el que es, no sentirse obligado a

cambiar su modo normal de comunicarse con los demás, ni siquiera cuando tiene delante a

millones de personas, como fue el caso en la playa de Copacabana. Antes de que pueda

encender mi grabadora hablamos todavía de otra cosa. Comentando una publicación mía, me

dice que los dos pensadores franceses contemporáneos que más le gustan son Henri de Lubac y

Michel de Certeau. Le confieso también yo algo más personal.

Y él comienza a hablarme de sí y de su elección al pontificado. Me dice que cuando comenzó a

darse cuenta de que podría llegar a ser elegido —era el miércoles 13 de marzo durante la

comida— sintió que le envolvía una inexplicable y profunda paz y consolación interior, junto con

una oscuridad total que dejaba en sombras el resto de las cosas. Y que estos sentimientos le

acompañaron hasta su elección.

Sinceramente hubiera continuado hablando en este tono familiar por mucho tiempo, pero tomo las

páginas con las preguntas que llevo anotadas y enciendo la grabadora. Antes de nada, le doy las

gracias en nombre de todos los directores de las revistas de la Compañía de Jesús que

publicarán esta entrevista.

El Papa, poco antes de la audiencia que concedió a los jesuitas de «La Civiltà Cattolica» el

pasado 14 de junio, me había mencionado su gran renuencia a conceder entrevistas. Me había

confesado que prefiere pensarse las cosas más que improvisar respuestas sobre la marcha en

una entrevista. Siente que las respuestas precisas le surgen cuando ya ha formulado la primera:

«No me reconocía a mí mismo cuando comencé a responder a los periodistas que me lanzaban

sus preguntas durante el vuelo de vuelta de Río de Janeiro», me dice. Pero es cierto: a lo largo de

esta entrevista el Papa se ha sentido libre de interrumpir lo que estaba diciendo en su respuesta a

una pregunta, para añadir algo a una respuesta anterior.

Hablar con el Papa Francisco es una especie de flujo volcánico de ideas que se engarzan unas

con otras. Incluso el acto de tomar apuntes me produce la desagradable sensación de estar

interrumpiendo un diálogo espontáneo. Es obvio que el Papa Francisco está más acostumbrado a

la conversación que a la cátedra.

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¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?

Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y la formulo un poco

a quemarropa: «¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?». Se me queda mirando en silencio. Le

pregunto si es lícito hacerle esta pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: «No sé cuál

puede ser la respuesta exacta… Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se

trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador». El Papa sigue reflexionando,

concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla

más. «Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo,

soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más

verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos”». Y repite: «Soy alguien

que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’, es algo que, en mi caso, he

sentido siempre muy verdadero».

El Papa Francisco ha tomado este lema de las homilías de san Beda el Venerable que,

comentando el pasaje evangélico de la vocación de san Mateo, escribe: «Jesús vio un publicano

y, mirándolo con amor y eligiéndolo, le dijo: Sígueme». Añade: «El gerundio latino miserando me

parece intraducible tanto en italiano como en español. A mí me gusta traducirlo con otro gerundio

que no existe: misericordiando».

El Papa Francisco, siguiendo el hilo de su reflexión, me dice, dando un salto cuyo sentido no

acabo de comprender: «Yo no conozco Roma. Son pocas las cosas que conozco. Entre éstas

está Santa María la Mayor: solía ir siempre». Riendo, le digo: «¡Lo hemos entendido todos muy

bien, Santo Padre!». «Bueno, sí —prosigue el Papa—, conozco Santa María la Mayor, San

Pedro… pero cuando venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa. Desde allí me acercaba

con frecuencia a visitar la iglesia de San Luis de los Franceses y a contemplar el cuadro de la

vocación de san Mateo de Caravaggio». Empiezo a intuir qué me quiere decir el Papa.

«Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo». Y en

este momento el Papa se decide, como si hubiese captado la imagen de sí mismo que andaba

buscando: «Me impresiona el gesto de Mateo. Se aferra a su dinero, como diciendo: “¡No, no a

mí! No, ¡este dinero es mío!”. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su

mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice». Y

murmura: «Peccator sum, sed super misericordia et infinita patientia Domini nostri Jesu Christi

confisus et in spiritu penitentiae accepto».

¿Por qué se hizo jesuita?

Me hago cargo de que esta fórmula de aceptación es para el Papa Francisco una tarjeta de

identidad. Nada más que añadir. Y continúo con la que llevaba preparada como primera pregunta:

«Santo Padre, ¿qué le movió a tomar la decisión de entrar en la Compañía de Jesús? ¿Qué le

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llamaba la atención en la Orden de los jesuitas?». «Quería algo más. Pero no sabía qué era.

Había entrado en el seminario. Me atraían los dominicos y tenía amigos dominicos. Pero al fin he

elegido la Compañía, que llegué a conocer bien, al estar nuestro seminario confiado a los

jesuitas. De la Compañía me impresionaron tres cosas: su carácter misionero, la comunidad y la

disciplina. Y esto es curioso, porque yo soy un indisciplinado nato, nato, nato. Pero su disciplina,

su modo de ordenar el tiempo, me ha impresionado mucho».

«Y, después, hay algo fundamental para mí: la comunidad. Había buscado desde siempre una

comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de comunidad. Y lo deja claro el hecho

de haberme quedado en Santa Marta: cuando fui elegido ocupaba, por sorteo, la habitación 207.

Esta en que nos encontramos ahora es una habitación de huéspedes. Decidí vivir aquí, en la

habitación 201, porque, al tomar posesión del apartamento pontificio, sentí dentro de mí un “no”.

El apartamento pontificio del palacio apostólico no es lujoso. Es antiguo, grande y puesto con

buen gusto, no lujoso. Pero en resumidas cuentas es como un embudo al revés. Grande y

espacioso, pero con una entrada de verdad muy angosta. No es posible entrar sino con

cuentagotas, y yo, la verdad, sin gente no puedo vivir. Necesito vivir mi vida junto a los demás».

Mientras el Papa habla de misión y de comunidad, me vienen a la cabeza tantos documentos de

la Compañía de Jesús que hablan de «comunidad para la misión», y los descubro en sus

palabras.

Y para un jesuita, ¿qué significa ser Papa?

Quiero seguir en esta línea, y lanzo al Papa una pregunta que parte del hecho de que él es el

primer jesuita elegido Obispo de Roma: «¿Cómo entiende el servicio a la Iglesia universal, que

usted ha sido llamado a desempeñar, a la luz de la espiritualidad ignaciana? ¿Qué significa para

un jesuita haber sido elegido Papa? ¿Qué aspecto de la espiritualidad ignaciana le ayuda más a

vivir su ministerio?».

«El discernimiento», responde el Papa Francisco. «El discernimiento es una de las cosas que

Ignacio ha elaborado más interiormente. Para él, es un instrumento de lucha para conocer mejor

al Señor y seguirle más de cerca. Me ha impresionado siempre una máxima con la que suele

describirse la visión de Ignacio: Non coerceri a maximo, sed contineri a minimo divinum est. He

reflexionado largamente sobre esta frase por lo que toca al gobierno, a ser superior: no tener

límite para lo grande, pero concentrarse en lo pequeño. Esta virtud de lo grande y lo pequeño se

llama magnanimidad, y, a cada uno desde la posición que ocupa, hace que pongamos siempre la

vista en el horizonte. Es hacer las cosas pequeñas de cada día con el corazón grande y abierto a

Dios y a los otros. Es dar su valor a las cosas pequeñas en el marco de los grandes horizontes,

los del Reino de Dios».

«Esta máxima ofrece parámetros para adoptar la postura correcta en el discernimiento, para

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sentir las cosas de Dios desde su “punto de vista”. Para san Ignacio hay que encarnar los

grandes principios en las circunstancias de lugar, tiempo y personas. A su modo, Juan XXIII

adoptó esta actitud de gobierno al repetir la máxima Omnia videre, multa disimulare, pauca

corrigere porque, aun viendo omnia, dimensión máxima, prefería actuar sobre pauca, dimensión

mínima».

«Es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando sobre cosas mínimas. Podemos

usar medios débiles que resultan más eficaces que los fuertes, como dice san Pablo en la

Primera Carta a los Corintios».

«Un discernimiento de este tipo requiere tiempo. Son muchos, por poner un ejemplo, los que

creen que los cambios y las reformas pueden llegar en un tiempo breve. Yo soy de la opinión de

que se necesita tiempo para poner las bases de un cambio verdadero y eficaz. Se trata del tiempo

del discernimiento. Y a veces, por el contrario, el discernimiento nos empuja a hacer ya lo que

inicialmente pensábamos dejar para más adelante. Es lo que me ha sucedido a mí en estos

meses. Y el discernimiento se realiza siempre en presencia del Señor, sin perder de vista los

signos, escuchando lo que sucede, el sentir de la gente, sobre todo de los pobres. Mis decisiones,

incluso las que tienen que ver con la vida normal, como el usar un coche modesto, van ligadas a

un discernimiento espiritual que responde a exigencias que nacen de las cosas, de la gente, de la

lectura de los signos de los tiempos. El discernimiento en el Señor me guía en mi modo de

gobernar».

«Pero, mire, yo desconfío de las decisiones tomadas improvisadamente. Desconfío de mi primera

decisión, es decir, de lo primero que se me ocurre hacer cuando debo tomar una decisión. Suele

ser un error. Hay que esperar, valorar internamente, tomarse el tiempo necesario. La sabiduría

del discernimiento nos libra de la necesaria ambigüedad de la vida, y hace que encontremos los

medios oportunos, que no siempre se identificarán con lo que parece grande o fuerte».

La Compañía de Jesús

El discernimiento es, por tanto, un pilar de la espiritualidad del Papa. Esto es algo que expresa de

forma especial su identidad de jesuita. En consecuencia, le pregunto cómo puede la Compañía de

Jesús servir a la Iglesia de hoy, con qué rasgos peculiares, y también cuáles son los riesgos que

le pueden amenazar.

«La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión. El jesuita es un

descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por

tanto, si la Compañía mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia

en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se pone a sí

misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien “armada” estructura, corre peligro de

sentirse segura y suficiente. La Compañía tiene que tener siempre delante el Deus Semper maior,

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la búsqueda de la Gloria de Dios cada vez mayor, la Iglesia Verdadera Esposa de Cristo nuestro

Señor, Cristo Rey que nos conquista y al que ofrecemos nuestra persona y todos nuestros

esfuerzos, aunque seamos poco adecuados vasos de arcilla. Esta tensión nos sitúa

continuamente fuera de nosotros mismos. El instrumento que hace verdaderamente fuerte a una

Compañía descentrada es la realidad, a la vez paterna y materna, de la “cuenta de conciencia”, y

precisamente porque le ayuda a emprender mejor la misión».

Aquí el Papa hace referencia a un punto específico de las Constituciones de la Compañía de

Jesús, que dice que el jesuita debe «manifestar su conciencia», es decir, la situación interior que

vive, de modo que el superior pueda obrar con conocimiento más exacto al enviar una persona a

su misión.

«Pero es difícil hablar de la Compañía —prosigue el Papa Francisco—. Si somos demasiado

explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De la Compañía se puede hablar solamente en

forma narrativa. Sólo en la narración se puede hacer discernimiento, no en las explicaciones

filosóficas o teológicas, en las que es posible la discusión. El estilo de la Compañía no es la

discusión, sino el discernimiento, cuyo proceso supone obviamente discusión. El aura mística

jamás define sus bordes, no completa el pensamiento. El jesuita debe ser persona de

pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas en la vida de la Compañía en

las que se ha vivido un pensamiento cerrado, rígido, más instructivo-ascético que místico: esta

deformación generó el Epítome del Instituto».

Con esto el Papa alude a una especie de resumen práctico, en uso en la Compañía y formulado

en el siglo XX, que llegó a ser considerado como sustituto de las Constituciones. La formación

que los jesuitas recibían sobre la Compañía, durante un tiempo, venía marcada por este texto,

hasta el punto que alguno podía no haber leído nunca las Constituciones, que constituyen el texto

fundacional. Según el Papa, durante este período en la Compañía las reglas han corrido el peligro

de ahogar el espíritu, saliendo vencedora la tentación de explicitar y hacer demasiado claro el

carisma.

Prosigue: «No. El jesuita piensa, siempre y continuamente, con los ojos puestos en el horizonte

hacia el que debe caminar, teniendo a Cristo en el centro. Esta es su verdadera fuerza. Y esto es

lo que empuja a la Compañía a estar en búsqueda, a ser creativa, generosa. Por eso hoy más

que nunca ha de ser contemplativa en la acción; tiene que vivir una cercanía profunda a toda la

Iglesia, entendida como “pueblo de Dios” y “santa madre Iglesia jerárquica”. Esto requiere mucha

humildad, sacrificio y valentía, especialmente cuando se viven incomprensiones o cuando se es

objeto de equívocos y calumnias; pero es la actitud más fecunda. Pensemos en las tensiones del

pasado con ocasión de los ritos chinos o los ritos malabares, o lo ocurrido en las reducciones del

Paraguay».

«Yo mismo soy testigo de incomprensiones y problemas que la Compañía ha vivido aun en

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tiempo reciente. Entre estas estuvieron los tiempos difíciles en que surgió la cuestión de extender

el “cuarto voto” de obediencia al Papa a todos los jesuitas. Lo que a mí me daba seguridad en

tiempos del padre Arrupe era que se trataba de un hombre de oración, un hombre que pasaba

mucho tiempo en oración. Lo recuerdo cuando oraba sentado en el suelo, como hacen los

japoneses. Eso creó en él las actitudes convenientes e hizo que tomara las decisiones correctas».

El modelo: Pedro Fabro, «sacerdote reformado»

En este momento me pregunto qué figuras de jesuitas, desde los orígenes de la Compañía hasta

hoy, le habrán impresionado de modo especial. Y le pregunto al Pontífice si hay algunos, cuáles

son y por qué. El Papa comienza citando a san Ignacio y san Francisco Javier, pero enseguida se

detiene en una figura que los jesuitas conocen, pero que no es muy conocida por lo general: el

beato Pedro Fabro (1506-1546), saboyano. Se trata de uno de los primeros compañeros de san

Ignacio, el primero de todos, compañero de habitación cuando los dos eran estudiantes en la

Sorbona. El tercer ocupante de aquella habitación era Francisco Javier. Pío ix le declaró beato el

5 de septiembre de 1872, y está tramitándose el proceso de canonización.

Me cita una edición de su Memorial, cuya publicación él mismo encargó, siendo superior

provincial, a dos especialistas jesuitas, los padres Miguel A. Fiorito y Jaime H. Amadeo. Una

edición que gusta especialmente al Papa es la preparada por Michael de Certeau. Le pregunto

qué le llama tanto la atención de Fabro, y qué rasgos le impresionan más de él.

«El diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios; su piedad sencilla, cierta

probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su atento discernimiento interior, el ser un

hombre de grandes y fuertes decisiones que hacía compatible con ser dulce, dulce…».

Al escuchar al Papa Francisco, que va enumerando las características personales de su jesuita

preferido, comprendo hasta qué punto esta figura haya constituido para él un verdadero modelo

de vida. Michel de Certeau define a Fabro sencillamente como el «sacerdote reformado» para

quien experiencia interior, expresión dogmática y reforma estructural eran realidades

estrechamente inseparables. Me parece entender, por eso, que el Papa Francisco se inspira en

este tipo de reforma. Pero él sigue adelante, reflexionando sobre el verdadero rostro del fundador.

«Ignacio es un místico, no un asceta. Me enfada mucho cuando oigo decir que los Ejercicios

Espirituales son ignacianos sólo porque se hacen en silencio. La verdad es que los Ejercicios

pueden ser perfectamente ignacianos incluso en la vida corriente y sin silencio. La tendencia que

subraya el ascetismo, el silencio y la penitencia es una desviación que se ha difundido incluso en

la Compañía, especialmente en el ámbito español. Yo, por mi parte, soy y me siento más cercano

a la corriente mística, la de Luois Lallement y Jean-Joseph Surin. Fabro era un místico».

La experiencia de gobierno

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¿Qué tipo de experiencia de gobierno puede hacer madurar la formación que ha recibido el padre

Bergoglio, que fue superior y superior provincial de la Compañía de Jesús? El estilo de gobierno

de la Compañía implica que el superior toma las decisiones, pero también que establece diálogo

con sus «consultores». Pregunto al Papa: «¿Piensa que su experiencia de gobierno en el pasado

puede ser útil para su situación actual, al frente del gobierno universal de la Iglesia?». El Papa

Francisco, tras una breve pausa de reflexión se pone serio, pero muy sereno. «En mi experiencia

de superior en la Compañía, si soy sincero, no siempre me he comportado así, haciendo las

necesarias consultas. Y eso no ha sido bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía

de muchos defectos. Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una

generación entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven. Tenía 36 años:

una locura. Había que afrontar situaciones difíciles, y yo tomaba mis decisiones de manera

brusca y personalista. Es verdad, pero debo añadir una cosa: cuando confío algo a una persona,

me fío totalmente de esa persona. Debe cometer un error muy grande para que yo la reprenda.

Pero, a pesar de esto, al final la gente se cansa del autoritarismo. Mi forma autoritaria y rápida de

tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de ultraconservador.

Tuve un momento de gran crisis interior estando en Córdoba. No habré sido ciertamente como la

beata Imelda, pero jamás he sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la

que me creó problemas».

«Todo esto que digo es experiencia de la vida y lo expreso por dar a entender los peligros que

existen. Con el tiempo he aprendido muchas cosas. El Señor ha permitido esta pedagogía de

gobierno, aunque haya sido por medio de mis defectos y mis pecados. Sucedía que, como

arzobispo de Buenos Aires, convocaba una reunión con los seis obispos auxiliares cada quince

días y varias veces al año con el Consejo presbiteral. Se formulaban preguntas y se dejaba

espacio para la discusión. Esto me ha ayudado mucho a optar por las decisiones mejores. Ahora,

sin embargo, oigo a algunas personas que me dicen: “No consulte demasiado y decida”. Pero yo

creo que consultar es muy importante. Los consistorios y los sínodos, por ejemplo, son lugares

importantes para lograr que esta consulta llegue a ser verdadera y activa. Lo que hace falta es

darles una forma menos rígida. Deseo consultas reales, no formales. La consulta a los ocho

cardenales, ese grupo consultivo externo, no es decisión solamente mía, sino que es fruto de la

voluntad de los cardenales, tal como se expresó en las Congregaciones Generales antes del

Cónclave. Y deseo que sea una consulta real, no formal».

«Sentir con la Iglesia»

No abandono el tema de la Iglesia e intento comprender qué significa exactamente para el Papa

Francisco el «sentir con la Iglesia» del que escribe san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales. El

Papa responde sin dudar, partiendo de una imagen.

«Una imagen de Iglesia que me complace es la de pueblo santo, fiel a Dios. Es la definición que

uso a menudo y, por otra parte, es la de la Lumen Gentium en su número 12. La pertenencia a un

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pueblo tiene un fuerte valor teológico: Dios, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo.

No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo

aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones

interpersonales que se establecen en la comunidad humana. Dios entra en esta dinámica

popular».

«El pueblo es sujeto. Y la Iglesia es el pueblo de Dios en camino a través de la historia, con gozos

y dolores. Sentir con la Iglesia, por tanto, para mí quiere decir estar en este pueblo. Y el conjunto

de fieles es infalible cuando cree, y manifiesta esta infalibilidad suya al creer, mediante el sentido

sobrenatural de la fe de todo el pueblo que camina. Esta es mi manera de entender el “sentir con

la Iglesia” de que habla san Ignacio. Cuando el diálogo entre la gente y los obispos y el Papa

sigue esta línea y es leal, está asistido por el Espíritu Santo. No se trata, por tanto, de un sentir

referido a los teólogos».

«Sucede como con María: Si se quiere saber quién es, se pregunta a los teólogos; si se quiere

saber cómo se la ama, hay que preguntar al pueblo. María, a su vez, amó a Jesús con corazón de

pueblo, como se lee en el Magníficat. Por tanto, no hay ni que pensar que la comprensión del

“sentir con la Iglesia” tenga que ver únicamente con sentir con su parte jerárquica».

El Papa, tras un momento de pausa, precisa de manera seca, para evitar ser malentendido:

«Obviamente hay que tener cuidado de no pensar que esta infallibilitas de todos los fieles, de la

que he hablado a la luz del Concilio, sea una forma de populismo. No: es la experiencia de la

“santa madre Iglesia jerárquica”, como la llamaba san Ignacio, de la Iglesia como pueblo de Dios,

pastores y pueblo juntos. La Iglesia es la totalidad del pueblo de Dios».

«Yo veo la santidad en el pueblo de Dios, su santidad cotidiana. Existe una “clase media de la

santidad” de la que todos podemos formar parte, aquella de la que habla Malègue».

El Papa se refiere a Joseph Malègue, escritor francés muy de su agrado, nacido en 1876 y

muerto en 1940. En particular a su trilogía incompleta Pierres noires: Les Classes moyennes du

Salut. Algunos críticos franceses lo han definido como «el Proust católico». «Veo la santidad

—prosigue el Papa— en el pueblo de Dios paciente: una mujer que cría a sus hijos, un hombre

que trabaja para llevar a casa el pan, los enfermos, los sacerdotes ancianos tantas veces heridos

pero siempre con su sonrisa porque han servido al Señor, las religiosas que tanto trabajan y que

viven una santidad escondida. Esta es, para mí, la santidad común. Yo asocio frecuentemente la

santidad a la paciencia: no sólo la paciencia como hypomoné, hacerse cargo de los sucesos y las

circunstancias de la vida, sino también como constancia para seguir hacia delante día a día. Esta

es la santidad de la Iglesia militante de la que habla el mismo san Ignacio. Esta era la santidad de

mis padres: de mi padre, de mi madre, de mi abuela Rosa, que me ha hecho tanto bien. En el

breviario llevo el testamento de mi abuela Rosa, y lo leo a menudo: porque para mí es como una

oración. Es una santa que ha sufrido mucho, incluso moralmente, y ha seguido valerosamente

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siempre hacia delante».

«Esta Iglesia con la que debemos “sentir” es la casa de todos, no una capillita en la que cabe sólo

un grupito de personas selectas. No podemos reducir el seno de la Iglesia universal a un nido

protector de nuestra mediocridad. Y la Iglesia es Madre —prosigue—. La Iglesia es fecunda, debe

serlo. Mire, cuando percibo comportamientos negativos en ministros de la Iglesia o en

consagrados o consagradas, lo primero que se me ocurre es: “un solterón”, “una solterona”. No

son ni padres ni madres. No han sido capaces de dar vida. Y sin embargo cuando, por ejemplo,

leo la vida de los misioneros salesianos que fueron a la Patagonia, leo una historia de vida y de

fecundidad».

«Otro ejemplo de estos días: he visto que los periódicos se han hecho mucho eco de una llamada

de teléfono que hice a un muchacho que me había escrito una carta. Le telefoneé porque aquella

carta había sido muy hermosa, muy sencilla. Para mí, supuso un acto de fecundidad. Caí en la

cuenta de que se trataba de un joven que está creciendo, que ha reconocido a su padre y le

cuenta, sin más, algo de su vida. El padre no puede decirle, simplemente, “paso de ti”. A mí, esta

fecundidad me hace mucho bien».

Iglesias jóvenes e Iglesias antiguas

Sigo con el tema de la Iglesia, y dirijo al Papa una pregunta a la luz de la reciente Jornada

mundial de la juventud. «Este enorme evento ha puesto bajo los reflectores a los jóvenes, pero no

menos a esos “pulmones espirituales” que son las Iglesias de institución más reciente. ¿Qué

esperanzas le parece que pueden surgir desde estas Iglesias para la Iglesia universal?».

«Las Iglesias jóvenes logran una síntesis de fe, cultura y vida en progreso diferente de la que

logran las Iglesias más antiguas. Para mí, la relación entre las Iglesias de tradición más antigua y

las más recientes se parece a la relación que existe entre jóvenes y ancianos en una sociedad:

construyen el futuro, unos con su fuerza y los otros con su sabiduría. El riesgo está siempre

presente, es obvio; las Iglesias más jóvenes corren peligro de sentirse autosuficientes, y las más

antiguas el de querer imponer a los jóvenes sus modelos culturales. Pero el futuro se construye

unidos».

¿Es la Iglesia un hospital de campaña?

El Papa Benedicto XVI, al anunciar su renuncia al pontificado, describía un mundo actual

sometido a rápidos cambios y agitado por unas cuestiones de enorme importancia para la vida de

fe, que reclaman gran vigor de cuerpo y alma. Pregunto al Papa, también a la luz de lo que acaba

de decir: «¿De qué tiene la Iglesia mayor necesidad en este momento histórico? ¿Hacen falta

reformas? ¿Cuáles serían sus deseos para la Iglesia de los próximos años? ¿Qué Iglesia

“sueña”?».

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El Papa Francisco, refiriéndose al comienzo de mi pregunta, comienza diciendo: «El Papa

Benedicto realizó un acto de santidad, de grandeza y de humildad. Es un hombre de Dios».

Mostrando así un gran afecto y gran estima por su predecesor.

«Veo con claridad —prosigue— que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una

capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a

la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si

tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto.

Curar heridas, curar heridas... Y hay que comenzar por lo más elemental».

«La Iglesia a veces se ha dejado envolver en pequeñas cosas, en pequeños preceptos. Cuando

lo más importante es el anuncio primero: “¡Jesucristo te ha salvado!”. Y los ministros de la Iglesia

deben ser, ante todo, ministros de misericordia. Por ejemplo, el confesor corre siempre peligro de

ser o demasiado rigorista o demasiado laxo. Ninguno de los dos es misericordioso, porque

ninguno de los dos se hace de verdad cargo de la persona. El rigorista se lava las manos y lo

remite a lo que está mandado. El laxo se lava las manos diciendo simplemente “esto no es

pecado” o algo semejante. A las personas hay que acompañarlas, las heridas necesitan

curación».

«¿Cómo estamos tratando al pueblo de Dios? Yo sueño con una Iglesia Madre y Pastora. Los

ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos, hacerse cargo de las personas,

acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo. Esto es

Evangelio puro. Dios es más grande que el pecado. Las reformas organizativas y estructurales

son secundarias, es decir, vienen después. La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los

ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de

caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad

sin perderse. El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios clérigos de despacho. Los

obispos, especialmente, han de ser hombres capaces de apoyar con paciencia los pasos de Dios

en su pueblo, de modo que nadie quede atrás, así como de acompañar al rebaño, con su olfato

para encontrar veredas nuevas».

«En lugar de ser solamente una Iglesia que acoge y recibe, manteniendo sus puertas abiertas,

busquemos más bien ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos, capaz de salir de sí misma

yendo hacia el que no la frecuenta, hacia el que se marchó de ella, hacia el indiferente. El que

abandonó la Iglesia a veces lo hizo por razones que, si se entienden y valoran bien, pueden ser el

inicio de un retorno. Pero es necesario tener audacia y valor».

Recojo lo que está diciendo el Santo Padre para hablar de aquellos cristianos que viven

situaciones irregulares para la Iglesia, o diversas situaciones complejas; cristianos que, de un

modo o de otro, mantienen heridas abiertas. Pienso en los divorciados vueltos a casar, en parejas

homosexuales y en otras situaciones difíciles. ¿Cómo hacer pastoral misionera en estos casos?

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¿Dónde encontrar un punto de apoyo? El Papa da a entender con un gesto que ha comprendido

lo que quiero decirle y me responde. «Tenemos que anunciar el Evangelio en todas partes,

predicando la buena noticia del Reino y curando, también con nuestra predicación, todo tipo de

herida y cualquier enfermedad. En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que

son verdaderos “heridos sociales”, porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha

condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso. Durante el vuelo en que regresaba de Río de

Janeiro dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién

para juzgarla. Al decir esto he dicho lo que dice el Catecismo. La religión tiene derecho de

expresar sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho

libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal. Una vez una persona, para

provocarme, me preguntó si yo aprobaba la homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra

pregunta: “Dime, Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con

afecto o la rechaza y la condena?”. Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí

entramos en el misterio del ser humano. En esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro

deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañar con misericordia. Cuando

sucede así, el Espíritu Santo inspira al sacerdote la palabra oportuna».

«Esta es la grandeza de la confesión: que se evalúa caso a caso, que se puede discernir qué es

lo mejor para una persona que busca a Dios y su gracia. El confesionario no es una sala de

tortura, sino aquel lugar de misericordia en el que el Señor nos empuja a hacer lo mejor que

podamos. Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un

matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a

casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente

arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?».

«No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio

homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo no he hablado mucho de estas

cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en

un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero

no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar».

«Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas equivalentes. Una

pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de

doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en

lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón,

como a los discípulos de Emaús». «Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio,

porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de

naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta evangélica debe ser más

sencilla, más profunda e irradiante. Sólo de esta propuesta surgen luego las consecuencias

morales».

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«Digo esto pensando también en la predicación y en los contenidos de nuestra predicación. Una

buena homilía, una verdadera homilía, debe comenzar con el primer anuncio, con el anuncio de la

salvación. No hay nada más sólido, profundo y seguro que este anuncio. Después vendrá una

catequesis. Después se podrá extraer alguna consecuencia moral. Pero el anuncio del amor

salvífico de Dios es previo a la obligación moral y religiosa. Hoy parece a veces que prevalece el

orden inverso. La homilía es la piedra de toque si se quiere medir la capacidad de encuentro de

un pastor con su pueblo, porque el que predica tiene que reconocer el corazón de su comunidad

para buscar dónde permanece vivo y ardiente el deseo de Dios. Por eso el mensaje evangélico

no puede quedar reducido a algunos aspectos que, aun siendo importantes, no manifiestan ellos

solos el corazón de la enseñanza de Jesús».

El primer Papa religioso después de 182 años…

El Papa Francisco es el primer Pontífice que proviene de una orden religiosa después del

camaldulense Gregorio XVI, elegido en 1831, hace 182 años. Así, pues, pregunto: «¿Qué puesto

específico tienen hoy en la Iglesia los religiosos y las religiosas?».

«Los religiosos son profetas. Son los que eligieron un modo de seguir a Jesús que imita su vida

con la obediencia al Padre, la pobreza, la vida de comunidad y la castidad. En este sentido, los

votos no pueden acabar convirtiéndose en caricaturas, porque cuando así sucede, por ejemplo, la

vida de comunidad se vuelve un infierno y la castidad una vida de solterones. El voto de castidad

debe ser un voto de fecundidad. En la Iglesia los religiosos son llamados especialmente a ser

profetas que dan testimonio de cómo Jesús vivió en esta tierra, y que anuncian cómo será el

Reino de Dios cuando llegue a su perfección. Un religioso no debe jamás renunciar a la profecía.

Lo cual no significa actitud de oposición a la parte jerárquica de la Iglesia, aunque función

profética y estructura jerárquica no coinciden. Estoy hablando de una propuesta positiva, que no

debe realizarse con temor. Pensemos en lo que han hecho tantos grandes santos de la vida

monástica, religiosos y religiosas, desde tiempos de san Antonio Abad. Ser profeta implica, a

veces, hacer ruido, no sé cómo decir… La profecía crea alboroto, estruendo, alguno diría que

crea “gran confusión”. Pero en realidad su carisma es ser levadura: la profecía anuncia el espíritu

del Evangelio».

Dicasterios romanos, sinodalidad, ecumenismo

Partiendo de la alusión a la Jerarquía, en este momento pregunto al Papa: «¿Qué piensa de los

dicasterios romanos?».

«Los dicasterios romanos están al servicio del Papa y de los obispos: tienen que ayudar a las

Iglesias particulares y a las conferencias episcopales. Son instancias de ayuda. Pero, en algunos

casos, cuando no son bien entendidos, corren peligro de convertirse en organismos de censura.

Impresiona ver las denuncias de falta de ortodoxia que llegan a Roma. Pienso que quien debe

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estudiar los casos son las conferencias episcopales locales, a las que Roma puede servir de

valiosa ayuda. La verdad es que los casos se tratan mejor sobre el terreno. Los dicasterios

romanos son mediadores, no intermediarios ni gestores».

Recuerdo al Papa que el pasado 29 de junio, durante la ceremonia de bendición e imposición de

los palios a los 34 arzobispos metropolitanos, definió «la vía de la sinodalidad» como el camino

que lleva a la Iglesia unida «a crecer en armonía con el servicio del primado». En consecuencia,

mi pregunta es esta: «¿Cómo conciliar en armonía primado petrino y sinodalidad? ¿Qué caminos

son practicables, incluso con perspectiva ecuménica?».

«Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el Papa. Hay que vivir la sinodalidad a varios

niveles. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del Sínodo, porque la actual me parece

estática. Eso podrá llegar a tener valor ecuménico, especialmente con nuestros hermanos

ortodoxos. De ellos podemos aprender mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y

sobre la tradición de sinodalidad. El esfuerzo de reflexión común, observando cómo se gobernaba

la Iglesia en los primeros siglos, antes de la ruptura entre Oriente y Occidente, acabará dando

frutos. Para las relaciones ecuménicas es importante una cosa: no sólo conocerse mejor, sino

también reconocer lo que el Espíritu ha ido sembrando en los otros como don también para

nosotros. Yo deseo proseguir la reflexión sobre cómo ejercer el primado petrino que inició ya en

2007 la Comisión Mixta y que condujo a la firma del Documento de Rávena. Hay que seguir esta

vía».

Intento captar cómo ve el Papa el futuro de la unidad de la Iglesia. Me responde: «Tenemos que

caminar unidos en las diferencias: no existe otro camino para unirnos. El camino de Jesús es

ese».

¿Y el papel de la mujer en la Iglesia? El Papa se ha referido más de una vez a este tema en

ocasiones diversas. En una entrevista afirmó que la presencia femenina en la Iglesia apenas se

ha hecho notar, porque la tentación del machismo no ha dejado espacio para hacer visible el

papel que corresponde a la mujer en la comunidad. Retomó el tema durante el viaje de vuelta de

Río de Janeiro, afirmando que no se ha hecho aún una teología profunda de la mujer. Yo le

pregunto: «¿Cuál debe ser el papel de la mujer en la Iglesia? ¿Qué hacer hoy para darle una

mayor visibilidad?».

«Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Temo

la solución del “machismo con faldas”, porque la mujer tiene una estructura diferente del varón.

Pero los discursos que oigo sobre el rol de la mujer a menudo se inspiran en una ideología

machista. Las mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar. La Iglesia

no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que ésta desempeña. La mujer es imprescindible

para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos. Digo esto porque no hay

que confundir la función con la dignidad. Es preciso, por tanto, profundizar más en la figura de la

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mujer en la Iglesia. Hay que trabajar más hasta elaborar una teología profunda de la mujer. Sólo

tras haberlo hecho podremos reflexionar mejor sobre su función dentro de la Iglesia. En los

lugares donde se toman las decisiones importantes es necesario el genio femenino. Afrontamos

hoy este desafío: reflexionar sobre el puesto específico de la mujer incluso allí donde se ejercita la

autoridad en los varios ámbitos de la Iglesia».

El Concilio Vaticano II

«¿Qué hizo el Concilio Vaticano II? ¿Qué fue, en realidad?». Le dirijo esta pregunta a la luz de las

afirmaciones que acaba de hacer, imaginando una respuesta larga y organizada. Y, sin embargo,

me da la impresión de que el Papa considerase el Concilio un hecho tan incontestable que

apenas valiera la pena dedicarle mucho tiempo corroborando su importancia.

«El Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo

un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son

enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo,

releyendo el Evangelio a partir de una situación histórica concreta. Sí, hay líneas de hermenéutica

de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio

actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible. Luego están algunas

cuestiones concretas, como la liturgia según el Vetus Ordo. Pienso que la decisión del Papa

Benedicto estuvo dictada por la prudencia, procurando ayudar a algunas personas que tienen esa

sensibilidad particular. Lo que considero preocupante es el peligro de ideologización, de

instrumentalización del Vetus Ordo».

Buscar y encontrar a Dios en todas las cosas

El discurso del Papa Francisco se inclina hacia la apertura cuando habla de los desafíos que

afrontamos hoy. Hace algunos años escribía que para ver la realidad hace falta una mirada de fe,

porque si no, se contempla una realidad fragmentada, dividida. Este sería uno de los temas de la

encíclica Lumen fidei. Tengo presente algunos pasajes de los discursos del Papa Francisco

durante la Jornada mundial de la juventud en Río de Janeiro. Se los cito: «Dios es real, si se

manifiesta en nuestro hoy»; «Dios está en todas partes». Son frases que se hacen eco de la

expresión ignaciana «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas». Le pregunto al Papa:

«Santidad, ¿cómo se hace para buscar y encontrar a Dios en todas las cosas?».

«Lo que dije en Río tiene un valor temporal. Es verdad que tenemos la tentación de buscar a Dios

en el pasado o en lo que creemos que puede darse en el futuro. Dios está ciertamente en el

pasado porque está en las huellas que ha ido dejando. Y está también en el futuro como

promesa. Pero el Dios “concreto”, por decirlo así, es hoy. Por eso las lamentaciones jamás nos

ayudan a encontrar a Dios. Las lamentaciones que se oyen hoy sobre cómo va este mundo

“bárbaro” acaban generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura conservación,

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como defensa. No: hay que encontrar a Dios en nuestro hoy».

«Dios se manifiesta en una revelación histórica, en el tiempo. Es el tiempo el que inicia los

procesos, el espacio los cristaliza. Dios se encuentra en el tiempo, en los procesos en curso. No

hay que dar preferencia a los espacios de poder frente a los tiempos, a veces largos, de los

procesos. Lo nuestro es poner en marcha procesos, más que ocupar espacios. Dios se manifiesta

en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Esto nos hace preferir las acciones

que generan dinámicas nuevas. Y exige paciencia y espera».

«Encontrar a Dios en todas las cosas no es un eureka empírico. En el fondo, cuando deseamos

encontrar a Dios nos gustaría constatarlo inmediatamente por medios empíricos. Pero así no se

encuentra a Dios. Se le encuentra en la brisa ligera de Elías. Los sentidos capaces de percibir a

Dios son los que Ignacio llama “sentidos espirituales”. Ignacio quiere que abramos la sensibilidad

espiritual y así encontremos a Dios más allá de un contacto puramente empírico. Se necesita una

actitud contemplativa: es el sentimiento del que va por el camino bueno de la comprensión y del

afecto frente a las cosas y las situaciones. Señales de que estamos en ese buen camino son la

paz profunda, la consolación espiritual, el amor de Dios y de ver todas las cosas en Dios».

Certezas y errores

«Si el encuentro con Dios en todas las cosas no es un “eureka empírico” —le digo al Papa— y si,

por tanto, se trata de un camino que va leyendo en la historia, es posible cometer errores…».

«Sí, este buscar y encontrar a Dios en todas las cosas deja siempre un margen a la

incertidumbre. Debe dejarlo. Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni

le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien. Yo tengo esto por una clave importante. Si

uno tiene respuestas a todas las preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él.

Quiere decir que es un falso profeta que usa la religión en bien propio. Los grandes guías del

pueblo de Dios, como Moisés, siempre han dado espacio a la duda. Tenemos que hacer espacio

al Señor, no a nuestras certezas, hemos de ser humildes. En todo discernimiento verdadero,

abierto a la confirmación de la consolación espiritual, está presente la incertidumbre».

«El riesgo que existe, pues, en el buscar y hallar a Dios en todas las cosas, son los deseos de ser

demasiado explícito, de decir con certeza humana y con arrogancia: “Dios está aquí”. Así

encontraríamos sólo un Dios a medida nuestra. La actitud correcta es la agustiniana: buscar a

Dios para hallarlo, y hallarlo para buscarle siempre. Y frecuentemente se busca a tientas, como

leemos en la Biblia. Esta es la experiencia de los grandes Padres de la fe, modelo nuestro. Hay

que releer el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos. Abrahán, por la fe, partió sin saber a dónde

iba. Todos nuestros antepasados en la fe murieron teniendo ante los ojos los bienes prometidos,

pero muy a lo lejos... No se nos ha entregado la vida como un guión en el que ya todo estuviera

escrito, sino que consiste en andar, caminar, hacer, buscar, ver… Hay que embarcarse en la

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aventura de la búsqueda del encuentro y del dejarse buscar y dejarse encontrar por Dios».

«Porque Dios está primero, está siempre primero, Dios primerea. Dios es un poco como la flor del

almendro de tu Sicilia, Antonio, que es siempre la primera en aparecer. Así lo leemos en los

profetas. Por tanto, a Dios se le encuentra caminando, en el camino. Y al oírme alguno podría

decir que esto es relativismo. ¿Es relativismo? Sí, si se entiende mal, como una especie de

confuso panteísmo. No, si se entiende en el sentido bíblico, según el cual Dios es siempre una

sorpresa y jamás se sabe dónde y cómo encontrarlo, porque no eres tú el que fija el tiempo ni el

lugar para encontrarte con Él. Es preciso discernir el encuentro. Y por eso el discernimiento es

fundamental».

«Un cristiano restauracionista, legalista, que lo quiere todo claro y seguro, no va a encontrar

nada. La tradición y la memoria del pasado tienen que ayudarnos a reunir el valor necesario para

abrir espacios nuevos a Dios. Aquel que hoy buscase siempre soluciones disciplinares, el que

tienda a la “seguridad” doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente recuperar el

pasado perdido, posee una visión estática e involutiva. Y así la fe se convierte en una ideología

entre tantas otras. Por mi parte, tengo una certeza dogmática: Dios está en la vida de toda

persona. Dios está en la vida de cada uno. Y aun cuando la vida de una persona haya sido un

desastre, aunque los vicios, la droga o cualquier otra cosa la tengan destruida, Dios está en su

vida. Se puede y se debe buscar a Dios en toda vida humana. Aunque la vida de una persona sea

terreno lleno de espinas y hierbajos, alberga siempre un espacio en que puede crecer la buena

semilla. Es necesario fiarse de Dios».

¿Debemos ser optimistas?

Estas palabras del Papa me recuerdan algunas reflexiones suyas de hace tiempo, en las que el

entonces cardenal Bergoglio escribía que Dios vive ya en la ciudad, mezclado vitalmente con

todos y unido a cada uno. Es otro modo de decir, me parece, lo que escribe san Ignacio en los

Ejercicios Espirituales cuando dice que Dios «trabaja y labora» en nuestro mundo. Le pregunto:

«¿Debemos ser optimistas? ¿Qué signos de esperanza hay en el mundo actual? ¿Cómo

hacemos para ser optimistas en un mundo en crisis?».

«No me gusta mucho la palabra “optimismo” porque expresa una actitud psicológica. Me gusta

más usar la palabra “esperanza”, tal como se lee en el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos que

he citado más arriba. Los Padres siguieron caminando a través de grandes dificultades. La

esperanza no defrauda, como leemos en la Carta a los Romanos. Piense en la primera

adivinanza del Turandot de Puccini», me dice el Papa.

Sobre la marcha he hecho memoria para recordar los versos de aquella adivinanza de la

princesa, que tiene como solución la esperanza: En la oscuridad de la noche vuela un irisado

fantasma. / Sube y despliega las alas / sobre la negra, infinita humanidad. / Todos lo invocan / y

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todos le imploran. / Pero el fantasma se esfuma con la aurora / para renacer en el corazón. /

¡Cada noche nace / y cada día muere! Son versos que revelan el deseo de una esperanza que,

sin embargo, es un fantasma irisado que desaparece con la aurora.

«Pues bien —prosigue el Papa Francisco—, la esperanza cristiana no es un fantasma y no

engaña. Es una virtud teologal y, en definitiva, un regalo de Dios que no se puede reducir a un

optimismo meramente humano. Dios no defrauda la esperanza ni puede traicionarse a sí mismo.

Dios es todo promesa».

El arte y la creatividad

He quedado tocado por la alusión del Papa a Turandot, hablando del misterio de la esperanza.

Me gustaría captar un poco más cuáles son sus coordenadas artísticas y literarias. Le recuerdo

que en el año 2006 decía que los grandes artistas saben cómo presentar con belleza las

realidades trágicas y dolorosas de la vida. Y le pregunto cuáles son sus artistas y escritores

preferidos, si tienen algo en común… «He sido aficionado a autores muy diferentes entre sí. Amo

muchísimo a Dostoyevski y Hölderlin. De Hölderlin me gusta recordar aquella poesía tan bella

para el cumpleaños de su abuela, que me ha hecho tanto bien espiritual. Es aquella que termina

con el verso Que el hombre mantenga lo que prometió el niño.

Me impresionó porque quería mucho a mi abuela Rosa y en esa poesía Hölderlin pone a su

abuela junto a María, la que dio a luz a Jesús, al que él consideraba el amigo de la tierra que no

consideró extranjero a ningún viviente. He leído Los novios tres veces y ahora lo tengo sobre la

mesa para volverlo a leer. Manzoni me ha dado mucho. Mi abuela me hacía, de niño, aprender de

memoria el comienzo de Los novios: “Quel ramo del lago di Como, che volge a mezzogiorno, tra

due catene non interrotte di monti…”. También Gerard Manley Hopkins me ha gustado mucho».

«En pintura admiro a Caravaggio: sus lienzos me hablan. Pero también Chagall con su Crucifixión

blanca...».

«En música amo a Mozart, obviamente. Aquel Et Incarnatus est de su Misa en Do es insuperable:

¡te lleva a Dios! Me encanta Mozart interpretado por Clara Haskil. Mozart me llena: no puedo

pensarlo, tengo que sentirlo. A Beethoven me gusta escucharlo, pero prometeicamente. Y el

intérprete más prometeico para mí es Furtwängler. Y después, las Pasiones de Bach. El pasaje

de Bach que me gusta mucho es el Erbarme Dich, el llanto de Pedro de la Pasión según San

Mateo. Sublime. Después, a distinto nivel, no de la misma intimidad, me gusta Wagner. Me gusta

escucharlo, pero no siempre. La Tetralogía del anillo, dirigido por Furtwängler en la Scala en el

’50 es lo mejor que hay. Sin olvidar Parsifal dirigido en el ’62 por Knappertsbusch».

«Deberíamos pasar a hablar de cine. La Strada de Fellini es quizá la película que más me haya

gustado. Me identifico con esa película, en la que hay una referencia implícita a san Francisco.

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Luego creo haber visto todas las películas de Anna Magnani y Aldo Fabrizi cuando tenía entre 10

y 12 años. Otra película que me gustó mucho fue Roma città aperta. Mi cultura cinematográfica se

la debo sobre todo a mis padres, que nos llevaban muy a menudo al cine».

«En general puedo decir que me gustan los artistas trágicos, especialmente los más clásicos. Hay

una bella definición que Cervantes pone en boca del bachiller Carrasco haciendo el elogio de la

historia de Don Quijote: “Los niños la traen en las manos, los jóvenes la leen, los adultos la

entienden, los viejos la elogian”. Esta puede ser para mí una buena definición de lo que son los

clásicos».

Me doy cuenta de que me han absorbido todas estas citas del Papa y de que desearía entrar en

su vida por la puerta de sus preferencias artísticas. Sería, imagino, un largo itinerario. Incluiría el

cine, desde el neorrealismo italiano al Festín de Babette. Me vienen a la cabeza otros autores y

otras obras que él ha citado en otras ocasiones, quizá menores o peor conocidas o de carácter

local, del Martín Fierro de José Hernández a la poesía de Nino Costa, a El gran éxodo de Luigi

Orsenigo. Pienso también en Joseph Malègue y José María Pemán. Y obviamente en Dante y

Borges, pero también en Leopoldo Marechal, el autor de Adán Buenosayres, El banquete de

Severo Arcángelo y Megafón o la guerra. Pienso en Borges porque Bergoglio, entonces profesor

de literatura a los veintiocho años en el Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, lo

conoció personalmente. Bergoglio enseñaba en los dos últimos años del liceo cuando inició a sus

alumnos en la escritura creativa. Yo mismo he tenido una experiencia parecida a la suya cuando

tenía su edad, en el Istituto Massimo de Roma, fundando BombaCarta, y se la cuento.

Al final pido al Papa que me narre su experiencia.

«Fue una cosa un poco atrevida —responde—. Quería encontrar la manera de que mis alumnos

estudiasen El Cid. Pero a los chicos no les apetecía. Me pedían leer a García Lorca. Entonces

decidí que estudiaran El Cid en casa y que en clase yo hablaría de los autores que les gustaban

más. Naturalmente los chicos querían leer obras literarias más “picantes”, contemporáneas, como

La casada infiel o clásicas, como La Celestina de Fernando de Rojas. Pero leyendo estas cosas

que les resultaban entonces más atractivas, le cogían gusto a la literatura y a la poesía en

general, y pasaban a otros autores. Y a mí me resultó una gran experiencia. Pude acabar el

programa, aunque de forma no estructurada, es decir, no según el orden previsto, sino siguiendo

el que iba surgiendo con naturalidad a partir de la lectura de los autores. Esta modalidad se me

acomodaba muy bien: no era de mi agrado hacer una programación rígida, todo lo más conocer,

poco más o menos, a dónde quería llegar. Y entonces empecé a hacerles escribir. Al final decidí

pedir a Borges que leyera dos narraciones escritas por mis chicos. Conocía a su secretaria, que

me había dado clases de piano. A Borges le gustaron muchísimo. Y me propuso redactar la

introducción de una recopilación».

«Entonces, Santo Padre, para la vida de una persona ¿es importante la creatividad?», le

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pregunto. Se ríe y me responde: «¡Para un jesuita es enormemente importante! Un jesuita debe

ser creativo».

Fronteras y laboratorios

Creatividad, pues: importante para un jesuita. El Papa Francisco, cuando recibió a los padres y

colaboradores de «La Civiltà Cattolica», había enunciado otras tres características importantes

para el trabajo cultural del jesuita. Vuelvo con la memoria a aquel día, 14 de junio pasado.

Recuerdo que entonces, en el intercambio que tuvimos, previo al encuentro con todo el grupo, ya

me las había anunciado: diálogo, discernimiento y frontera. Y había insistido en particular en el

último punto, citándome a Pablo VI que en un famoso discurso había dicho de los jesuitas:

«Dondequiera que en la Iglesia las más candentes exigencias del hombre se han medido con el

mensaje perenne del Evangelio, aun en los campos más difíciles y punteros, sea en las

encrucijadas de las ideologías o en las trincheras sociales, allí han estado los jesuitas».

Le pido al Papa Francisco que me lo aclare un poco: «Nos ha pedido que estemos atentos a no

caer “en la tentación de domesticar las fronteras: hay que salir al encuentro de las fronteras, y no

traerse las fronteras a casa para darles un barniz y domesticarlas”. ¿A qué se refería? ¿Qué

quería decirnos exactamente? Esta entrevista ha surgido de un acuerdo entre un grupo de

revistas dirigidas por la Compañía de Jesús: ¿desea hacerles alguna invitación especial? ¿Cuáles

deben ser sus prioridades?».

«Las tres palabras clave que dirigí a “La Civiltà Cattolica” pueden extenderse a todas las revistas

de la Compañía, quizá con acentos diferentes propios de su naturaleza y sus objetivos. Cuando

insisto en la frontera de un modo especial, me refiero a la necesidad que tiene el hombre de

cultura de estar inserto en el contexto en que actúa y sobre el que reflexiona. Nos acecha siempre

el peligro de vivir en un laboratorio. La nuestra no es una fe-laboratorio, sino una fe-camino, una

fe histórica. Dios se ha revelado como historia, no como un compendio de verdades abstractas.

Me dan miedo los laboratorios porque en el laboratorio se toman los problemas y se los lleva uno

a su casa, fuera de su contexto, para domesticarlos, para darles un barniz. No hay que llevarse la

frontera a casa, sino vivir en frontera y ser audaces».

Le pregunto al Papa si puede ponerme algún ejemplo a partir de su experiencia personal.

«Cuando se habla de problemas sociales, una cosa es reunirse a estudiar el problema de la

droga de una villa miseria, y otra cosa es ir allí, vivir allí y captar el problema desde dentro y

estudiarlo. Hay una carta genial del padre Arrupe a los Centros de Investigación y Acción Social

(CIAS) sobre la pobreza, en la que dice claramente que no se puede hablar de pobreza si no se la

experimenta, con una inserción directa en los lugares en los que se vive esa pobreza. La palabra

“inserción” es peligrosa, porque algunos religiosos la han tomado como una moda, y han

sucedido desastres por falta de discernimiento. Pero es verdaderamente importante».

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«Y las fronteras son muchas. Pensemos en las religiosas que viven en hospitales: viven en las

fronteras. Yo mismo estoy vivo gracias a ellas. Con ocasión de mi problema de pulmón en el

hospital, el médico me prescribió penicilina y estreptomicina en cierta dosis. La hermana que

estaba de guardia la triplicó porque tenía ojo clínico, sabía lo que había que hacer porque estaba

con los enfermos todo el día. El médico, que verdaderamente era un buen médico, vivía en su

laboratorio, la hermana vivía en la frontera y dialogaba con la frontera todos los días. Domesticar

las fronteras significa limitarse a hablar desde una posición de lejanía, encerrase en los

laboratorios, que son cosas útiles. Pero la reflexión, para nosotros, debe partir de la experiencia».

Cómo se entiende el hombre a sí mismo

Pregunto al Papa si esto tiene validez también, y cómo, en el caso de una frontera cultural tan

importante como es la del desafío antropológico. La antropología que la Iglesia ha tomado

tradicionalmente como punto de referencia y el lenguaje con el que la ha expresado siguen siendo

referencia sólida, fruto de una sabiduría y una experiencia seculares. Y, sin embargo, el hombre

al que se dirige la Iglesia no parece ya comprender esa antropología y ese lenguaje, ni

considerarlos suficientes. Comienzo exponiendo el hecho de que el hombre se está interpretando

a sí mismo de modo diferente a como lo ha hecho en el pasado, con categorías diferentes. Y esto

se debe también a grandes cambios en la sociedad y a un estudio más hondo de sí mismo.

El Papa, en este momento, se levanta y va coger su Breviario de la mesa de trabajo. Es un

Breviario en latín y ya muy ajado por el uso. Lo abre por el Oficio de Lectura de la Feria sexta, es

decir del viernes, de la semana XXVII. Me lee un pasaje del Commonitorium Primum de san

Vincente de Lerins: Ita etiam christianae religionis dogma sequatur has decet profectuum leges, ut

annis scilicet consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate («El mismo dogma de la religión

cristiana debe someterse a estas leyes. Progresa, consolidándose con los años, desarrollándose

con el tiempo, haciéndose más profundo con la edad»).

Y prosigue el Papa: «San Vicente de Lerins compara el desarrollo biológico del hombre con la

transmisión del depositum fidei de una época a la otra, que crece y se consolida con el paso del

tiempo. Ciertamente la comprensión del hombre cambia con el tiempo y su conciencia de sí

mismo se hace más profunda. Pensemos en cuando la esclavitud era cosa admitida y cuando la

pena de muerte se aceptaba sin problemas. Por tanto, se crece en comprensión de la verdad. Los

exegetas y los teólogos ayudan a la Iglesia a madurar su propio juicio. Las demás ciencias y su

evolución ayudan también a la Iglesia a aumentar en comprensión. Hay normas y preceptos

eclesiales secundarios, una vez eficaces pero ahora sin valor ni significado. Es equivocada una

visión monolítica y sin matices de la doctrina de la Iglesia».

«Por lo demás, en cada época el hombre intenta comprenderse y expresarse mejor a sí mismo. Y

por tanto el hombre, con el tiempo, cambia su modo de percibirse: una cosa es el hombre que se

expresa esculpiendo la Nike de Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía,

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otra la de Dalí. Las mismas formas de expresión de la verdad pueden ser múltiples, es más, es

necesario que lo sean para la transmisión del mensaje evangélico en su significado inmutable».

«El hombre va a la búsqueda de sí mismo, y es natural que en esta búsqueda pueda cometer

errores. La Iglesia ha vivido tiempos de genialidad, como por ejemplo el del tomismo. Pero

también vive tiempos de decadencia del pensamiento. Por ejemplo: no debemos confundir la

genialidad del tomismo con el tomismo decadente. Yo, desgraciadamente, estudié la filosofía en

manuales de tomismo decadente. En su pensamiento sobre el hombre la Iglesia debería tender a

la genialidad, no a la decadencia».

«¿Cuándo deja de ser válida una expresión del pensamiento? Cuando el pensamiento pierde de

vista lo humano, cuando le da miedo el hombre o cuando se deja engañar sobre sí mismo.

Podemos representar el pensamiento engañado en la figura de Ulises ante el canto de las

sirenas, o como Tannhäuser, rodeado de una orgía de sátiros y bacantes, o como Parsifal, en el

segundo acto de la ópera wagneriana, en el palacio de Klingsor. El pensamiento de la Iglesia

debe recuperar genialidad y entender cada vez mejor la manera como el hombre se comprende

hoy, para desarrollar y profundizar sus propias enseñanzas».

Orar

Lanzo al Papa una última pregunta sobre su modo preferido de orar. «Rezo el Oficio todas las

mañanas. Me gusta rezar con los Salmos. Después, inmediatamente, celebro la misa. Rezo el

Rosario. Lo que verdaderamente prefiero es la Adoración vespertina, incluso cuando me distraigo

pensando en otras cosas o cuando llego a dormirme rezando. Por la tarde, por tanto, entre las

siete y las ocho, estoy ante el Santísimo en una hora de adoración. Pero rezo también en mis

esperas al dentista y en otros momentos de la jornada».

«La oración es para mí siempre una oración “memoriosa”, llena de memoria, de recuerdos,

incluso de memoria de mi historia o de lo que el Señor ha hecho en su Iglesia o en una parroquia

concreta. Para mí, se trata de la memoria de que habla san Ignacio en la primera Semana de los

Ejercicios, en el encuentro misericordioso con Cristo Crucificado. Y me pregunto: “¿Qué he hecho

yo por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?”. Es la memoria de la que

habla también Ignacio en la Contemplación para alcanzar amor, cuando nos pide que traigamos a

la memoria los beneficios recibidos. Pero, sobre todo, sé que el Señor me tiene en su memoria.

Yo puedo olvidarme de Él, pero yo sé que Él jamás se olvida de mí. La memoria funda

radicalmente el corazón del jesuita: es la memoria de la gracia, la memoria de la que se habla en

el Deuteronomio, la memoria de las acciones de Dios que están en la base de la alianza entre

Dios y su pueblo. Esta es la memoria que me hace hijo y que me hace también ser padre».

* * *

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Me doy cuenta de que seguiría mucho tiempo este diálogo, pero sé que, como dijo el Papa una

vez, no hay que «maltratar los límites». En total hemos dialogado durante más de seis horas a lo

largo de tres sesiones, el 19, el 23 y el 29 de agosto. He preferido organizar la redacción sin

divisiones, para que no perdiera continuidad. Lo nuestro ha sido más una conversación que una

entrevista: las preguntas han constituido como un telón de fondo que no imponía rígidos

parámetros predefinidos. Incluso desde el punto de vista lingüístico hemos pasado con soltura del

italiano al español, a menudo sin advertir la transición. No ha habido nada de mecánico, y las

respuestas nacían del diálogo y dentro de un razonamiento que he procurado reflejar aquí, de

modo sintético, como he podido.

Cerca de seis horas de coloquio, en tres días distintos, para hablar de él. El Papa Francisco ha

elegido al padre Antonio Spadaro, director de «La Civiltà Cattolica», para una serena

conversación con todos sus hermanos jesuitas. La entrevista, que surge de los encuentros del 19,

23 y 29 de agosto en el estudio privado del Pontífice en Santa Marta —como ha subrayado el

entrevistador—, de hecho se destina en primer lugar a las revistas de cultura que la Compañía de

Jesús difunde en el mundo. De ella se desprende una imagen inédita del Papa Francisco, original

sobre todo porque es él mismo quien traza sus contornos.

Entre los argumentos tratados en la larga entrevista destacan los recuerdos personales de Jorge

Mario Bergoglio, sobre todo los dedicados a los padres y a la amada abuela Rosa. También está

el identikit del joven jesuita que eligió la Compañía de Jesús por el gran sentido de comunidad

que allí se respiraba. Confiesa que no lograba verse como un sacerdote solo. Después hay una

larga meditación sobre el discernimiento que, en la trama de toda la entrevista, al final se revela

como un pilar de la espiritualidad del Papa Francisco. Y es lo que le permite percibir el sentido de

algunas situaciones que suscitan desde siempre un debate vivaz en la comunidad cristiana. Y al

final acepta hablar también de los libros, las películas y la música que prefiere.

(L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, Año XLV, n. 39 (2.333), viernes 27

de septiembre de 2013)

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