Los pobres, lugar teológico





Si hasta ahora hemos hablado de amistades teológicas, simbolizadas en algunas personas, ahora nos referimos a un colectivo sin nombre, un grupo anónimo de gente pobre que han sido también nuestros 

inspiradores y maestros teológicos

Lugares teológicos

Para comprender correctamente la afirmación, para algunos todavía sorprendente, de que los pobres son un lugar teológico hay que recordar que ya en el siglo XVI el teólogo Melchor Cano (1509-1560) en su célebre tratado sobre los lugares teológicos (Loci theologici) distinguía entre lugares teológicos mayores o fundamentales (la Escritura, la Tradición que expresa el sentido de fe de la Iglesia interpretada por los Concilios, el magisterio y los teólogos) y lugares teológicos complementarios o derivados (la razón natural, la filosofía y los acontecimien-tos históricos). Estos lugares teológicos complementarios a lo largo del tiempo han ido tomando mayor relieve y concreción: la liturgia, el arte y los iconos, las Iglesias locales, los signos de los tiempos y en concreto, los pobres.

No se trata, de sustituir los lugares teológicos fundamentales por los complementarios sino de leer e interpretar la fe y la tradición de la Iglesia desde este lugar hermenéutico privilegiado que son los pobres. No se pretende ninguna canonización del pobre como universal negativo marxista, sino de elaborar una lectura teológica de la Escritura. Los pobres son pecadores, como todos nosotros, pero por ser pobres y oprimidos son objeto del amor y la benevolencia divina. El fundamento de esta prioridad no es pues antropológico, la santidad del pobre, sino teológico, se basa en la psicología de Dios, el corazón tierno y compasivo del Señor que no quiere ver sufrir a la humanidad y se indigna ante la injusticia que provoca pobres y que rompe su proyecto de vida para todos, el Reino de Dios (Puebla 1142).

El Éxodo, la praxis evangélica de Jesús de Nazaret y su identificación con los pobres en la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46), fundamentan este lugar privilegiado de los pobres en la Iglesia y la teología. Su situación de empobrecimiento y de víctimas nos desinstala y nos llama a la conversión y a la solidaridad. Son los crucificados de este mundo a los que hay que bajar de la cruz. Son «los vicarios de Cristo», en expresión medieval.

Tanto Medellín y Puebla como la teología de la liberación, han intentado leer la fe de la Iglesia desde los pobres. Esto ha conducido a la metodología del ver, juzgar y actuar, al uso de las mediaciones socio-analíticas, hermenéuticas y práxicas, que ha derivado en la opción evangélica y preferencial por los pobres (Puebla 1134-1164), que el mismo Benedicto XVI ha afirmado que está implícita en nuestra fe cristológica (Aparecida 392). Esta opción por los pobres, que se formuló desde la Iglesia de América latina, hoy ha pasado a ser patrimonio de la Iglesia universal, como el mismo Juan Pablo II expresó (TMA 51).

Más aún, la opción por los pobres, que al principio tal vez tuvo un cierto acento preponderantemente social, luego se integró en una visión más global: evangelizar a los pobres. Evangelizar a los pobres constituye un signo mesiánico (Mt 11, 5; Lc 7, 22), como el mismo Vaticano II recordó (LG 8). Pablo VI declaró que la evangelización está estrechamente ligada a la liberación y a la promoción humana (EN 31). Evangelizar a los pobres no equivale simplemente a enseñarles el catecismo, sino que implica un compromiso por un Reino de justicia y solidaridad.

De esta opción por los pobres, del compromiso liberador y del deseo de evangelizarlos surge una espiritualidad de la liberación, el ser contemplativos en la liberación, el beber en el propio pozo del pueblo, una fuente regada por sus lágrimas y por su misma sangre, como expresa Gustavo Gutiérrez

Todo esto es ya conocido, pero hay que avanzar un poco más.

De una Iglesia para los pobres a una Iglesia de los pobres

Tanto la opción por los pobres como el esfuerzo por evangelizarlos, por nobles y necesarios que sean, no dejan de considerar a los pobres como objeto de la solidaridad y de la evangelización de la Iglesia. Se opta por un sector de la Iglesia, al que se desea liberar y evangelizar. Pero podemos preguntarnos si no podemos dar un paso más. Cuando Juan XXIII un mes antes del Vaticano II, el 11 de septiembre de 1962, habló de la Iglesia de los pobres, seguramente entrevió una Iglesia en la cual los pobres no sólo eran objeto de compromiso y evangelización para la Iglesia sino sujeto de configuración eclesial.

En esta línea se debe interpretar lo que el magisterio latinoamericano afirma sobre el potencial evangelizador de los pobres y la dimensión evangelizadora de las comunidades de base (Puebla 1147). Todos los que han ido a compartir la vida de los pobres y se han insertado en medio de ellos afirman que los pobres les han evangelizado. El obispo Pedro Casaldáliga en su poema sobre Monseñor Romero, acaba diciendo: «Los pobres te enseñaron a leer el evangelio».

¿Qué nos aportan los pobres y en concreto los de tradición cristiana, a la Iglesia en su conjunto y a la teología en particular?

Para enfocar el problema podemos partir de las afirmaciones del Vaticano II sobre el sentido de la fe del pueblo cristiano, que tiene la unción del Espíritu (1 Jn 2, 20.27) y es infalible en su creencia cuando se adhiere con toda la Iglesia a la fe que ha recibido (LG 12).

Los comentaristas a este texto del Vaticano II exaltan la importancia

de este sensus fidelium, del sentido sobrenatural de la fe, que no es  simplemente la obediencia al magisterio, sino que es una captación lúcida de la fe, una especie de intuición o instinto sobrenatural, una recepción activa del misterio de la salvación. Es lo que Santo Tomás llama conocimiento por connaturalidad, gracias al cual la persona instintivamente se inclina a adherirse a lo que está en armonía con el verdadero significado de la palabra de Dios, la fe reconoce espontáneamente su objeto.

Los autores suelen poner algunos ejemplos de este sensus fidelium. A Newman le impresionaba mucho que la fe del pueblo cristiano en el siglo IV se hubiera mantenido en la ortodoxia a pesar de que muchos obispos cayeron en la herejía arriana. Hilario de Poitiers, por su parte, decía que los oídos de los fieles son más santos que los labios de los sacerdotes, es decir el pueblo interpreta correctamente aun aquellas verdades que no están bien formuladas por la boca de sus sacerdotes.

Pero todos estos autores y el mismo Vaticano II nada dicen respecto a la fe de los pobres.

La pregunta que podemos hacernos es la siguiente: ¿dentro del pueblo de Dios creyente, la fe de los pobres no tiene alguna especial significación o importancia que pueda justificar las afirmaciones de que los pobres evangelizan y poseen un potencial evangelizador?

Los pobres, descartados e insignificantes

Llama poderosamente la atención que el texto lucano conocido como «la exultación mesiánica» de Jesús no haya sido suficientemente pro- fundizado ni se haya tomado en cuenta en el contexto de una teología de los pobres.

Según Lucas 10,21-22, Jesús, lleno de gozo en el Espíritu Santo, bendice al Padre por haber ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y haberlas revelado a la gente sencilla (nepioi). Y esta exaltación y ala- banza acaba con una confesión de la misteriosa e íntima relación entre el Padre y el Hijo: nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Un texto tan solemne y profundo, con claras resonancias trinitarias, que Lucas coloca después de la misión de los setenta y dos discípulos, merecería un mayor comentario. En este texto se contraponen los sabios y prudentes, es decir los fariseos y doctores de la ley que no comprenden el misterio de Jesús ni su evangelio, a los sencillos a quienes el Padre les ha revelado los misterios del Reino. La palabra griega nepioi, significa literalmente la gente pequeña, que no puede hablar, infantil, inmadura y en este contexto se aplica a los discípulos que son gente sencilla y sin preparación ni estudios.

Podríamos decir que nepioi se refiere a la gente sin importancia, que no cuenta, que no sabe ni puede, el grupo de personas que en América latina E. Galeano llama «los nadies» y Gustavo Gutiérrez califica como «insignificantes» y Francisco llama los «descartados». Podemos, pues, traducir los nepioi por pobres, insignificantes o descartados que inclu- ye a pequeños, ignorantes, gente sin recursos, mujeres, indígenas y afroamericanos, ancianos, excluidos y marginados sociales, migrantes y refugiados, víctimas de la violencia de todo tipo de abusos, los que no significan nada para los grandes y poderosos de este mundo. Son los mismos a los que Pablo llama débiles, plebeyos, despreciables, locos a los ojos del mundo, pero que han sido escogidos por Dios para confundir a los sabios y poderosos de este mundo (1 Cor 26-31).

No se trata aquí de afirmar una superioridad moral de la gente senci- lla e insignificante, sino de reconocer la acción benevolente y gratuita de Dios que ha querido revelarse a este grupo de personas. Jesús bendice al Padre por su designio amoroso, no por las virtudes de los pobres, muchas veces inexistentes. En los evangelios podemos en- contrar muchos ejemplos de esta revelación del Padre a los sencillos e insignificantes.

El anuncio del nacimiento de Jesús en Belén se comunica a unos pas- tores desconocidos e insignificantes, mal vistos por el pueblo, quienes regresan alabando a Dios por todo lo que habían visto (Lc 2,8-29).

En la presentación del Niño Jesús al templo (Lc 2,22-38), mientras que los sacerdotes, escribas y fariseos presentes, no captan el misterio de la entrada de la gloria del Señor en el santuario, el anciano Simeón y la profetisa Ana descubren al Mesías prometido, luz de las gentes, en aquel niño, hijo de una pareja de campesinos pobres.

La profesión de fe de Pedro, que no se debe a la carne y sangre sino a la revelación del Padre (Mt 16,13-20 y paralelos), puede ser otro ejem- plo claro de esta fe de la gente sencilla e insignificante, una profesión de fe sobre la que se fundamentará la fe de toda la Iglesia del futuro y una fe que no protege a Pedro de la ignorancia ni de sus futuras caídas. Pedro-roca es llamado luego «piedra de escándalo» y Satanás (Mt 16,23), para que nadie se gloríe en sí mismo, sino en el Señor, como dice Pablo (1Cor 1,31).

Aplicando todo cuanto hemos visto antes sobre el sentido de la fe del pueblo (LG 12) a los pobres y sencillos, podemos afirmar que el Espíritu les confiere a ellos una especial connaturalidad con el Reino de Dios, les abre los ojos del corazón para que puedan comprender lo que los sabios, que se fían de su propia sabiduría, no logran captar. Esto expli- ca por qué el pueblo sencillo de Galilea sintonizó con Jesús, mientras los escribas, fariseos y los sacerdotes lo rechazaron.

Los pobres comprenden con facilidad que el Reino es un proyecto de vida y de justicia que se opone a la idolatría del dinero, de Mamón, que es la causa de los males y de la pobreza del pueblo (Mt 6, 24). Pero muchas veces hemos hecho la teología del Pueblo de Dios (laós) pero no de los pobres y marginados, la chusma, que es la gente que sigue a Jesús (óclhos).

Como afirma desde Asia A. Pieris, Dios y los pobres han establecido una alianza para la realización del Reino de Dios, que implica una ba- talla contra el enemigo común concreto: Mamón, el ídolo de la riqueza.

Allí donde se ama y se sirve a Dios, son los pobres y no la pobreza los que reinan; allí donde se ama y se sirve a los pobres, es Dios y no Ma- món quien reina.

Por esto los pobres son llamados bienaventurados y a ellos se les promete el Reino, no por ser mejores, ni porque el sufrimiento sea bueno y así merezcan el cielo, sino porque ellos son los que comprenden el misterio del Reino gracias a la revelación del Padre y ellos son los des- tinatarios privilegiados de este proyecto del Padre que Jesús revela.

Hay que distinguir como en la vieja teología escolástica entre la fides quae y la fides qua. La fides quae son los contenidos de la fe, que para el pueblo sencillo muchas veces son muy pobres y limitados. La fides qua es la actitud creyente, la gran confianza en Dios que poseen. El pueblo sencillo del tiempo de Jesús y de nuestro tiempo, aunque po- sean unos contenidos teológicos de la fe limitados, tienen una gran fe y una gran esperanza en Dios; por esto el pueblo no se suicida co- lectivamente, sino que siente por connaturalidad que Dios está de su parte.

Todo ello implica una metodología nueva para hacer teología, partir  de la realidad, escuchar al pueblo pobre como lugar teológico: una teología narrativa, profética y simbólica.

Una teología narrativa

La narración no es una forma inferior de hacer teología, sino la forma concreta de comunicar el mensaje de salvación, aunque muchas ve- ces haya teólogos que la consideren pre-crítica.

Nuestro kerigma no es abstracto y metafísico sino histórico. Por esto, tanto el Antiguo como el Nuevo testamento son fundamentalmente relatos, anamnesis, memoria de lo que ha sucedido.

El credo del Antiguo testamento no consiste en una definición abstrac- ta de Dios, sino en una narración concreta:

Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, poderosa, numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron, nos impusieron dura servi- dumbre. Clamamos entonces a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos de la tierra que tú, Yahvé, me has dado (Dt 26,4-10).

Y en el Nuevo Testamento, el primer kerigma o anuncio de la salvación es el relato de Pedro después de Pentecostés que narra la pasión, muerte y resurrección de Jesús, una narración que hace comprender a los israelitas su historia a partir de Jesús y conmueve el corazón de los oyentes que llenos de compunción, piden el bautismo (Hch 2,22-41).

Los credos cristianos son narraciones de la historia de salvación, tan concretas que incluso citan a Poncio Pilato.

En este sentido, el cristianismo y la Iglesia no son comunidades argu- mentativas, sino narrativas que narran la experiencia de Dios, cómo Dios ha obrado su salvación en la historia del pueblo. Sobre esta base se edifica la reflexión teológica (J. B. Metz), donde se une lo kerigmá- tico con lo narrativo (P. Ricoeur). El que ha tenido una experiencia se vuelve testigo (E. Schillebeeckx) y así se unen la experiencia espiritual y la reflexión teológica (Ch.Theobald).

 La fuerza narrativa de los relatos no proviene del valor lingüístico de los textos sino de la fuerza del Espíritu, presente en la creación, en los profetas, en la vida, muerte y resurrección de Jesús, en el nacimiento de la Iglesia y en toda la historia de salvación hasta la escatología. Este Espíritu es quien ilumina a los escritores bíblicos y a los lectores de la Palabra a través de la historia. Y este Espíritu actúa a través del relato, muchas veces a través de gente sencilla y pobre, que narran lo que Dios ha obrado y obra en la historia. El contenido del relato es cristoló- gico pero el modo de transmisión narrativa es pneumatológico.

Y en un mundo donde la Iglesia ha perdido relevancia, lo narrativo es lo único que puede comunicar desde su debilidad y pobreza (M. de Certeau).

Un ejemplo de teología narrativa: «Diosito nos acompaña siempre»

Estando en Cochabamba dirigí un taller de cristología para una co- munidad cristiana de base del pueblo de Vallehermoso, a pocos ki- lómetros de la ciudad de Cochabamba, cerca del popular santuario del Señor de Santa Vera Cruz. Al acabar el curso, una mujer del gru- po, queriendo resumir brevemente el contenido del curso, exclamó una frase que recoge el sentido religioso profundo del pueblo sencillo creyente: «Diosito nos acompaña siempre». Esta afirmación típica del pueblo sencillo tiene una gran profundidad teológica, es un auténtico lugar teológico.

«Diosito» no es el Motor inmóvil aristotélico, ni el Ens a se, o la Causa de las causas de la escolástica, ni el Dios del que no se puede pen- sar nada mayor del argumento ontológico anselmiano, ni el Dios del apofatismo oriental envuelto en la nube de la incognoscibilidad, ni el misterioso Geheimnis sin orillas de Karl Rahner, ni el Dios tremendo y fascinante, totalmente Otro, de los fenomenólogos de la religión, ni la nebulosa esotérica de la New Age, ni el Yahvé Sabaot de los ejérci- tos israelita; tampoco es el Dios omnipotente y todopoderoso del cre- do niceno-constantinopolitano y de la liturgia cristiana. No es el Dios esencialista, lejano y abstracto de la mística renano-flamenca, ni Dios el terrible y espantoso del juicio final de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.

Se trata de Diosito, un diminutivo familiar y cariñoso con el que el pue- blo latinoamericano llama con afecto a lo cercano de cada día: pan- cito, cafecito, tecito, maestrito, soldadito, papito, madrecita, muertito, angelito...

Es un Dios familiar y cercano, el Niño Manuelito de Navidad que en un momento de angustia en Getsemaní se dirige confiadamente a su Padre con el nombre de Abba, papito (Mc 14,36). Diosito implica encar- nación en nuestro mundo y en nuestra historia, es la kénosis de Jesús (Fil 2,6-7), que vive 30 años en el pueblo desconocido de Nazaret, ejer- ciendo el oficio de carpintero, albañil y agricultor; es el Jesús al que se le conmueven las entrañas ante el dolor del pueblo y la viuda de Naim; es el Jesús que lava los pies de los apóstoles. Gracias al don del Es- píritu del crucificado-resucitado podemos llamar a Dios Abba, papito, Diosito (cf. Rm 8,15; Gal 4,4).

Es el Dios que anda entre los pucheros de Teresa de Jesús, el Dios de la infancia espiritual de Teresa de Lisieux, el Dios al que Etty Hillesum quiere ayudar.

Este Diosito no es un Dios lejano e insensible, como los dioses del Olimpo griego, desinteresados del pueblo. Es el Dios que libera al pue- blo de Egipto porque escucha su clamor (Ex 3), es el Dios que nos acompaña siempre, como hizo Jesús con la pareja de discípulos que huyen a Emaús, desanimados por la muerte de Jesús y el Señor les enseña las escrituras y parte con ellos el pan (Lc 24, 13-35). Es el Dios que por medio de su Espíritu estará siempre con nosotros hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20).

Y este Diosito es el que se oculta a los sabios y poderosos y se revela a los pequeños y sencillos, al pueblo pobre, a las mujeres y a los niños (Lc 20, 21). Y aunque a los teólogos profesionales nos cueste aceptarlo, los pobres ocupan un lugar privilegiado en el Pueblo de Dios (EG 197- 201) y la piedad y la mística popular son un verdadero lugar teológico (EG 126).

Esta sencilla mujer de un pequeño pueblo, de un país del Sur, margina- do en muchos aspectos, expresa una gran verdad de fe y teológica. Los pobres, y de un modo especial las mujeres, nos revelan los misterios del Reino de Dios de forma profunda y sencilla. Los y las pobres, nos evangelizan. Una Iglesia sinodal ha de escuchar la voz de los pobres.

Una teología profética

La teología que surge del clamor de los pobres es necesariamente profética, alternativa al statu quo sumamente crítica con la sociedad y muchas veces también con la Iglesia. Es una teología desde abajo,

83 desde la impotencia y dolor, desde el de profundis de la historia, que critica el mundo neoliberal, colonial, patriarcal y destructor de la crea- ción

Un ejemplo de teología profética: «Vivir bien»

Los pueblos originarios andinos de América Latina, como propuesta el «Vivir bien, suma qamaña en aymara, sumaj causay en quechua. La Nueva Constitución Política del Estado Plurinacional Boliviano (2009) asume esta propuesta como principio ético moral de la sociedad plu- ral (artículo 8). También en Ecuador se invoca este principio.

¿Qué es el «Vivir bien»?

«Vivir bien» no significa vivir cómodamente y con alto nivel de vida, no es el ideal de la burguesía acomodada en el bienestar del primer mundo. «Vivir bien» se opone al vivir siempre mejor del mundo burgués capitalista, un vivir siempre mejor que ordinariamente se logra a costa de la exclusión de muchos y del maltrato a la tierra.

Vivir bien significa vivir en armonía con uno mismo, en armonía con la comunidad (dimensión familiar y social, economía compartida y de participación en trabajos comunes), en armonía con la naturaleza (di- mensión ecológica y de respeto a la tierra, la Pacha Mama, etc) y en armonía con el mundo religioso y trascendente (Dios o su equivalente religioso y cultural).

Vivir bien significa vivir en equilibrio, estar bien, no tener enfermedad, pensar en lo que se hace, educar a los hijos en contacto con la naturaleza, respetarla, poseer equilibrio corporal y espiritual, armonía per- sonal y familiar.

Vivir bien significa para estos pueblos vivir en armonía con todos y con la Madre Tierra, la Pacha Mama, porque todos dependemos de todos y todos nos complementamos. Cada piedra, cada animal, cada flor, cada estrella, cada árbol y su fruto, cada ser humano forman un solo cuerpo.

La tierra no es solo un espacio geográfico, es pasado y futuro, es sobe- ranía territorial, organización, pensamiento, espiritualidad, economía y cultura, todo es integral. Este vivir bien no significa para los pueblos originarios andinos volver al pasado sino recuperar su horizonte de sentido para dar contenido al presente.

Frente al discurso de la modernidad ilustrada, con su fe ciega en el progreso y en la adquisición de siempre más bienes para «vivir mejor», frente al mundo del neoliberalismo, del consumo, de la explotación desenfrenada y mercantilista de la tierra, frente a las ilusiones del ca- pitalismo, frente al desastre actual de una sociedad que destruye la tierra y es incapaz de eliminar la pobreza, el vivir bien ofrece una alter- nativa a la humanidad que hoy busca modelos y proyectos de sentido.

«Vivir bien» presenta una forma de vida diferente, abierta a la naturale- za, busca construir relaciones humanas más igualitarias y justas entre todos, sin discriminaciones ni exclusiones.

Se trata de un imaginario social diferente y alternativo al de la moder- nidad ilustrada y al de la post-modernidad, implica un nuevo paradig- ma, una nueva lógica, algo diferente que supone liberarse de tantos bienes inútiles, centrarse en lo esencial, respetar la tierra, saber com- partir, vivir sin lujos, con sencillez y austeridad, para que los bienes de la tierra alcancen a todos los pueblos y a las futuras generaciones.

Esta propuesta tradicional y originaria del «vivir bien» tiene profundos orígenes históricos. Ya en la Nueva crónica de Felipe Guamán Poma de Ayala (1535-1616) sobre el buen gobierno se habla del «buen vivir», del derecho a existir en su alteridad de los indígenas, frente a la opresión inhumana de la conquista española.

«Vivir bien» es una afirmación popular sumamente profética que comporta profundos cambios en nuestro modo de pensar y de vivir, significa valorar la dignidad de los pobres, de las diferentes culturas y religiones, de las diferentes formas de vivir la sexualidad, valorar la dignidad de la tierra, la dignidad de la vida, la dignidad de la fe en el misterio de Dios revelado en Cristo y que por el Espíritu se hace sacra- mento visible y comunitario en la Iglesia, significa luchar por un mundo diferente, una sociedad diferente y una Iglesia diferente, más evan- gélica y nazarena. Las culturas de los pueblos originarios, hoy social y económicamente marginados, poseen una sabiduría milenaria que algo nos puede enseñar a nuestro mundo de hoy.

Este ideal del «buen vivir» y el «vivir bien» enlaza perfectamente con los proyectos del Foro Social Mundial de Porto Alegre que afirma que «Otro mundo es posible», con las propuestas de las cumbres para el cambio climático y los derechos de la Madre tierra. Frente al vivir mejor para unos pocos, hay que enarbolar la bandera del «vivir bien» para todos.

La pandemia de la Covid y la actual guerra ruso-ucraniana han puesto en evidencia el desastre de una humanidad que destroza la naturaleza y que para alcanzar más poder agrede a otros países, mata, fabrica ar- mamento, genera muerte, destrucción, prófugos, refugiados, infancia y jóvenes sin futuro, elimina a ancianos y mujeres etc. Y aumenta el riesgo de una guerra atómica que puede eliminar a toda la humanidad.

El «vivir bien» nos permite recuperar y actualizar la dimensión bíblica central de la vida, don del Creador, que implica desde la vida material (bios, el pan de cada día) hasta la vida divina y espiritual, pasando por la vida familiar, comunitaria, social, económica, cultural y espiritual. Dios es el Dios creador de la vida, Jesús es la vida verdadera y ha venido para que tengamos vida en abundancia (zoé, Jn 10,10), el Espíritu es Señor y dador de vida, la Iglesia es una comunidad sacramental que genera y acompaña la vida, y nos anuncia que el Espíritu es capaz de hacernos pasar de la muerte a la vida, hasta poder participar de la resurrección de Jesús, en un mundo nuevo, sin dolor ni muerte (Ap 21).

Para los cristianos este «vivir bien» forma parte de la sabiduría del Reino, del mensaje evangélico de las bienaventuranzas de Jesús, del proyecto de comunión o koinonía que hunde sus raíces en el misterio trinitario de Dios, que es comunión en la diversidad.

Estamos llamados a vivir en comunión y armonía con toda la huma- nidad y sus diferentes razas, sexos, culturas y religiones y a vivir en armonía con la tierra y toda la creación y a vivir en comunión gozosa con el Padre, en Cristo, por el Espíritu que nos comunica su vida divina. Estamos invitados a sentarnos en la mesa del banquete de la creación, en la mesa del Reino, donde todos compartimos fraternalmente el pan nuestro de cada día. La eucaristía es el símbolo eclesial de este pro- yecto de comunión.

Laudato si y Fratelli tutti son versiones actuales del vivir bien.

Una teología simbólica

El mundo moderno, el mundo científico y técnico, el mundo social y político, el mundo intelectual e incluso el mundo teológico, tienden a ser racionales, abstractos, físicos y metafísicos y desprecian todo lo que no sea científico.

86 Desde esta cosmovisión universalista y abstracta, todo lo que sean mi- tos, símbolos, ritos e imágenes son considerados como una realidad ingenua, primitiva, propia de pueblos poco desarrollados.

También en el cristianismo siempre han surgido corrientes espiritualis- tas, carismáticas y especulativas que despreciaban el Antiguo Testa- mento por considerarlo demasiado carnal y terreno, negaban la reali- dad de la encarnación de Jesús por considerar su naturaleza humana indigna de Dios, o buscaban una espiritualidad gnóstica, racional y sin misterios, «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pue- blo» (Gaudete et exultate 36).

Hoy día hay corrientes que buscan un cristianismo sin religión, una fe sin Iglesia, sin dogmas, normas y ritos, una espiritualidad sin credos, sin dioses sin creencias, sin comunidad, solo un silencio apofático perso- nal ante el Cosmos y la Naturaleza...

Frente a estas tendencias pseudo espiritualistas el mundo de los pobres, pequeños, insignificantes, marginales y descartados nos ofrece unas experiencias que solo pueden ser captadas desde una mentali- dad y una teología simbólica.

La piedad popular como un ejemplo de teología simbólica

La fe y religiosidad popular permanecen vivas en América latina y el Caribe tal y como en el documento de Aparecida se afirma continua- mente: es el precioso tesoro de la Iglesia católica, refleja la sed de Dios que sólo los pobres y sencillos reconocen (Aparecida 258; 549), profesa su fe en el Dios cercano a los pobres, cree en el Dios de la compasión, del perdón y la reconciliación, en el Cristo sufriente, en el Señor presente en la eucaristía, tiene una profunda devoción a la Virgen María en sus diversas advocaciones, su fe está presente en la lucha por la justicia, espera contra toda esperanza, posee la alegría de vivir aun en condiciones muy difíciles (Aparecida 7).

Esta fe se manifiesta en muchas expresiones populares: en el arte de imágenes y santos, fiestas y tradiciones, danzas religiosas, procesio- nes, peregrinaciones a santuarios, via crucis, promesas, oraciones en familia, (Aparecida 262). En esta fe hay una experiencia teologal, una sabiduría sobrenatural, una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, en una síntesis de fe cristiana y culturas (Apa- recida 264). Es una expresión del sensus fidelium (LG 12) de los pobres.

87 Sin embargo, también Aparecida reconoce que una fe reducida a prácticas de devoción fragmentadas, a participación ocasional de los sacramentos, a repetición de principios doctrinales y morales, poco a poco se erosiona y no resistirá a la larga el embate del tiempo (Apa- recida 12).

Por esto Aparecida insiste en pasar de una pastoral conservadora a otra misionera, pues estamos en estado de misión (Aparecida 370), hay que ofrecer al pueblo creyente una mayor formación cristiana.

Aquí aparece la importancia de todo el gran esfuerzo que se está ha- ciendo para devolver la Biblia a los pobres, para iniciar a una lectura popular de la Biblia, para que la gente sencilla, los insignificantes, pue- dan leer la Escritura.

Son, podemos afirmar, una realización de la Iglesia de los pobres que Juan XIII soñó antes del Vaticano II.

El ideal es que la religiosidad popular se vaya enriqueciendo con la Palabra y se puedan ir constituyendo CEBs que sean foco de evange- lización y promoción social.

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