LA DIMENSIÓN TRINITARIA DE LA MORAL.






VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ

LA DIMENSIÓN TRINITARIA DE LA MORAL. I. ASPECTO MÍSTICO

RESUMEN

Este artículo propone un modo de pensar la dimensión trinitaria de la Moral. Muestra cómo el dinamismo de la caridad, que saca a la persona de sí misma en el obrar, se convierte en el criterio hermenéutico fundamental del discernimiento. Al mismo tiempo explica cómo, a partir de este dinamismo del amor, el obrar humano proporciona una experiencia directa de cada una de las tres Personas divinas e introduce al ser humano en el núcleo más profundo de la realidad. Este artículo será completado por otro que se detendrá en las consecuencias éticas concretas de este planteo.

Palabras clave: Moral trinitaria, autotrascendencia, primado de la caridad, discerni- miento.

ABSTRACT

This article introduces a new way of thinking on a Trinitary axis of Morals. It shows how Charity acts: it pulls a person out of herself when acting, and so becomes the fundamental hermeneutic criterion of discernment. On the same time, it explains how human acting provides a direct experience of each of the three divine Persons by means of this dynamism of love, and draws human being into the deepest nucleus of reality. The article is to be followed by another one considering particular ethical consequences of this point of view.

Key Words: Trinitary moral, self-transcendence, Charity’s first place, discernment.


La integración entre la moral teologal y la moral fundamental es una de las cuestiones actuales de la Teología moral. Un camino para plantear esta integración es pensar la dimensión trinitaria de la moral. Dedicaremos dos artículos a proponer un modo de entender esta dimensión trinitaria, íntimamente ligado al primado de la caridad. En este primer artículo nos detendremos en el aspecto místico del planteo, y en el siguiente desarrollaremos sus consecuencias éticas concretas.

1. Dimensión trinitaria del obrar y primado de la caridad

El Dios infinitamente perfecto es, en sí mismo, comunión infinita; porque la plenitud del ser sólo puede realizarse en forma de amor que une personas. En el Cristianismo esto se explicita cuando se concibe a Dios como Trinidad, Tres que están completamente referidos el uno al otro sin perder su distinción:

“Si existe la máxima bondad, y ya que la bondad es comunicarse máximamente a sí mismo, y esto se da sobre todo produciendo otro igual del propio ser y dando el propio ser; y si existe la suma caridad, que no es amor privado, sino hacia otro, entonces en Dios debe haber pluralidad de Personas”.1

Por eso la persona humana, creada según ese modelo trinitario, sólo se realiza en la comunión. Podemos asumir, siguiendo a Santo Tomás, que el constitutivo formal de la noción de persona es la subsistencia, el ser subsistente en una naturaleza racional (existe en y por sí, no en otro). Porque más allá de su estado de conciencia, de su desarrollo, de sus capa- cidades psíquicas de relación, una naturaleza espiritual también subsiste en el feto, en el anciano o en quien está dormido; y esa subsistencia de un ser anímico corpóreo (este ser anímico corpóreo que subsiste) es la persona humana. Pero en Dios la Persona es la relación, ya que en él la relación no es accidental sino subsistente. Es una relación que subsiste, no se pier- de en la comunicación, y por eso se distingue. Vemos así que la noción de persona es análoga; pero en todos los casos implica una unión indisoluble de dos elementos: subsistencia y relación. La persona humana, creada a imagen de las Personas divinas, es constitutivamente relación, y “ser persona, a imagen y semejanza de Dios, significa existir en relación a otra

1. S. BUENAVENTURA, I Sent. 2, art. ún., 2.

persona”.2 No es una relación subsistente, pero sí una “subsistencia relacional”, ya que no se realiza, no desarrolla su dimensión más honda ni puede encontrar su propia plenitud “si no es en el don sincero de sí mismo a los demás” (GS 24). La finalidad última de ese individuo racional único, que subsiste en sí y por sí, es el ser-para. En la realización de ese dinamismo de autotrascendencia hacia el otro, la Trinidad es causa, mo- delo y fin.

Siendo esto así, el actuar humano más excelente será el que mejor exprese el misterio de relación entre Personas, conforme al cual hemos sido creados. Esto de hecho aparece en la cima del obrar virtuoso, es decir, en el dinamismo autotrascendente que imprime la caridad a la acción humana.3 A partir de allí, a mi juicio, puede desarrollarse adecuadamente una dimensión trinitaria de la Moral4 que intervenga también en el dinamismo de la razón práctica y de las potencias apetitivas, es decir, que se diri- ja a construir la conducta.

Desde otras perspectivas, ciertos textos de Teología moral, con una articulación trinitaria meramente esquemática, corren el riesgo de otorgar un peso dogmático (trinitario) a posiciones discutibles de ética normativa o a determinados criterios que, lejos de poder exigir el mismo sometimiento que debemos a la Trinidad, requieren un amplio debate teológico.

2. C. SCHICKENDANTZ, “Persona, cuerpo y amor. Género y alteridad en el Génesis”, en C. SCHICKENDANTZ (ed.), Religión, género y sexualidad, Córdoba (Arg.), 2004, 142-143; Cf. J.-D. ZIZIOULAS, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, New York, 1985.

3. Sobre el primado de la caridad cf.: R. CARPENTIER, “Le primat de l’amour dans la vie morale”, en Nouvelle Revue Théologique 83 (1961) 3-24; 255-270; 492-509; Ph. DELHAYE, “La charité reine des vertus. Heurs et malheurs d’un thème classique”, en Le Supplément 41 (1957) 135-170; G. GILLEMAN, Le primat de la Charité en Théologie Morale, Bruxelles-Paris, 1954; P. J. WADELL, The Pri- macy of Love. An introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York, 1992.

4. Menciono algunas obras que tratan la dimensión trinitaria de la Moral: D. J. BILLY, “The Per- son of the Holy Spirit as the Source of the Christian Moral Life”, en Studia Moralia 36 (1998) 325- 359; B. FORTE, “La Trinità, fonte e paradigma della carità”, en Ansprenas 32 (1985) 398-402; E. FUCHS, “Pour une réinterpretation étique du dogme trinitaire”, en Études Théologiques et Réligieu- ses 61 (1986) 533-540; T. GOFFI, Ética cristiana trinitaria, Bolonia, 1995; L. G. JONES, Transfor- med Judgment. Toward a Trinitarian Account on the Moral Life, Notre Dame, 1990; L. MELINA - J. NORIEGA - J. J. PÉREZ SOBA, La plenitud del obrar cristiano: Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Madrid, 2001, 123-200; J. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, Mursia, 2000; G. RINANDI, “La domanda éti- ca. Per una fondazione trinitaria dell’etica”, en VARIOS, Una teologia come storia, Cinisello Balsa- mo, 1998, 185-194; N. SILANES, La Santísima Trinidad, programa social del cristianismo, Sala- manca 1991; R. TREMBLAY, “La paternité de Dieu, fondement de la morale chrétienne et de l’éthi- que humanine”, en Studia Moralia 37 (1999) 73-94; Radicati e fondati nel Figlio, Roma, 1997; M. VIDAL, Nueva Moral fundamental. El hogar teológico de la ética, Bilbao, 2000, 25-197.

En mi propuesta procuraré recoger las mejores intuiciones de algunas grandes síntesis medievales, donde más allá de las consideraciones secundarias o condicionadas por la cultura, hay profundos ejes que coinciden con los mejores frutos del pensamiento contemporáneo.

2. La experiencia del Espíritu en el encuentro con el otro

En la magnífica teología de las misiones trinitarias, Santo Tomás indica que la procesión eterna de una Persona se prolonga en la historia por un término producido fuera de lo divino. Es entonces esa novedad, esa modificación en la criatura, lo que puede referirse a una Persona divina como término peculiar, permitiendo acceder a una relación real y distinta con esa persona, gozar de ella y poseerla distintamente.5 No se trata de una similitud estática de ese efecto creado con respecto a Dios, sino de una experiencia –y por lo tanto de una operación– que lo alcanza directa- mente, lo cual es mucho más que una similitud. Sucede cuando, por la gracia, el hombre se adhiere a la verdad primera por el conocimiento sobrenatural y a la bondad suma amando (I Sent. 37, 1, 2), y así experimenta una sublime intimidad con las Personas de la Trinidad:

“Se dice ciertamente que las divinas Personas inhabitan, en cuanto, estando ellas presentes de manera inescrutable en las almas creadas dotadas de inteligencia, son alcanzadas por ellas por medio del conocimiento y el amor”.6

No estamos hablando entonces de la gracia sin más, en la cual comunican todos los hábitos sobrenaturales. Hablamos más bien de los dones operativos sobrenaturales que se derivan más inmediata y directamente de la gracia, los dones más nobles que alcanzan directamente a Dios: el amor y la sabiduría.7 Estos dones, originando operaciones distintas y residiendo en distintas potencias, nos permiten establecer una distinción (ST I, 43, 5, ad 3).

5. S. TOMÁS DE AQUINO, I Sent. 30, 1, 2: “Ex eo quod creatura refertur in ipsum ut in terminum, considerandum est quod quantum ad habitudinem termini possunt uni tantum convenire perso- nae”. En adelante, las citas de S. Tomás se indicarán entre paréntesis, con la sigla de la obra: Su- ma Teológica (ST), Comentario a las Sentencias (Sent.), Contra Gentiles (CG).

6. PIO XII, Mystici corporis (DS 3815).

7. Cf A. GARDEIL, La structure de l’âme et l’expérience mystique, Paris, 1927; M. BELDA – J. SESÉ, La “cuestión mística”. Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona, 1998, 247-279; S. DOCKX, Fils de Dieu par Grâce, Paris, 1948.

Así, afirmamos que en los actos de la caridad hacemos una particu- lar experiencia de la tercera Persona, que procede como Amor. No significa solamente que la Persona es el modelo conforme al cual se produce el efecto creado, sino que “las mismas Personas divinas, por un cierto se- llo, dejan en nuestras almas los dones por los cuales gozamos formalmente, es decir por el amor y la sabiduría” (I Sent. 14, 2, 2, ad 2). Por eso se dice que en la caridad la Persona del Espíritu es enviada, ya que en ese efecto se prolonga su procesión eterna, y así el hombre accede realmente a la experiencia de la tercera Persona. Es decir, la Persona no es enviada para producir un efecto determinado –que es común a las tres Personas– sino que en tal efecto esa Persona se da a sí misma como don a gozar. Las tres Personas crean ese efecto sobrenatural (el amor o la sabiduría), pero lo unen directamente sólo a una de ellas como su término peculiar.

Esta experiencia del Espíritu no requiere grandes conocimientos teológicos, y puede realizarse también en un no cristiano. En el amor que nos inclina hacia otras personas humanas puede hacerse una verdadera experiencia del Espíritu Santo, ya que él es inclinación de amor que une al Padre y al Hijo en cuanto Personas distintas. Esta experiencia se realiza en nosotros cuando amamos genuinamente a otro, aunque nunca ha- yamos oído hablar del Espíritu Santo ni podamos expresar quién es, ya que la caridad reproduce en nosotros la “inclinación hacia otro” propia de la tercera Persona. Porque el Espíritu es “Dios que está presente en la vo- luntad como lo amado en el amante, y como inclinando hacia el amado” (CG IV, 19), por una “cierta impresión” del amado en el afecto del amante (ST I, 37, 1). Análogamente, como reflejo perfecto y prolongación adecuada del Espíritu en nosotros, “la caridad es una unión afectiva entre el amante y el amado, en cuanto el amante se mueve hacia el amado considerándolo como uno consigo” (ST II-II, 27, 2).

3. El Hijo en el obrar moral:
La percepción del núcleo de la realidad

Si la caridad se refiere exclusivamente al Espíritu como ejemplar y tér- mino suyo, de ella misma, cuando ésta impregna el intelecto, brota el don de la sabiduría. En este don se vive la experiencia de un verbo mental que prorrumpe en amor, que se refiere exclusiva y directamente al Hijo como ejemplar más adecuado y término peculiar, ya que él es “Verbo del cual pro-

cede el Amor” (ST I, 43, 5, ad 2). Así “nos unimos al Verbo por la conveniencia de ese efecto con él” (I Sent. 15, 4, 1, ad 3) y poseemos una verda- dera experiencia de la segunda Persona, aun cuando no tengamos un cono- cimiento expreso de ella. El conocimiento mínimo requerido, que procede del hábito de la sabiduría, no se identifica con el conocimiento expreso de la Persona; porque en realidad es un conocimiento experimental del don mismo, en el cual hay una captación “cuasi experimental”8 de la Persona divina (I Sent 37, 14, 2, 2, ad 3). El don de la sabiduría, puesto que es un efec- to de la caridad en el intelecto, produce una captación intuitiva del núcleo de verdad más profundo de la realidad, según el modelo trinitario, que es la relación, realizada de modo pleno en las Personas divinas y participada de modo diverso en todo lo existe, ante todo en la humanidad de Jesucristo. Esta relación, que es subsistente en las Personas divinas, se prolonga en la afectividad humana cuando la caridad imprime su inclinatio ad alterum y así refleja a la tercera Persona orientándonos al Hijo y al Padre. La sabidu- ría es una intuición intelectual gustosa, no siempre intelectualmente “tematizada” pero siempre saboreada, donde se capta por connaturalidad que la perfección de la realidad está en la relación. Esta experiencia intelectual suprema estimula a amar más (es verbo que espira amor), porque la persona que la vive desea adecuarse a ese dinamismo relacional. Por eso, según Bue- naventura, toda la realidad y todas las ciencias se orientan a un acto de caridad.9 En este don de la sabiduría, puesto que no prescinde de la historia salvífica, hay una experiencia del Hijo encarnado y resucitado, la expresión humana más perfecta de la inclinatio, por lo cual lleva en sí un permanente llamado al conocimiento explícito, a la amistad con Jesucristo y a su segui- miento. Pero dicha experiencia siempre termina, al menos implícitamente, en la Persona misma del Hijo en cuanto Verbo que espira amor.

Puesto que la sabiduría es ante todo esta captación “gustosa” del va- lor moral supremo de la inclinatio, entonces deberíamos decir que en una obra de misericordia se realiza también una actuación de la sabiduría. Si,

8. Cabe advertir que cuando S. Tomas dice “quasi experimentalis” no está afirmando que es- to sea menos experimental que la experiencia sensible, sino que hay una distancia infinita con respecto a la experiencia que podamos tener de cualquier realidad creada, tanto natural como sobrenatural. Para relativizar la expresión “experimentalis” se utilizaría más bien “quodammodo”. Cf el excelente artículo de A. PATFOORT, “Cognitio ista est quasi experimentalis”, en Angelicum 63, 1986, 3-16.

9. S. BUENAVENTURA, De reductione artium ad Theologiam, concl., 26: Aquí, luego de explicar cómo todas las artes y ciencias se ordenan a la S. Escritura, culmina en un elogio a la caridad, “ha- cia la cual se ordena toda la S. Escritura y, por consiguiente, toda iluminación...”.

para Buenaventura, todas las ciencias y ante todo la Revelación se ordenan a que amemos,10 y si las verdades teológicas se han hecho accesibles a nosotros “para que nos hagamos buenos”,11 hay una conexión inseparable entre la captación de la verdad y la orientación autotrascendente hacia el otro que se vive en una obra de caridad. Siguiendo esta lógica, Buenaventura expresa afirmaciones tan contundentes como estas:

“La mayor sabiduría que puede haber es que quien da, dé fructuosamente lo que tiene para distribuir, lo que se le dio para repartir [...] Así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la avaricia es su enemiga”.12
“Hay un tipo de acción que, unida a la contemplación, no la detiene, sino que la hace más fácil, como son las obras de misericordia y piedad”.13

La sabiduría, por su parte, enriquece de sentido contemplativo a la obra de misericordia, puesto que, al auxiliar a otro, impide que la mirada se concentre más en la miseria que en la nobleza de la persona que es auxiliada. La sabiduría “no descubre tanto la miseria en la imagen, sino más bien la imagen en el miserable”.14

4. El Padre en la operación humana: La atracción de la fuente

En esta cima elevada de nuestro obrar moral, ¿hay alguna otra ope- ración que pueda referirse al Padre como término, de manera que se produzca en el sujeto una experiencia peculiar de la primera Persona? Por- que en la gracia el Padre se dona a sí mismo al ser humano “para que go- ce de Él” (ST I, 43, 4, ad 1). Dijimos que el sustento antropológico que nos permite hablar de una donación de la Persona para ser gozada debe ser un dinamismo espiritual (alguna operación). Y ya que en el origen del amor y de la sabiduría no hay ningún otro hábito operativo, no es posible encontrar otros efectos creados que puedan ser el término creado en nuestra asimilación al Padre. No hay en la inteligencia o en la voluntad otro don que, como estos, provoque un contacto directo con lo divino. Cualquier otro don “no alcanza a Dios mismo según su substancia (non attingit ipsum Deum: I Sent., 37, 1, 2)”, no produce una “conjunción in- mediata” con Dios (I Sent., 14, 2, 2). 

10. S. BUENVENTURA, I Sent., Proem., 3, ad 1; III Sent., 36, Dub 5. 11. S. BUENVENTURA, Brevil., Prol., 5, 2; I Sent., Proem., 3.

12. S. BUENVENTURA, De Septem Donis, 9, 15.
13. S. B
UENVENTURA, IV Sent., 37, 1, 3, ad 6.

14. S. BUENVENTURA, I Sent., 35, 1, 6.

Los demás dones, también la virtud de la fe, establecen una relación con lo divino que está llamada a ser su- perada por la inmediatez gloriosa (ST I-II, 66, 6). Sólo la caridad, junto con la sabiduría, realiza una inmediatez con lo divino, anticipo de la glo- ria, por lo cual sólo ella pueda ser fuente de mérito en el crecimiento cristiano de la persona gratuitamente justificada. Entonces decimos más bien que el término creado que nos refiere al Padre y nos brinda una experien- cia peculiar de él, son los mismos hábitos de las misiones –la caridad y la sabiduría– en cuanto testimonian un origen. Ese origen último, que es el Padre, es también el término del retorno a Dios. En el amor y en la sabi- duría se vive la experiencia de la atracción hacia ese origen último, porque “la procesión de las Personas divinas puede considerarse en cuanto es ra- zón del retorno al fin, lo cual sucede sólo según aquellos dones que nos unen próximamente al fin último” (I Sent. 14, 2, 2). De este modo, se pro- duce una experiencia del Padre como plenitud fontal, manantial fecundo que atrae: “Así como el Espíritu Santo procede invisiblemente al alma por el don del amor, así el Hijo por el don de sabiduría, en el cual se realiza la manifestación del Padre mismo, quien es el último al cual nos dirigimos” (I Sent. 15, 4, 1). Advirtamos así que en la perspectiva del retorno a Dios se da el orden inverso al del origen. Por el origen, el Padre se manifiesta en el Hijo y el Hijo es Verbo que espira Amor. Pero en nuestro retorno a Dios, la caridad (Espíritu) antecede a la sabiduría (Hijo),15 y en la sabidu- ría se manifiesta el Padre. Es Lo expresamos al decir: “en el Espíritu, por Cristo, al Padre”. Es la experiencia de atracción que se patentiza en los místicos. Ignacio de Antioquía, cercano al martirio, la manifestaba dicien- do: “Hay dentro de mí un manantial que clama y grita: ¡Ven al Padre!”16

5. Un dinamismo trinitario en el obrar moral

Puesto que, como vimos, la caridad es la raíz que hace posible esta experiencia trinitaria, esto permite explicar teológicamente por qué pode-

15. S. TOMÁS DE AQUINO, ST II-II, 45, 2 y 5: Aquí se sostiene que la sabiduría presupone la unión con lo divino que realiza la caridad, y se dice que la caridad es “causa” del don de sabiduría. Esto tie- ne un claro correlato trinitario que se advierte en I Sent. 15, 4, 2, ad 2: “Ex parte dantis, cum primum movens et inclinans ad dandum sit ipse amor, sic datio Spiritus Sancti est prior datione Filii”.

16. S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los Romanos 6, 1 - 9,3.

mos decir con propiedad que el Espíritu es quien nos introduce en el se- no de la Trinidad; es él quien, de un modo peculiar suyo, eleva nuestro obrar a una dimensión sobrenatural, partícipe de lo divino. El Espíritu, a través de la caridad que se une peculiarmente a él, nos orienta al Hijo y al Padre. Así la caridad hace posible una dimensión propiamente trinitaria (no simplemente apropiada por conveniencia) del obrar moral. Pero la caridad –raíz, inicio, forma e impulso de esta orientación trinitaria– es un éxtasis, una orientación al otro, una inclinatio ad alterum, un nexo que une personas distintas. Y lo es porque también lo es el Espíritu, su térmi- no directo y modelo adecuado.

Para Buenaventura, en toda la realidad, no sólo en el orden moral, hay una dimensión trinitaria objetiva. Lo sostiene al decir que el hombre antes del pecado podía descubrir espontáneamente cómo cada creatura, por su misma constitución, “testifica que Dios es trino”. La naturaleza era testimonio eficaz de la Trinidad “cuando ni ese libro era oscuro para el hombre ni el ojo del hombre se había enturbiado; pero como por el pe- cado se oscureció la mirada del hombre, aquel espejo se hizo enigmático y oscuro”.17 Más allá de pretender reconocer un reflejo trinitario diferen- te en cada cosa, lo importante es esta convicción de fondo: toda creatura lleva en sí una estructura propiamente trinitaria, tan real que podría ser espontáneamente contemplada si la mirada del hombre no fuera oscura y frágil. Si esto es así en el único proyecto divino, entonces toda la vida nueva que produce la gracia en nosotros es trinitaria en su misma estructura íntima. Pero más que pretender descubrir de qué manera se refleja cada una de las Personas divinas en el dinamismo de la vida cristiana, la clave está en advertir una estructura trinitaria básica y nuclear, que atravesando todo lo que existe, se realiza de un modo peculiar y supremo en la vida nueva de la gracia santificante. Esa estructura es, en definitiva, lo que llamamos “autotrascendencia”: la orientación de sí mismo hacia el otro. Hay en cada creatura –participada de diversas maneras– cierta orientación a la comunión, que procede del seno de la Trinidad, contra- puesta a esa tendencia a replegarse en el propio bien que procede del lí- mite de lo creado. Si Dios sólo puede pensarse como comunión, y si nin- guna de las tres Personas divinas puede ser pensada si no es en relación con las otras, este dinamismo de relación culmina cuando el Padre y el Hijo, en cuanto Personas distintas, inclinándose amorosamente el uno hacia el otro, espiran el Espíritu de amor. Ese es el dinamismo que, parti- cipadamente, estructura toda la realidad, creada por la Trinidad y según el modelo trinitario. Por todo esto el ser humano, a imagen de ese mode- lo, sólo se realiza cuando permite que la gracia imprima en su obrar ese dinamismo de éxtasis permanente:

“La esencia del amor se realiza lo más profundamente en el don de sí mismo que la persona amante hace a la persona amada... Es como una ley de éxtasis: salir de sí mismo para hallar en otro un crecimiento de su ser”.18

“En cualquier caso el hombre tiene que llevar a cabo esta empresa: salir de sí mis- mo... El corazón se posee verdaderamente a sí mismo en cuanto se olvida de sí mis- mo en el obrar, en cuanto que sale, y perdiéndose se posee verdaderamente”.19

Pero es necesario decir también que esta inclinación hacia otra persona, dinamismo específicamente trinitario del obrar, en el orden de los actos externos se realiza, ante todo, en determinadas acciones que proce- den más directamente de ese dinamismo, es decir en los actos propios de la caridad (la beneficencia, la limosna generosa, la lucha por el bien del pobre, etc.).

Es cierto que la caridad, movilizando y dirigiendo las demás virtu- des, imprime en sus actos este dinamismo autotrascendente, y de ese mo- do las orienta eficazmente al Sumo Bien; por ello se le considera “forma” de todas las virtudes. Pero este dinamismo participado se realiza análoga- mente. Por ello no todas las acciones virtuosas tienen la misma perfec- ción, y hay una jerarquía en las virtudes y en los actos que de ellas pro- ceden (ST I-II, 66, 4-6). Teniendo esto en cuenta, advirtamos que la for- taleza y la templanza corren el riesgo de ocupar un lugar desproporcio- nado en la moral cristiana, con lo cual se desnaturaliza el dinamismo tri- nitario del obrar. Por otra parte, para orientar adecuadamente los actos de las virtudes morales, es necesario ante todo considerar en qué medida ca- da uno de esos actos realiza esa “inclinatio” hacia otra persona que pro- duce la caridad. En este sentido, una abstención sexual o una opción por la sobriedad pueden ser más o menos trinitarias o pueden no serlo. En un acto de cualquier virtud moral puede haber, en mayor o menor medida, una expresión de la inclinatio de la caridad, o puede no estar presente es- ta inclinatio, en cuyo caso el acto no es meritorio y propiamente tampo-

18. K. WOJTILA, Amor y responsabilidad, Madrid, 1978, 136. 19. K. RAHNER, El año litúrgico, Barcelona, 1966, 28.30.

co es virtuoso. En esta línea, dice Tomás que la templanza del avaro no es meritoria (ST II-II, 37, 7) ni virtuosa (ST II-II, 23, 7), y Buenaventura sostiene que las otras virtudes, sin la caridad, estrictamente no cumplen los mandamientos tal como Dios los entiende.20 De cualquier manera, destaquemos que los actos que la caridad impera en las otras virtudes (ac- tos imperados) son en sí mismos más imperfectos que los actos o efectos propios (elícitos) de la caridad misma. En estos actos propios internos (la dilección) y externos (las obras de misericordia) de la caridad, se realiza principal y directamente el dinamismo trinitario del obrar humano.

6. La clave trinitaria del discernimiento moral

Entonces, dentro del edificio moral, los actos externos propios de la caridad son los actos externos más excelentes, y constituyen el paradig- ma de la excelencia ética. Por ello, son el criterio principal, la clave her- menéutica del discernimiento (ciertamente más que “la virtud” o la orien- tación “al bien” en general, más que los actos de cualquier otra virtud).

Santo Tomás ha tenido una clara visión de esta preeminencia. Para él, la bondad o la malicia de un acto se mide considerando en qué medi- da es un acto de amor o contradice al amor: “El pecado mortal es propia- mente lo que repugna a la caridad, por la cual el alma vive unida a Dios” (ST II-II,110, 4). No cabe aquí objetar que un acto contrario a cualquie- ra de las virtudes es igualmente un acto contra la caridad. Tomás, tenien- do en claro la jerarquía de las virtudes, dice claramente que se refiere a ac- tos que se oponen directamente a los actos o efectos propios de la cari- dad: “Cuando la voluntad se mueve a algo que en sí mismo (secundum se) repugna a la caridad, por la cual el hombre se ordena a su fin último, es- te pecado es mortal por su objeto. Ya sea contra el amor a Dios... o con- tra el amor al prójimo...” (ST I-II, 88, 2). “El recto uso de la gracia se ve- rifica mediante las obras de caridad” (ST I-II, 108, 2). “Se llama pecado mortal al que quita la vida espiritual, que se realiza por la caridad, por la cual Dios habita en nosotros; por lo tanto, es pecado mortal por su géne- ro propio el que por sí mismo, por su razón propia, contraría a la caridad... Como la acedia, ya que el gozo de Dios es un efecto propio de la ca-ridad, y la acedia es la tristeza del bien espiritual o divino.


20. “Secundum acceptionem divinam”: S. BUENAVENTURA, III Sent., 27, 1, 1, ad 4.


 Por eso, según su propio género, la acedia es pecado mortal” (ST II-II, 35, 3).21 Esto se puede confirmar con otro texto que no deja dudas: alguien objeta que no puede medirse la gravedad de un pecado por el daño que acarrea, porque haciendo fornicar a una mujer se la priva de la vida de la gracia, mientras matándola se le quita sólo la vida natural. Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que lo importante es lo que la persona intenta directa- mente; de modo que la gravedad de la fornicación es menor porque no se intenta directamente el daño del prójimo, como sucede en un pecado con- tra la caridad: “No vale la objeción, porque el homicida intenta directa- mente el daño del prójimo, pero el fornicario que provoca a una mujer no pretende el daño de ella sino su propio deleite” (ST I-II, 73, 8, ad 3). Que- da claro entonces que más grave es un pecado mientras más directamente se busque dañar al hermano con esa acción, lo cual contradice propia- mente a la misericordia, que es la más perfecta de las virtudes (cf. ST II- II, 30, 4). Los actos propios de la caridad, como la dilección o la limosna, son los únicos propiamente, y por sí mismos, salvíficos, mientras las de- más virtudes sólo tienen una operación salvífica en razón de la caridad, porque sin ella no hay mérito alguno en el ser humano (ST I-II, 65, 4). Podría decirse que la prudencia debe regir los actos externos, consideran- do si responden o no al orden virtuoso. Es verdad; pero para que la pru- dencia sea recta, mucho más necesaria que las demás virtudes morales es la caridad (ibid., 2.); hasta el punto que la prudencia sin ella ni siquiera es verdadera prudencia (ibid., 4, ad 1).

La primacía absoluta de los actos o efectos propios e inmediatos de la caridad, es a menudo olvidada en lo referido al discernimiento moral de los actos y opciones. Así, la insistencia tradicional en que no hay parvedad de materia en lo que respecta al sexto mandamiento, pudo llevar a colocar los pecados contra el sexto mandamiento en la cumbre de la gravedad de

21. Es cierto que Tomás dice también que no querer someterse a Dios en sus mandamientos contradice el amor a él y es por lo tanto un pecado mortal que hace perder la caridad (ST II-II, 24, 12). Pero en esta misma cuestión aclara que “no cualquier desordenada afición respecto de los medios o bienes creados constituye pecado mortal, sino sólo cuando es tal que se enfrenta a la voluntad divina. Este es el desorden que directamente contraría a la caridad” (ad 4), ya que, im- plicando una expresa voluntad de contradecirlo, no es compatible con el amor a él. Es más, To- más se refiere a un modo “indirecto” de perder la caridad, que por ello puede ser recuperada in- mediatamente (“cito”), puesto que no hay una intención directa de oponerse a Dios mismo, sino que se debe a “alguna pasión de concupiscencia o de temor”, como fue el caso de la negación de San Pedro (ad 3).

materia. Sin embargo, Santo Tomás, fiel al primado de la caridad, afirma que los pecados carnales encierran menor culpa que los espirituales, ya que los espirituales tienen más de aversión a Dios, “de la cual procede la razón de culpa”, mientras los pecados de la carne no brotan de una oposición a Dios sino de un impulso más vehemente, “que es la misma concupiscencia de la carne, que es innata” (ST I-II, 73, 5). Pero, con la misma coherencia, se preocupa por hacer una salvedad en lo que se refiere al adul- terio, ya que allí se añade una injusticia contra el cónyuge engañado (ibid, ad 1). Este lugar preeminente de la caridad fraterna como criterio hermenéutico principal en el discernimiento ético, se deriva de que al precepto de amar “como a su fin, quedan reducidos los demás” (ST II-II, 23, 4, ad 3).

También en Buenaventura encontramos esta misma concentración del bien en el dinamismo del amor fraterno. Para él hay una obra de la gracia que se manifiesta en todas las actitudes cristianas: sacar al hombre de sí mismo, romper la cárcel de su yo, hacia el cual está como encorva- do: “Por ser creado de la nada, limitado y pobre, el hombre está encorva- do sobre sí mismo, amando el propio bien... Y por sí mismo no puede erguirse”.22 El mal, en definitiva, es un desordenado amor a sí mismo: “Por ser creado de la nada, el hombre puede obrar deficientemente, y esto su- cede cuando se ama desordenadamente a sí mismo”.23 El amor desordenado al propio bien es lo que reina en todo pecado: “El deseo que reina en todo pecado se entiende cuando lo que se desea es lo propio... Como, el envidioso, cuando le molesta el bien ajeno, se deleita en algo del bien ajeno que le atrae poseer para sí... Nadie envidiaría si no amara desordenadamente el propio bien”.24 Así es el ser humano sin la caridad: una desordenada autocontemplación, una enfermiza búsqueda de sí mismo. Sin la gracia, todo lo que hace es por interés egoísta, y sólo por la gracia pue- de obrar “gratuitamente, para el bien del prójimo o para la gloria de Dios”.25 Sanando a la persona de su “curvitas”, el Espíritu Santo consigue que se eleve, para dejar de mirarse morbosamente a sí misma, de manera que pueda reconocer al otro, 26 porque “el bien es difusivo de sí, pe- ro la difusión en cuanto tal es hacia otro. Por lo tanto el bien en cuanto

22. S. BUENAVENTURA, Breviloquium, 5, 2, 3. 23. S. BUENAVENTURA, De Regno Dei, 43.
24. S. B
UENAVENTURA, II Sent. 36, 1, 2, ad 1-5. 25. S. BUENAVENTURA, II Sent. 26, 1, 2.

26. S. BUENAVENTURA, De Septem Donis 1, 15.


tal es hacia otro”.27 La caridad fraterna prolonga fuera de lo divino, ese di- namismo extático infinito que culmina ad intra en la infinita “inclinatio” del Espíritu. Por ello la caridad fraterna es el gran paradigma hermenéuti- co. Lo desarrollaremos más extensamente en un próximo artículo.

VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ 

09/02/05


[LA DIMENSIÓN TRINITARIA DE LA MORAL. I. ASPECTO MÍSTICO]

Revista Teología • Tomo XLII • N° 87 • Año 2005: 349-362

Comentarios

Entradas populares