Esperanza en tiempos de crisis desde la clave de la Teología de la Liberación





Víctor Codina*

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        Recordemos que la Teología de la Liberación (TL) nace en torno a la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar en Medellín (Colombia) hacia el año 1968 como una reflexión que parte de la realidad latinoamericana, del grito del pueblo, de los pobres que al igual que en el Éxodo claman a Dios y que fue un acto segundo según se afirma siempre en la TL porque la realidad es más importante que la teoría, como dice el papa Francisco.

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* Español, jesuita. Estudió filosofía y teología. Doctor en Teología y profesor de Teología desde 1965 en Barcelona. Residió en Bolivia desde 1982 hasta 2018 donde ejerció como profesor de Teología en la Universidad Católica Boliviana de Cochabamba alternando con el trabajo pastoral en barrios populares y con la escritura de múltiples libros.

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Y a través de este grito del pueblo crucificado se escucha la voz de Jesús, del Espíritu y esto es, diríamos, el punto de partida de cualquier reflexión que se puede hacer en América Latina. Entonces, en estos 50 años la TL se ha ido diversificando. Hay diferentes teologías de la liberación; ella se ha abierto a las culturas y religiones, a los indígenas y afroamericanos, a las mujeres y a la creación en momentos de parto, de dolores de parto.

Pero hoy la TL se abre a una crisis nueva que es la crisis de la pandemia por covid-19; algo inesperado que llega a todos los pueblos aunque no de la misma forma y que obliga a la TL a hacer una nueva reflexión, a profundizar, a enriquecerse porque al grito de los pobres se une hoy el grito de los enfermos, de los ancia- nos, de los que mueren en soledad y sin poderse despedir de los suyos, así como al grito de los médicos y los sanitarios impotentes ante tanta situación de dolor; también al grito de los jóvenes, de las personas que pierden su trabajo, de los jóvenes sin empleo, de los científicos que no hallan la vacuna... Entonces, surge la pregunta ¿hay esperanza para esta situación?

¿Dónde está Dios? ¿Es un castigo? ¿En esta vida todo acaba con la muerte? ¿Tiene sentido la vida? Las familias se pueden preguntar ¿tiene sentido engendrar hijos?

La primera palabra ha de ser la de aceptación de esta realidad, de esta realidad del coronavirus que ha puesto de manifiesto nuestra vulnerabilidad humana. No somos omnipotentes, no somos eternos, somos frágiles, somos mortales, tenemos comienzo y fin y como dice el Eclesiastés “hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir”. La muerte no puede ser un tabú. También la tierra es frágil, ha sido creada, está sometida a la corrupción y está en dolores de parto y nosotros la hemos destrozado y exprimido en busca de beneficio. Y dicen muchos que este virus está ligado a la destrucción de la naturaleza pues todo está interconectado.

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 Hemos destruido bosques, hemos destruido selvas, hemos destruido la Amazonía; todo esto a la larga tiene consecuencias porque todo está conectado como lo dice el Papa en la Laudato Si ́.

Una de las cosas que hay que decir, y que el pueblo tiene que escuchar porque quizás hemos dado otro tipo de catequesis, es que este virus no es un castigo de Dios. Dios no castiga, Dios es clemente y compasivo, respeta la creación y nuestra libertad, pide nuestra colaboración y hemos de ayudar a Dios como dice Etty Hillesum pues no podemos pedirle milagros continuamente. Más aún, Dios ha entrado en nuestra historia vulnerable; Jesús se ha hecho semejante a nosotros en todo menos en el pecado y con su vida, pasión, muerte y resurrección nos abre un camino a la esperanza.


Jesús nos libra de aquello que más nos oprime y más nos des- concierta que es el pecado y la muerte. Nadie nos puede liberar sino Jesús. Dios sufre con nosotros, Jesús sufre con nosotros. Hay una tradición judía que recuerda Etty Hillesum que de vez en cuan- do Dios se esconde en un lugar secreto y llora, porque él ve sufrir a sus hijos. ¿Dónde está Dios?, se preguntan muchos hoy. Está en los enfermos y sus cuidadores, en los que investigan la vacuna, en los que sufren y mueren solos. Pero en la pascua Jesús resucita y nos comunica su espíritu que es espíritu de vida, espíritu creador y dador de vida. El espíritu que resucitó a Jesús es el que nos resucitará también a nosotros. En los iconos orientales hay una re- presentación que me parece muy profunda en la cual se ve a Jesús descender a los infiernos, es decir, a la profundidad del mal, de la muerte y de la desolación, y salir de allí victorioso agarrando con la mano a Adán y a Eva. Es decir, Jesús hace que toda la humanidad salga a la vida con él.

Nos toca ahora retomar tanto la teología de la cruz, como la de la pascua y la neumatología. Podemos preguntarnos si no

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hemos sido demasiado utópicos en nuestra sociedad y también en la teología. Si no hemos caído en cierto optimismo ingenuo de que íbamos a transformar ciertas estructuras sociales y la misma Iglesia. Precisamente la resurrección de Jesús, su pascua, es fuente de nuestra esperanza, no estamos solos. Los salmos ya nos invitan continuamente a confiar en Dios; Dios es nuestra roca, nuestro escudo, nuestro refugio; él nos libera de la peste y de la muerte. Los profetas nos llaman a la esperanza. Habacuc tiene aquella especie de canto que a veces sale en la liturgia de las horas “Aunque la higuera no de frutos, ni el olivo de frutos, ni la viña produzca vides, aunque se destruya el ganado nosotros confiamos en Dios”. Jesús es la resurrección y la vida. Juan XXIII nos anima a no ser profetas de calamidades. En Bolivia yo he escuchado mucho, pero también en otros lugares se afirma, esta frase “Diosito nos acompaña siem- pre”. Francisco nos invita a no tener miedo, a tener confianza en el Señor, aunque parezca que la barca se hunde. Pero esta esperanza no es una invitación a la resignación y pasividad.

El Papa en un discurso reciente en la ONU con motivo de los 75 años de su fundación dijo que de esta pandemia no saldremos iguales, saldremos mejores o peores. No debemos volver a lo de antes, a la normalidad, como si nada hubiera pasado, como si no hubieran muerto 1.000.000 de seres humanos o como si no hubiera tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta destrucción de la naturaleza, tantos incendios en la Amazonía. De esta pandemia debemos de salir con la decisión de edificar una sociedad diferente, basada no en el consumo y la explotación sino en una sociedad del com- partir, una sociedad no individualista sino solidaria donde la persona esté por encima del lucro y del dinero. Una sociedad del cuidado de la salud, del cuerpo, de las mujeres, de los diferentes, de los excluidos y descartados, de los más débiles. Una sociedad basada en el respeto a la creación, a la naturaleza, donde todos estamos interconectados. Una sociedad basada en el amor y la justicia, la

  

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compasión y la misericordia, que anticipe el Reino, la transfiguración de la creación.

Entonces el Espíritu que siempre clama desde el margen, desde el caso, desde abajo, es el que ahora también clama y nos invita a transformar esta realidad.

También la pandemia nos obliga a una eclesiología diferente, no podemos identificar a la Iglesia con el templo y los sacramentos ni con el clero. No podemos olvidar aquella imagen de la plaza de San Pedro vacía y el Papa en una tarde de lluvia rezando ante el Cristo y la Virgen y dando la bendición a todo el mundo. La cuaresma y la semana santa en tiempos de pandemia nos ayudan a recuperar una Iglesia como Pueblo de Dios, como comunidad, como familia, como Iglesia de la Palabra, de la oración, del compartir, de la diaconía, una Iglesia no clerical ni patriarcal sino más laical y femenina, sinodal, que escucha y dialoga, una pirámide invertida. Una Iglesia poliédrica que sale a la calle, que es hospital de campaña; una Iglesia que refleja el Evangelio de Jesús y el Reino, una Iglesia que hace la eucaristía y una eucaristía que hace la Iglesia.

La TL, luego de 50 años se ha de abrir a esta nueva realidad, y ver en ella un kairós, un signo de los tiempos. Escuchar la voz del Espíritu y todo ello es un signo de esperanza y de vida aún en medio de la crisis.

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