TERRENOS DE LA TIERRA (Gn 2,7) Pedro Trigo








NO PODEMOS TRATAR DE LA ECOLOGÍA COMO UNA CAUSA PORQUE LA DESREALIZAMOS
Creemos indispensable asentar que somos terrenos y que tenemos que asumirnos como tales porque nos parece que existe el grave peligro de encarar el problema ecológico como una causa. Enten- demos por tal un tema que la persona defiende apasionadamente hasta llegar incluso a poner en él el sentido de la vida, pero que no hace parte de su cotidianidad. Más específicamente, la persona considera que su cotidianidad no tiene especial relieve, que es más o menos como la de la mayoría, pero que su vida merece la pena por la causa a la que se la dedica.

El que se dedica a una causa suele ser llamado militante y, en el caso de los partidos políticos y más en general de la política el que es liberado por el partido de la necesidad de ganarse el sustento y es pagado por la organización para que se dedique por entero a ella se llama liberado.

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El ejemplo más clamoroso que conozco de lo que quiero decir es el artículo “Socialismo y hombre nuevo en Cuba”, que escribió el Ché Guevara para la revista Marcha de Montevideo.1 En él se afirma que el verdadero revolucionario está animado de grandes sentimientos de amor: “Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”. Pero a con- tinuación sostiene que ese amor debe ponerse todo indivisiblemente en las grandes causas: “Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible”. Por eso no pueden ponerlo en lo que lo pone la gente ordinaria, en la cotidianidad, por ejemplo en sus hijos: “No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita. Los dirigentes de la revolución tienen hijos que en sus primeros balbuceos no aprenden a nombrar al padre”.

Si los militantes y, sobre todo, los dirigentes de entre ellos, han sido liberados de todo otro trabajo para dedicarse a hacer la revolución en el seno de la organización, de manera que viven para ella y en ella hasta el punto de que para ellos “no hay vida fuera de ella” ¿cómo sabrán que lo que piensan, sienten, deciden y ejecutan es en bien del pueblo? Si están abstraídos de su cotidianidad ¿cómo podrán saberlo? El Ché habla de la autovigilancia permanente y del estímulo de las masas; pero, en definitiva, todo depende del propio sujeto; no se plantea una interacción horizontal y libre en la fluidez de la vida. Por eso, para nosotros, esta vida generosísima, pero abstraída de la cotidianidad, abstraída de la vida para dedicarse a la Historia con mayúsculas, es, no una vida alternativa sino una vida alienada.

Un poeta venezolano lo dice muy convincentemente:

El poeta moderno habla desde la inseguridad. No tiene más asidero que la vida. Seguramente una voz queda le dice en sus adentros: La época de las causas terminó. Ya no puedes

1 En (1977) Obras escogidas de Ernesto “Che” Guevara, Ed. Fundamentos, Madrid, tomo II, 382.

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aferrarte a religiones, ideologías, movimientos, ni siquiera literarios. Se acabaron las banderas. Pero este desengaño lo libera para luchar en otra clave por lo que religiones, ideologías, movimientos dicen defender: lo religioso, lo humano, lo valedero. Esa voz que parece la del nihilismo, podría ser más bien la voz de la vida que desea recuperarnos (Cadenas, Rafael, 1983, p.5).

El mayor peligro es asumir el problema ecológico como una causa. No lo digo sólo porque la ecología está de moda sino porque ése ha sido el modo de encarar los problemas propios de la modernidad, que considera la cotidianidad como el dominio de lo privado en lo que nadie tiene que meterse. Esa, no sólo distinción entre lo público y lo privado, lo que es pertinente, sino división, lo que resulta inadmisible, es la debilidad de todas las causas, empezando por la causa de Dios.

Voy a poner este ejemplo: si yo me dedico con toda convic- ción y con toda el alma a la causa de Dios, es decir a que lo conozcan y a que él ocupe el sitio que le corresponde en las personas y en la sociedad, y considero que esta misión es tan sagrada que tengo que dedicar a ella todo mi tiempo y mis energías y por eso no tengo tiempo de relacionarme con él como hijo y con los demás como hermano, lo que diga y haga puede ser muy acertado y sonar muy convincente; pero está vacío. No lo transmito a él; sólo transmito mi convicción y mi emoción.

Todo tiene que arrancar, como dice Rafael Cadenas, de la ma- triz de la vida, que se gesta en la cotidianidad, y los proyectos tienen que ser para cualificarla y si es preciso desalinearla y reorientarla, pero desde ella, no desde fuera de ella.

Esto ¿qué significa para el tema que traemos entre manos? Que no podemos reducirlo todo al combate contra lo que en nuestras estructuras, instituciones y publicidad lleva al ecocidio. No decimos esto porque no estimemos urgentísima e incluso decisiva esta lucha, sino porque sostenemos que, si esta lucha decisiva no se da desde nuestra condición de “terrenos de la tierra”, aun en el mejor de lo casos, no dará los frutos que se esperan y que se necesitan. Así pues,

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lo primero y condición de posibilidad de todo lo demás, lo que debe legitimarlo, sustentarlo y orientarlo, es asumirnos como pertenecientes al sistema de sistemas que es la tierra y vivir desde esa conciencia e identidad.

Por ejemplo, yo vivo en Caracas y vivo como los demás procu- rando no caer en excesos ni desperdiciar. Pero lo que da sentido a mi vida es luchar con toda mi energía y sagacidad contra la devastación que el gobierno está llevando a cabo en Guayana por la minería que además de acabar con el bosque y los animales y con el hábitat de los pueblos indígenas y con ellos mismos, nos está dejando sin agua y sin luz, el mayor atropello al hábitat en América Latina y tal vez en el mundo. Lo que afirmo es que esa dedicación es radicalmente insuficiente y a pesar del empeño e incluso la heroicidad está alienada.

Si no partimos de nuestro modo de existir, que se da en la cotidianidad, entramos en contradicción con aquello por lo que com- batimos. No podemos defender la tierra desde fuera, desde la casa humana construida con materiales de la tierra, pero pretendidamente emancipada de ella, sino desde nuestra pertenencia a ella, no sólo imposible de erradicar sino elegida y querida. Si no lo hacemos así, en el mejor de los casos, sólo se logrará detener la catástrofe, posibilidad que nosotros negamos si la lucha se lleva a cabo como causa, pero no se detendrá la alienación que la está provocando.

HACERNOS CARGO DE NUESTRA PERTENENCIA A LA HERMANA MADRE TIERRA
Proponemos, como parte de nuestro ser humano, hacernos cargo de nuestra pertenencia a la naturaleza, a la hermana madre tierra,2 no sólo en el sentido de la relación con nuestra salud sino de que vivimos en ella y ella vive en nosotros. Lo más elemental de todo es que tenemos que hacernos cargo de que somos “terrenos de la tierra”.

2 San francisco de Asís: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,/
la cual nos sustenta y gobierna,/ y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba” (Cántico de las criaturas).

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Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y domi- nadores, autorizados a expoliarla [...] Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura (Laudato Sí’, n. 2).

Nos referimos a un trato cotidiano con ella en lo más elemen- tal como el aire, el sol, las nubes, los árboles, las flores, los pájaros, el viento y la lluvia, el frío y el calor, y en el trato periódico de salir a la montaña o al mar o a los campos, a lugares próximos a los que se vive.

Y, más elemental aún que este trato, tenemos que hacernos cargo de que tenemos un cuerpo que necesita constantemente reparar las fuerzas en el intercambio simbiótico con el medio y que, como cualquier mamífero y más en general como cualquier animal, se cansa y necesita descansar y reponer las fuerzas. Además, hacemos parte de este ecosistema. Si aumentara la presión nos aplastaría, si disminuyera reventaríamos; si se alterara la proporción atmosférica de oxígeno y nitrógeno, o nos ahogaríamos si disminuyera el oxígeno o todo se quemaría si aumentará; si aumentara muchísimo la temperatura nos asfixiaríamos de calor y si disminuyera demasiado, nos congelaríamos por el frío; si no hubiera luz o la luz fuera demasiado potente no po- dríamos ver, distinguir los distintos seres, y más elementalmente, no podríamos vivir. Lo mismo podemos decir si el agua no fuera potable o los alimentos estuvieran contaminados o si no tuviéramos agua o alimentos. En ambos casos moriríamos.

Como los demás seres vivos, vivimos del intercambio sim- biótico con el medio y en este intercambio lo primero es recibir, luego asimilar y finalmente dar de nosotros. Vivimos, pues, de la tierra y en el mejor de los casos aportamos a la tierra. Por eso tenemos que con- cientizar esa nuestra realidad. Tenemos que vivir conscientemente en la tierra. Al respirar hondo tenemos que disfrutar de ese aire que nos penetra en profundidad, que nos oxigena, si es puro, renovándonos. Tenemos que recibir agradecidamente ese aire fresco que nos espabila en la mañana o el agua fresca en la ducha que penetra en nuestros po- ros. O el silencio de la noche, que nos aquieta, o los ruidos del campo y más en general de la naturaleza, que nos hacen ver lo poblada que

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está de vida. O, al caminar por la ciudad, la contemplación de los árboles que crecen impertérritos en medio del asfalto, el brillo de sus hojas cuando les da el sol, el milagro de las flores en avenidas o parques. Lo mismo podemos decir del acto simplicísimo de be- ber agua: no puede ser maquinal sino corporalmente agradecido. También lo tiene que ser el comer, el alimentarse, el reparar las fuerzas. O el sueño reparador. O el contemplar las flores o los árboles. O sentir cómo la luz va despertando todo. No podemos vivir abstraídos. Tenemos que sentir nuestra íntima implicación con todo, que de hecho siempre se da, aunque no queramos reparar en ello.3

En mi caso de Caracas, por ejemplo, la grandeza, la armonía, la nobleza de la sierra del Ávila, que da paz, ánimo y alegría, a la vez que tristeza por la herida de las quemas. Pero más elementalmente disfrutar del aire fresco matutino y vespertino; de las puestas de sol mientras camino hacia la casa; de los caobos, jabillos y apamates heroicos en medio del humo del tráfico; y un milagro de alegría cuando los apamates, las acacias rojas, los tuli- panes africanos y araguaneyes florecen, además de las trinitarias.

Para muchos habitantes de ciudades asumir esa dimensión primordial de admiración de la naturaleza, de su armonía, de sus ritmos, de su energía, que supone la participación en ella, requiere de una inducción prolongada porque ordinariamente no han sido educados en ella ni menos introducidos en su misterio, que forma parte del misterio de la vida.

Si uno lee los evangelios desde esta perspectiva verá que el trato de Jesús con la naturaleza fue muy sabio, en el sentido no sólo de saber convivir y compenetrarse con ella, en el sentido más pleno de esta expresión, sino de sabor, de gusto, de gozo. Y, sobre todo, la capacidad de ver en ella la huella de su Padre, de verlo a él obrando en ella.

3 “Percibimos el medio ambiente –o incluso la naturaleza– como algo separado de nosotros mismos cuando en realidad ‘el mundo que nos rodea está también dentro de nosotros. Estamos hechos de él; lo comemos, lo bebemos y lo respiramos; es hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne’” (Boff, L./Hathaway, 2018, p.658).

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Si no partimos de esta experiencia constante de nuestro ser natural, de nuestra participación en la naturaleza, la defensa de la naturaleza se degrada a la condición de una causa, abstraída de nuestra cotidianidad.4 Y eso no humaniza ni tampoco contagia a otros. Tenemos que sabernos y sentirnos parte de ella. Y nosotros, que vivimos en grandes ciudades, tenemos que hacer ese ejercicio más conscientemente porque tenemos el peligro de abstraernos en lo construido por nosotros, en nuestro mundo, como si eso dejará fuera a la naturaleza, sin captar que son transformaciones de ella, pero en ella, no paralelamente a ella. Y sin captar, más elementalmente, que vivir en nuestro mundo no cancela nuestro ser natural, que, aunque muy transformados, seguimos siendo mamíferos y ése es nuestro metabolismo. Ladearlo, no reparar en él, no lo cancela. Tenemos que hacer justicia a la realidad y a nuestra realidad en ella.

Los medios de comunicación espectacularizan la naturaleza para que la admiremos desde fuera. Ese enfoque no expresa la reali- dad, sino que la deforman muy gravemente. Ella forma parte de un paquete que nos ofertan, que nos venden, para que lo consumamos. Y consumirlo nada tiene que ver con vivir en ella formando parte de ella. Por eso tenemos que tomar en nuestras manos el hacernos cargo y el ejercer nuestra condición de “terrenos de la tierra”.

Esta comunión con la tierra ha sido muy bella y profunda- mente desarrollada por el Papa Francisco referida a la Amazonia. Lo que dice de ella lo podemos decir de toda la tierra: “Aprendiendo de los pueblos originarios podemos contemplar la Amazonia y no sólo analizarla, para reconocer ese misterio precioso que nos supera. Podemos amarla y no sólo utilizarla, para que el amor despierte un interés hondo y sincero. Es más, podemos sentirnos íntimamente unidos a ella y no sólo defenderla, y entonces la Amazonia se volverá nuestra como una madre. Porque ‘el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre

4 Sobre la trascendencia de la cotidianidad véase Benjamín González Buelta (2015), Ma. Dolores López (2014, p.179-210), Ada María Isasi-Díaz (en Fornet- Betancourt, 2003, p.365-383).

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nos ha unido a todos los seres’” (55). “Si entramos en comunión con la selva, fácilmente nuestra voz se unirá a la de ella y se convertirá en oración” (...) Esta conversión interior es lo que podrá permitirnos llorar por la Amazonia y gritar con ella ante el Señor” (56). “Si no- sotros acudimos ante ese clamor desgarrador, podrá manifestarse que las creaturas de la Amazonía no han sido olvidadas por el Padre del cielo” (57). El Papa nos pide contemplar la tierra en la que vivimos y no sólo analizarla, amarla y no sólo utilizarla, sentirnos unidos a ella y no sólo defenderla. Entonces la tierra se volverá realmente como una madre y nuestra voz se unirá a la de ella y se convertirá en oración. Y lloraremos por las heridas inferidas y clamaremos con ella al Señor. Para nosotros el grito de la Tierra al Creador, es semejante al grito del Pueblo de Dios en Egipto (cf. Ex 3,7). Es un grito de esclavitud y abandono, que clama por la libertad. (52).

ASUMIR NUESTRO PODER SOBRE LA NATURALEZA CON SENTIDO DE PERTENENCIA Y LIBERTAD RESPONSABLE Y PARA ESO ASUMIRNOS FORMANDO UN CUERPO CON LA HUMANIDAD
Naturalmente que no somos meramente terrenos de la tierra. Desde esta condición asumida y gustada, formamos parte de la humanidad y somos tús de Dios. Naturalmente que la humanidad está en la tierra. Pero no es meramente una de las especies que la pueblan. Ella puede acabar con la vida del planeta y también puede optimizarlo. Puede decidir sobre él. No lo pudo siempre; se pasó muchos milenios intentando lograr una regularidad, relativamente independiente de las fluctuaciones del medio. Lo logró y logró incluso la capacidad de influir en él. Es la época actual: hemos llegado al Antropoceno.

Ahora bien, aunque se le haya olvidado, el ser humano decide siempre desde dentro, desde la pertenencia a la tierra, de tal manera que, si acaba con la vida, se suicida; por eso su poder es ambivalente. Un poder usado hasta ahora más para destruir que para cuidar y optimizar. Somos, pues, seres naturales que tenemos ese poder, que lo hemos ido adquiriendo por la ciencia y la técnica. Somos una especie animal que se ha ido empoderando. Capacidad que nos sitúa en otro orden que las demás especies. Poder que implica una gran responsabi-

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lidad. Que por ahora nos cuesta mucho asumir. Pero que esperamos que la asumamos por fin, antes de que sea demasiado tarde.

Los dos primeros capítulos del Génesis se escriben en el neolítico, cuando este poder comenzaba a hacerse patente con el cultivo de las semillas y la domesticación de los animales, con la talla de la madera y el trabajo del barro para hacer ladrillos y vasijas y la talla de la piedra y el laboreo de los metales. En el primero se insiste que los seres humanos no están sometidos a las fuerzas tiránicas de la naturaleza sacralizadas: los Baales, que exigían, por ejemplo, el sacrificio de los primogénitos para permitirles hender el arado. Los seres humanos tienen que dominar estas fuerzas. Ése es el sentido de la historia humana. Pero en el capítulo segundo se especifica que ese dominio es para optimizarlas cultivándolas y para cuidarlas.

La modernidad ha interpretado malamente lo primero, el dominio, omitiendo lo segundo, el cuidado y el cultivo, que es su es- pecificación, es decir, su contenido concreto. Ahora bien, es cierto que la institución eclesiástica no ha protestado por esta interpretación, de manera que casi se puede decir que la había hecho suya, adaptándose acríticamente a la dirección dominante de una dirección histórica que ahora se revela no sólo suicida sino irresponsable.

El problema que confronta la humanidad respecto del resto de la vida es el mismo que confronta con respecto de ella misma: no se asume como una unidad personalizada. O, más exactamente, unos pocos individuos y grupos se absolutizan a ellos mismos y no se ven simbióticamente unidos a los demás, no se perciben formando cuerpo con ellos. Por eso estos individuos y grupos humanos traba- jan para ellos mismos, utilizando meramente a los demás para sus fines particulares y prescindiendo de los que no les reportan ninguna utilidad; incluso no tienen ningún reparo en sacrificar a quienes les resultan un obstáculo5.

5 Así dice el papa Francisco: “Hoy no cuenta la persona, cuentan los fondos, el dinero. Y Jesús, Dios, dio el mundo, toda la creación, la dio a la persona, al hombre y a la mujer, a fin de que la sacaran adelante; no al dinero. Es una crisis, la persona está en crisis porque la persona hoy –escuchad bien, esto es verdad– ¡es esclava! Y nosotros debemos liberarnos de estas estructuras económicas y sociales que nos

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Si eso hacen respecto de toda la humanidad, obviamente que también lo hacen con el resto de la tierra sin ningún reparo.6

Es el paradigma de Babel: unos pocos quieren vivir como dioses, es decir, como ellos se imaginan que vive Dios, y por eso hacen una torre para despegarse de la tierra y subir hasta el cielo. Ellos comandan las obras; quienes las ejecutan son la mayoría, convertida por ellos en hormigas disciplinadas y laboriosísimas. Someten a la mayoría para despegarse de la tierra. La alternativa de Dios a esta homogeneidad impuesta y a este confinamiento en un punto para despegarse de la tierra es la heterogeneidad libre que vaya ocupando la tierra, viviendo en ella armoniosamente y conviviendo entre sí. Así lo visualiza el Papa Francisco: “Desde nuestras raíces nos sentamos a la mesa común, lugar de conversación y de esperanzas compar- tidas. De ese modo la diferencia, que puede ser una bandera o una frontera, se transforma en un puente. La identidad y el diálogo no son enemigos. La propia identidad cultural se arraiga y se enriquece en el diálogo con los diferentes y la auténtica preservación no es un aislamiento empobrecedor” “La diversidad no significa amenaza, no justifica jerarquías de poder de unos sobre otros, sino diálogo desde visiones culturales diferentes, de celebración, de interrelación y de reavivamiento de la esperanza’” (Francisco, 2020, p.37-38).

¿Cómo ayudar a éstos que se despegan de los demás y viven en bunkers y en paraísos aislados a que se hagan cargo de la realidad de que son parte de la humanidad y de la tierra y que su suerte no se puede separar de la de ellas, y a que comprendan que ejercer ese poder que sienten, no como lo hacen, despóticamente sino con responsabi- lidad, no es ante todo un sacrificio, sino, más aún, una dirección vital

esclavizan. Y ésta es vuestra tarea” (Conversación con alumnos de escuelas jesuitas de Italia y Albania: 7/06/2013).

6 Por eso nosotros comenzamos por la liberación, continuamos con los pobres como sujetos y concluimos con la vida. Acabo de publicar un libro titulado (2018) Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo en el cristianismo latinoamericano, Sal Terrae, Maliaño. Como se trata de un análisis genético estructural, al tratar del Dios del postconcilio comienzo tematizando “El Dios Liberador” (151-185), sigo con “El Dios de los pobres” (187-207) y después “El Dios de la vida” (209-235). Es el resultado de entrar cada vez más adentro de la realidad.

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humanizadora que proporciona una alegría que no puede dar el uso del poder para beneficio individual?

En teoría existe democracia para que la mayoría imponga la fuerza de la ley a estas pretensiones insolidarias de dominio total. Pero en realidad, aunque ha habido épocas en las que este sistema ha funcionado más o menos, hoy no existe en ningún país. Como insiste el Papa Francisco, hoy gobiernan totalitariamente los consorcios globalizados y más todavía los grandes financistas.7 Y es un sistema que no duda en matar.8 El dinero y el poder son verdaderos fetiches que viven de víctimas. No caen en cuenta de que al negar la realidad, porque toman en cuenta sólo sus ganancias, no sólo se deshumanizan, sino que se están labrando su propia ruina junto con la de los demás: no se van a salvar de la catástrofe que están causando.

Por eso los que nos asumimos como parte de la humanidad y parte de la tierra y tús de Papadios tenemos que ejercitar esas rela- ciones que nos constituyen para llegar a formar verdaderos cuerpos sociales y un cuerpo social articulado, que no discrimine, ni siquiera a los discriminadores, que se asuma como parte de la tierra, para enderezar el rumbo partiendo de asumir nuestra condición de seres naturales y formando ambientes realmente democráticos y amigables con la naturaleza, hasta que lleguemos a cambiar el horizonte de con- sumo, en el que mundo equivale a mercado y el circuito producción- consumo se agranda y acelera, de modo que los desechos lleguen a contaminarlo todo.

Desde el incremento de las relaciones gratificantes y humaniza- doras, que exigen, ciertamente una autolimitación y una entrega desinteresada, pero que proporcionan una alegría, que no se puede lograr por el uso individualista del poder y el consumo desaforado, el

7 “El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos” (LS 54,57-58,109,189,203).

8 “Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata” (Evangelii Gaudium 53).

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consumo será sólo de lo necesario y conveniente, y la investigación y la técnica y la producción irán encaminadas a optimizar la tierra y nuestro modo de vivir en ella, y no al margen de ella usándola como mera cantera de recursos.

Así pues, respecto de nuestra relación con la tierra, lo perti- nente es la pertenencia gustosamente asumida y la responsabilidad, que no implica sólo el cumplimiento de nuestros compromisos sino relaciones simbióticas, como uso de nuestra libertad, que es un ar- mónico del amor (Guridi, Roman, 2018, p.171-187).

Pero esto requiere un esfuerzo sostenido de educación. Es lo que dice el Papa referido a la Amazonia y que tiene que ser entendido como referido a toda la tierra:

podemos dar un paso más y recordar que una ecología integral no se conforma con ajustar cuestiones técnicas o con decisio- nes políticas, jurídicas y sociales. La gran ecología siempre incorpora un aspecto educativo que provoca el desarrollo de nuevos hábitos en las personas y en los grupos humanos. Lamentablemente muchos habitantes de la Amazonia han ad- quirido costumbres propias de las grandes ciudades, donde el consumismo y la cultura del descarte ya están muy arraigados. No habrá una ecología sana y sustentable, capaz de transformar algo, si no cambian las personas, si no se las estimula a optar por otro estilo de vida, menos voraz, más sereno, más respetuoso, menos ansioso, más fraterno (Francisco 2020, p.58).

COMO CRIATURAS DE DIOS, CON EL PODER QUE NOS DA DE INCIDIR EN LA NATURALEZA, NUESTRA RELACIÓN CON ELLA ES DAR LUGAR Y SERVIR, DESDE LA NECESIDAD QUE TENEMOS DE OCUPAR EL NUESTRO Y DE SER AYUDADOS

Respecto de la relación con Dios, por lo que toca a este tema, ella nos insta a tener el mismo tipo de relación que él tiene con la naturaleza. Naturalmente que no puede ser el mismo porque él es el Creador y nosotros pertenecemos a la creación. Como criaturas, tenemos que aceptar su relación de amor constante que nos pone en la existencia.

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En ese sentido somos hijos de amor y no, primariamente, del azar y la necesidad. Tenemos que asumirnos como tales en el seno de la creación. Por tanto, tenemos que mirar a las cosas con aire de familia. Tenemos que aceptarnos en esa casa común, dada por él, que es de to- dos y de nadie. Es decir, que es para que convivamos armónicamente los seres humanos y el resto de las criaturas.

Ahora bien, como estas criaturas humanas que somos en el seno de la humanidad, sí nos pide que tengamos con el resto de las criaturas una relación semejante a la que él tiene con todas ellas. Esa relación es de darles lugar y de servirlas. La metáfora es que Dios antes de crear se encogió para darnos espacio.9 Es metáfora porque el infinito no ocupa todo el lugar, simplemente no ocupa lugar. Y porque el amor infinito sirve sin necesidad de ser servido. La diferencia con Dios es que también tengo que darme mi lugar y aceptar los servicios de las demás creaturas. Porque soy una criatura y no Dios. Pero, sabiéndome un ser de necesidades, tengo que dar de mi pobreza y recibir con agradecimiento. No tengo que aspirar a ocupar cada vez más espacio sino a compartir horizontal y abiertamente y a hacer espacio para que cada vez quepan, que- pamos, más mancomunadamente.10

En esto consiste la condición de imagen de Dios, que el Cre- ador nos ha dado a los seres humanos.11 En este tipo de relaciona- miento, que evoca a las relaciones subsistentes en que consisten las personas divinas, unas relaciones que a la vez diferencian (Padre, Hijo y Espíritu) y unen (un solo Dios verdadero). Las relaciones tienen que engendrar alteridad y comunión.

Esas relaciones tienen que ser ejercidas de tal manera que expresen el modo de ejercer la responsabilidad aneja al poder que nos ha dado para cuidar y optimizar la naturaleza12, que excluye en- tenderlo como dominio para fines privados, desconociendo su propia

  1. 9  op, 267-272.

  2. 10  “El tiempo es superior al espacio” (véase Evangelii Gaudium 222-225)

  3. 11  op 195-223.

  4. 12  op, 297-313.

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legalidad, es decir tomándola, no como mera cantera de recursos sino como la casa común en la que habitamos, a la que pertenecemos y que estamos llamados por Dios a optimizar.

NO ASUMIRNOS COMO TERRENOS DE LA TIERRA ES IDOLATRAR

Idolatrar no es pretender ser como Dios, ya que Dios nos ha creado a su imagen y quiere que sigamos su ejemplo a la medida del don recibido. Si la creación no es un acto puntual, al modo de la causa eficiente, sino una relación de amor constante que pone fuera de sí a lo que es distinto de sí y lo mantiene ante sí libre de sí, vivir como creaturas es recibir consciente y agradecidamente ese amor constante y corresponderle, viviendo desde él en todas las esferas de la vida. La relación de amor personalizada y por eso personalizadora que tiene Dios con nosotros nos hace capaces de amar y nos llama a vivir amando. En esto consiste ser como Dios, que es únicamente amor, amor infinito.

Por tanto, ser como Dios no es una pretensión pretenciosa, fatua, digamos pueril, de los seres humanos sino corresponder a la relación constante de Dios con nosotros. No querer ser como Dios es no querer amar, que es no sólo ser infieles a la relación gratuita que nos funda sino vaciarnos de sustancia humana, deshumanizarnos. Así pues, no sólo no hay nada malo en querer ser como Dios, sino que no querer serlo nos desustancia como seres humanos.

Idolatrar es pretender ser como nosotros nos imaginamos a Dios. El presupuesto de idolatrar es no ejercer nuestra condición de imágenes de Dios, porque, si lo hiciéramos, amaríamos y no tendría- mos ningún interés en algo que no fuera amar y menos aún en algo que niegue el amor. Si amo, me abro a lo que es Dios, le vivo a Dios (1Jn 4,7.12.16) y eso me llena tanto que no tengo ningún interés en imaginarme cómo es Dios. Ya sé lo que es: tengo conocimiento interno de él. ¿Qué sentido tiene ponerme a imaginarlo?

Queremos ser como pensamos que es Dios cuando no asumi- mos nuestra condición humana real con alegría y agradecimiento, porque no estamos conformes con ella y queremos llegar a ser lo que no somos. No en el sentido de realizar todas nuestras potencialidades poniendo en funcionamiento todas nuestras dotes, que eso tiene

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pleno sentido porque en eso consiste amar en concreto, sino en el de llegar a ser otra cosa que nos imaginamos y que nos parece mejor que lo que somos y Dios es lo que nos imaginamos mejor de todo. Queremos ser otra cosa, no porque ya hayamos llegado al culmen de nuestras potencialidades y nos parezca que se quedan cortas, sino porque ni siquiera nos conocemos, porque no estamos centrados en el proceso arduo y apasionante de llegar a ser lo que somos. Porque somos en proceso y este proceso se realiza en el intercambio simbiótico con el medio.

En el capítulo segundo del Génesis se dice que en el paraíso Dios sembró muchos árboles para que comieran los seres humanos, pero les prohibió que comieran del árbol de la vida y del árbol del bien y del mal (Gn 3,9.16-17). El primero porque somos seres vivos, no dueños de la vida. Y los seres vivos nos caracterizamos por el inter- cambio simbiótico con el medio en el que lo primero es recibir, luego, asimilar y finalmente dar de nosotros. Si comenzamos recibiendo, somos puestos en la vida por otros, no somos nosotros los dueños de la vida. El segundo porque originalmente somos sólo buenos, aunque relativamente buenos; porque bueno, bueno, lo que se dice bueno, es decir, enteramente bueno sólo es Dios.

Dios no conoce el mal. Lo conoce únicamente por sus efectos en nosotros. Conocer el mal, estar por encima del bien y del mal, no es ser como Dios. Al contrario de la pretensión de estar por encima, es decaer de nuestro ser,13 descaecer, ser menos, estar divididos. Y por eso, pretender esconderse de Dios por la autoconciencia de no estar en buenas condiciones, de no estar presentables. Y por eso, el temor de Dios, que no responde a la realidad de Dios sino también a la falsa imagen de él, porque Dios, el único que existe, el verdadero, no les condena ni les echa en cara su pecado, sino que les pregunta. Y ellos no asumen su responsabilidad, sino que cada uno se descarga en el otro (Gn 3,8-13).

13 Por eso al referirnos a ese primer pecado al que se refiere la Biblia, hablamos de la caída. Véase Paul Ricoeur (2004), Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid, 387-395.

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Ahora bien, si en alguien no se da ese proceso paradig- mático que desencadena el Dios verdadero con su relación de amor constante y no se da porque no se actúa el amor que Dios nos da y que nos constituye, el que comete el mal, como vive al margen de Dios, se cree que es más porque no tiene ninguna cortapisa, porque hace lo que le da la gana o, más astutamente, se deja llevar por su pasión dominante con lo que se unifica en torno a algo subalterno y logra hacerse un feudo, lo que él piensa que es elevarse sobre los demás y ser alguien.

Ése, en contra de lo que le propone la tentación, tampoco está conociendo el bien y el mal. Es crucial hacerse cargo de que esa posibilidad no existe; cuanto más se entregue uno al mal, menos conoce el bien y al contrario. Así pues, lo que propone la tentación es ilusorio. Sin embargo, el punto de verdad es que no existe el mal absoluto, así como sí existe el bien absoluto, que es Dios. Así pues, en la edificación del mal siempre hay bienes subalternos, que es en lo único en que se fija el que lo comete. Y puede llegar a estar muy orgulloso de ellos y ser por eso muy alabado, sin caer en cuenta él ni los que lo alaban que son bienes subalternos, no bienes últimos. Son males, que como existen, contienen algo de bien.

Esa persona que ha roto la armonía interior y va a la deriva o se ha entregado a su pasión dominante, al no asumir su ser completo y el modo como está estructurado, ya no se asume como terreno de la tierra y por eso no quiere poblarla y cultivarla para que dé de sí sino que se empeña en explotarla y hacer una construcción que llegue hasta el cielo para igualarse con Dios, con lo que él cree que es Dios: el que está más arriba de todos y de todo (Gn 11,1-9).

Es el paradigma de Babel, que consiste en reducir a los demás seres humanos a la condición de hormigas disciplinadas a su servicio y a la tierra a la condición de materia prima para su construcción, que le posibilite estar en el lugar de Dios: tocando el cielo, lo más arriba posible. No se dan cuenta que esa ruptura de la comunión con los demás y con la tierra los desustancia, los deshumaniza. Y además al oprimir la realidad con la injusticia (Rm 1,18) quitan vida y hoy esta incidencia es tan grave que está rompiendo la cadena de la

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vida poniéndola en peligro y así poniéndose en peligro ellos mismos, aunque ellos creen que están tan arriba que estarán siempre a salvo. Como insiste el Papa Francisco en la Laudato Si’, van de la mano la ruptura de la relación armónica con la naturaleza y con los seres humanos. La misma actitud de fondo provoca ambas. Y por eso

no se puede resolver una sin la otra14.
Esto se ve también en el sentido de la prohibición de comer del

árbol de la vida. Los seres humanos somos vivientes, seres animados que dan vida, es decir que comienzan recibiendo para luego dar; no son, pues, dueños de la vida ni creadores de ella. Y ese comienzo no se queda atrás: el ser humano siempre tiene que recibir aire puro, alimentos sanos, una determinada humedad, presión, temperatura y luminosidad, sin lo que no pueden vivir de ningún modo. Somos de la tierra y tenemos una responsabilidad respecto de ella: cultivarla en nosotros y en todo para optimizarla.

Y sin embargo, la investigación avanza desde el presupuesto metodológico de Descartes, para quien lo único inmediato a no- sotros con lo que nos identificamos es con la mente que piensa. La res extensa, nuestro cuerpo y toda la tierra y los seres que existen son cosas, materia prima para lo que seamos capaces de hacer. La mente aspira a vivir con los artefactos hechos por ella, no sólo en el sentido de que ellos sean cada día más íntegramente su hábitat, que sustituya al natural, sino que lo constituyan a él. Sin acabar de aceptar que el aire, los alimentos, la luminosidad, la temperatura, la humedad y la presión no son cosas sino los signos de nuestra condición insoslayable, no sólo de pertenecientes a lo creado sino específicamente de terrenos de la tierra.

Esto es idolatría porque es considerar que Dios es pura mente con la que hace lo que quiere y así realiza su poder y se realiza a sí mismo. Se trata de hacer lo mismo, hasta donde se sea capaz y este colectivo de científicos-técnicos piensan que no hay límites. Pero, volvemos a

14 “Hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (n. 49).

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insistir, eso es idolatría porque ese dios no existe. El único Dios que existe es únicamente amor, amor infinito, y el poder que tiene es el que es compatible, incluso expresión, de ese amor en qué consiste. Es claro que esa pretensión de este colectivo no es expresión de amor sino de hybris: la embriaguez que da experimentar la energía, el poder y el dominio.

La negación más radical del problema ecológico se da hoy en el intento en marcha de hacer posthumanos y por tanto de considerar a los seres humanos actuales como mera materia prima para lo que ellos, ese colectivo, sean capaces de hacer.

No se trata de la ingeniería genética, que trata de optimizar lo que somos y lo que es la vida, pero entendiendo que la vida, toda vida, tiene edad. Nosotros somos testigos del nacimiento de una nueva edad, desconocida hasta la generación de nuestros padres y que actualmente estamos viviendo nosotros: la tercera edad, distinta de la edad adulta y de la vejez y entre ambas. Eso nos da pie para pensar que pueden darse muchas más mejoras, teniendo en cuenta que para nosotros estas mejoras son sólo relativas, porque para nosotros lo pretendido absolutamente es vivir humanamente. En mi país, Venezuela, desde los años treinta del siglo pasado a los años setenta, en esos cincuenta años, el promedio de vida aumentó el doble. Y nos tenemos que felicitar, aunque eso no signifique que seamos doblemente humanos, porque esos años de más se han podido vivir humana o inhumanamente o más o menos. Pero de todos modos es un avance y tenemos que felicitarnos los que lo estamos viviendo y agradecer a quienes lo han hecho posible. Todo eso está en marcha y para nosotros tiene pleno sentido y tratamos de vivirlo desde nuestra condición de terrenos con la responsabilidad que entraña.

Pero también está en marcha la pretensión de que no exista la vejez ni la muerte. Y, más todavía, la de llegar a constituirnos en post- humanos, mediante la manipulación genética y la nanotecnología. Como también está programándose la creación de subhumanos con altísimas capacidades en unos campos y casi nula libertad para que sirvan a esos posthumanos. Para los que están en este intento todas son variables. Hasta el propio cerebro, que en parte es proyectado

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como ayudado por computadoras incorporadas a él y que también en parte puede ser sustituido por ellas.

Es obvio que quienes planean esto no se consideran ni terre- nos de la tierra ni humanos de la humanidad. Se consideran cerebros que planean y buscan hacer realidad lo que planean. Ha desaparecido completamente todo sentido de pertenencia, tanto a la tierra como a la humanidad, como incluso a sí mismos. Aquí ser como dioses es suscitar posibilidades y darlas a luz. No existen ni el bien ni el mal. Existe la emoción de suscitar las poderosidades de la realidad.15 Y para sus amos, además de la posibilidad de participar de este aumento exponencial de poder, llegando a ser eso que se programa y promete, está el proyecto de aumentar su riqueza y su poder, al ser dueños de estas novedades portentosas.

Aquí el amor como fuente constante y concreta de todo está sustituido por el saber científico técnico que da poder, en el doble sen- tido de que empodera como individuo y de que aumenta el dominio sobre los demás. Esa es la idolatría, la pretensión de ser como dios, a quien se lo concibe como poder. Es idolatría, hemos insistido, porque ese dios no existe, gracias a Dios. Ese poder no es el del amor, un poder simbiótico, que se derrama, que enamora, en el sentido textual de enraizar en el amor, un amor activo que se expresa en respectividad positiva y en redes de relaciones horizontales de entrega gratuita de sí. Ese poder desconoce el amor. Lo cambia por el deseo posesivo: relación unidireccional y fundamentalmente asimétrica ya que él no se entrega a nadie y pretende dominar sobre todo lo que cree que merece la pena y descarta absolutamente todo lo demás.

Si desconoce radicalmente la fraternidad humana, más desconoce todavía la pertenencia a la naturaleza. Sólo la concibe es- pectacularizada, como la vende la publicidad como parte de paquetes turísticos o de venta de paraísos terrenales. Y así compra un lote de ella. No se capta a sí mismo de ningún modo como terreno de la tierra. Esas constantes que dijimos (agua, aire, alimentos, presión, luminosidad, temperatura, humedad) las toma en cuenta como las

15 “Poderosidad es la dominancia de lo real”, véase Zubiri, Xavier (1988, p.27).

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condiciones para optimizar su bienestar y por eso trata de regular- las artificialmente, lo mismo que hace con otros ingredientes de su buen vivir, que nada tiene de común con la vida buena de los pueblos indígenas ni con vivir humanamente desde el paradigma de Jesús de Nazaret que proponemos los cristianos.

CONCLUSIÓN

Acabo por donde comencé: vivir como terrenos de la tierra y vivirlo con la responsabilidad que eso entraña, no se suele proponer en nin- guno de los foros públicos: ni en la educación ni en los foros sociales ni en los políticos, obviamente que no en los económicos, ni en los éticos ni en los religiosos ni, casi con la excepción del Papa Francisco, en los específicamente cristianos.

Sí se propone y cada vez con más fuerza la atención al prob- lema ecológico y se insiste que el no desequilibrar la naturaleza tiene que empezar por las prácticas propias en todos los ámbitos donde uno se mueva. Esto es mucho y tenemos que apoyarlo consistentemente. Pero insistimos en que es radicalmente insuficiente, si no está en- raizado en la asunción de nuestro ser terrenos de la tierra. Y que esto, aunque se puede y se debe cultivar en la familia y en los ambientes en los que nos desenvolvemos, es una tarea fundamentalmente personal, que no podemos ahorrarnos. Pero no lo haremos hasta que no nos captemos concretamente en esa compenetración, en esa interrelación, también en esa dependencia permanente. Y hasta que no lleguemos a saborear ese estar en la tierra y por tanto estar entre ella y estar con ella. Hasta que eso no sea una vivencia permanente.

De ahí tiene que venir toda genuina responsabilidad. Porque no somos sin más unos seres vivos entre otros: tenemos conciencia de nosotros y de los demás y de la interrelación, y cada vez más podemos incidir sobre ella, tanto para optimizarla como para destruirla. Ten- emos que pasar de que predomine la destrucción a que predomine el cuidado optimizador.

No hacerlo es idolatrar, que significa no aceptar nuestra pro- pia realidad de seres a imagen de Dios que reciben su amor y viven amando, con lo que esto implica de relaciones horizontales, gratuitas

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y abiertas de entrega de nosotros mismos y de recibir la entrega de los demás y de lo demás, de la tierra, y, en vez de eso, proyectar una realidad fantástica y dirigirnos hacia ella, o absolutizar algo relativo, la inteligencia científico técnica y el ansia de poder y en definitiva absolutizarnos a nosotros mismos (que eso es lo que entendemos ser como dios), y supeditar a ello lo demás, tanto lo demás de nosotros mismos, en definitiva nuestro cuerpo, como de los demás, es decir sus cuerpos y sus posesiones y sus proyectos, como de lo demás, de todas las cosas, de la tierra; todo mera materia prima para nuestra voluntad de poder.

Ahora bien, la mayoría de los seres humanos no participa de ese colectivo. Por tanto sólo accede a esta pretensión por la vía del espectáculo, una manera vicaria de vivir: vivir viendo. Pero los medios tienen tanto poder de meterlo todo por los ojos (y también por los oídos), que para no poca gente es suficiente. Ahora bien, el que participa de esta pretensión a través de los medios, necesita complementarla con la pretensión de hacer lo que uno quiera, es decir, necesita colocarse lo que él piensa cómo estar más allá del bien y del mal. Ya hemos insistido que esta pretensión de ser como dios es ilusoria, no sólo porque ese dios no existe sino porque de hecho me coloco en el mal. Es decir que el mal no lo es porque esté prohibido sino porque hace mal, porque quita sustancia, porque desrealiza. Por eso el que se ve a sí mismo al margen de cualquier prohibición, siendo su voluntad autónoma o más bien autárquica la única fuente de sus actos, en primer lugar se engaña porque en muchísimas cosas tiene que ple- garse a los requerimientos de la realidad sin los que no puede vivir y en otros a los del orden establecido que le da medios para hacerlo; pero además se devalúa, pierde peso, realidad, porque el ser humano es un animal de realidades (Zubiri, Xavier, 2007, p.22-41) y no puede saltársela impunemente.

Por eso asumirnos como terrenos de la tierra es un aspecto sustantivo e ineludible de nuestra condición de animales de realidades. Asumirnos como tales con el gusto y la responsabilidad que entraña forma parte del ser honrados con la realidad y hacerla justicia, que es lo que nos humaniza.

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BIBLIOGRAFÍA

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