Semana del Espíritu Santo (28,5 -- 4, 6). Síntesis teológica




Xabier Pikaza

Semana del Espíritu Santo (28,5 -- 4, 6). Síntesis teológica
Ésta ha sido y sigue siendo la Semana del Espíritu Santo, que comienza en Pentecostés y culmina en la Trinidad.
Es una ocasión para ofrecer un compendio de Teología Bíblica del Espíritu Santo, tomada de Diccionario de la Biblia y de Teología bíblica. Buena semana a todos.
29.05.2023 | X.Pikaza
Historia de Israel, esperanza del Espíritu
Dios es Espíritu (cf. Jn 4, 24), no en forma de esencia inmaterial fijada en sí, sino como principio creador y presencia vida: “En el principio... la tierra era caos, pero el Espíritu (ruah) de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: hágase la luz... sepárense las aguas...” (cf. Gen 1, 1-6). Esta dualidad del Dios Uno que actúa como Espíritu y Palabra culmina en la creación del hombre:
Formó Dios al hombre con tierra del suelo e insufló en su nariz Espíritu de vida y fue el hombre un ser viviente... Y Dios le dijo: De cualquier árbol del jardín puedes comer, pero no del árbol del conocimiento del bien y del mal… (Gen 2, 7.16-17).
Esta acción y presencia de Dios como espíritu se expresa no sólo en la vida de los hombres, sino en la totalidad del mundo como sabía Gen 1, 2 (el aliento de Dios sobre el abismo) y como ratifica, en otra perspectiva, Dante Alighieri en la Divina Comedia, cuando habla del amor que mueve el sol y a las estrellas (Paraíso, XXXIII, v. 145). Más que en el sol y las estrellas, asistidas y movidas por el Espíritu/Amor de Dios, la Biblia en el Espíritu/Amor que se despliega y revela en la historia de liberación de los hombres:
Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo soplar durante toda la noche un fuerte Espíritu (ruah) del oriente que secó el mar y se dividieron las aguas (Ex 14, 21). El fondo del mar quedó a la vista, los cimientos del orbe desaparecieron, ante la increpación de Yahvé, al resollar de la Ruah en sus narices (2 Sam 22, 16; cf. Sal 18).
El mismo Aliento cósmico (creación) aparece principio de salvación para los hebreos, en una línea que la Biblia aplica después a los liberadores carismáticos o jueces (cf. Jc 3, 10; 6, 34; 11, 29; 1 Sam 11, 6, etc.) y de un modo especial a los profetas, que transmiten la palabra de Dios (cf. cap. 5). El AT en su conjunto evoca diversas formas de presencia salvadora, activa del Espíritu. Aquí insistiré en cuatro signos por la importancia que ellos tienen para interpretar la vida y obra de Jesús, Ungido por Dios con el Espíritu:
‒ Espíritu social de buen gobierno. El AT anuncia la llegada del mesías gobernante davídico, ungido por Dios con el Espíritu para guiar al pueblo. Puede tener rasgos guerreros, pero son más significativos los de buen gobernante, que puso de relieve el Primer Isaías: “Saldrá un vástago de la raíz de Jesé, y brotará un retoño de sus raíces. Reposará sobre él la ruah de Yahvé, ruah de sabiduría e inteligencia, ruah de consejo y fortaleza, ruah de ciencia y temor de Dios...” (Is 11, 1‑2). Hombre de Espíritu es, por tanto, aquel que guía bien al pueblo, liberándole de los riesgos de destrucción social en que se encuentra[1].
‒ Espíritu profético de liberación. El AT conoce bien la figura de un ungido profético, un tema que ha sido destacado por la tradición del Tercer Isaías “El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, porque Yahvé me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar liberación a los cautivos; libertad para los presos; a pregonar un año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios…” (Is 61, 1‑2; cf. Lc 4, 18-19).
‒ Espíritu carismático de renovación interior. La presencia de Dios suscita una más honda experiencia religiosa en el conjunto del pueblo: “Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne; profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos tendrán sueños sagrados, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas, derramaré mi Espíritu aquel día” (Joel 3, 1‑2)[2].
‒ Espíritu de resurrección o nuevo nacimiento. Se puede hablar finalmente del Espíritu de resurrección (cf. en Ez 37, cf. cap. 6), que se expande y despliega como principio de nacimiento más alto y purificación del pueblo: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; os purificaré de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo, infundiré sobre vosotros un ruah nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi ruah en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos...” (Ez 36, 25‑27).
Éstos y otros “signos” (manifestaciones) del Espíritu se hallaban latentes en el fondo de la experiencia religiosa del pueblo Israelita, sobre todo en sus capas populares, enriqueciendo la religiosidad del pueblo y fortaleciendo su esperanza. Ciertamente, había algunos “maestros” que decían que el Espíritu de Dios se mantiene en silencio, de forma que sólo actúa por medio del sometimiento y obediencia a la Ley, tal como empezaba a ser interpretada por los nuevos rabinos[3]. Pero no todos aceptaban este esquema, no todos creían que el Espíritu estaba callado y que sólo actuaría cuando llegaran los tiempos finales, sino que había muchos que afirmaban que el Espíritu de Dios estaba ya actuando de un modo especial, pues se habían cumplido los tiempos, como dice Jesús en Mc 1, 14‒15 y ratifica San Pablo (Gal 4, 4).
En ese último sentido, algunos judíos apocalípticos hablaban de la presencia del Espíritu de Dios en un tipo de Elegido en el que vendría a revelarse, como Espíritu de Justicia (1 Hen 62, 2), “de sabiduría, conocimiento y juicio" (cf. 1 Hen 49, 3‑4; cf. Is 11, 2), actuando ya de tal manera que culminaría muy pronto su obra. Tanto ese Elegido de Dios (que a veces se identificaba con un tipo de Hijo del hombre), como el Mesías histórico (de la dinastía de David), estarían llenos del Espíritu de Dios, en la línea de la promesa y esperanza de Is 11, 1‒2 (cf. Test. Lev. 18, 7). En esa línea, muchos judíos del tiempo de Jesús mantenían viva la esperanza apocalíptica y mesiánica del Espíritu[4].
Ciertamente, muchos judíos insistían en el cumplimiento de la Ley, pero la misma Ley tampoco era letra muerta, sino expresión de una presencia gratificante y generosa de Dios, que había revelado su misterio a los justos de otro tiempo pactando con ellos, pero que podía y debía revelarse ahora de formas nuevas. Ciertamente, había una Ley pero, a través de ella, interpretándola de un modo más abierto, o por encima de ella, otros muchos judíos insistían en un tipo de nueva presencia liberadora, recreadora de Dios.
Pues bien, en ese contexto, desde el fondo de las 4 tradiciones judías ya citadas (espíritu de buen gobierno, de renovación profética, de experiencia carismática o de un tipo de resurrección), o a través de otras tradiciones ya evocadas en cap. 13‒14, de otras, cf. cap. 13‒14), Jesús tuvo el “atrevimiento” de presentarse como portador y signo del Espíritu de Dios, al servicio de la liberación los marginados y excluidos, dentro y por encima de la sociedad sacral israelita, retomando motivos de los grandes profetas “escritores” de Israel (cf. cap. 5‒6), o de otros de carácter más popular y carismático (sanador) como Elías.
Un tipo de judaísmo más legal nacional podía hablar también de la próxima acción del Espíritu Santo, pero, en general, pensaba que aún no había llegado el momento de su plena manifestación, en igualdad de amor, para todos los hombres y mujeres, empezando por los más pobres. Pues bien, tras su bautismo en el Jordán y su experiencia post‒bautismal (cf. Mc 1, 9‒11), Jesús se manifestó en Galilea y empezó a proclamar la llegada y acción del Espíritu Santo que se expresa ante todo en la curación de los enfermos y en la liberación de los pobres y excluidos.
Más que “profeta de libro”, él aparece y actúa como profeta del pueblo, con rasgos del antiguo Elías, como alguien que es capaz no sólo de descubrir y proclamar la presencia de Dios como Padre, sino de actuar con la fuerza de su Espíritu, como ha puesto de relieve el relato del bautismo que he comentado ya (cf. Mc 1, 10‒11). Otros profetas, como Juan Bautista, anunciaban en línea más apocalíptica el juicio de Dios que destruye a los perversos, cumpliendo así la Ley antigua (cf. Mt 3, 7-12 par). Los rabinos en general perfeccionaban la Ley, los sabios buscaban formas mejores (elitistas) de presencia de la Sabiduría. A diferencia de ellos, Jesús vino a presentarse ante todo como testigo de Dios Padre (Abba) y profeta/portador de su espíritu de liberación, como seguiré indicando[5].
Jesús, experiencia y misión del Espíritu Santo
1 Experiencia carismática de Jesús. Principios. En ese contexto, surgió Jesús, carismático del Reino, sanador, al servicio de los hombres, por encima de un tipo de Ley particular, en contacto directo con Dios, entre los últimos del pueblo. Ciertamente, se presentó como “hijo” (enviado de Dios: cf. Mc 1, 10‒11), pero apareció de un modo más concreto como portador del Espíritu, mensajero/mesías de un Dios creador, con poder para perdonar pecados y curar a los enfermos, anunciando la bienaventuranza de los pobres y acogiendo a muchos expulsados de la alianza oficial, por impuros (cf. cap. 13). Le criticaron, pero él se defendió diciendo: “Si yo expulso a los demonios con el Espíritu de Dios, eso significa que el Reino de Dios está llegando a vosotros” (Mt 12, 28). Dijeron que estaba al servicio de unos poderes de destrucción, no de Dios, y para defender su mensaje de curación y liberación de marginados y excluidos. apeló al Espíritu de Dios, sobre un tipo de ley cerrada del sistema[6].
En ese contexto, los evangelios destacan la libertad de Jesús cuando se presenta como portador Espíritu de Dios (principio de creación, sanación y libertad) por encima de un orden social establecido, en una línea de ungido profético (aunque en el fondo de sus palabras y gestos se encuentran latentes los otros aspectos ya indicados: Espíritu de buen gobernante, experiencia carismática, resurrección del pueblo):
El Espíritu del Señor está sobre mí; – por eso me ha ungido para ofrecer la buena nueva a los obres, – me ha enviado para proclamar la libertad a los cautivos ‒ para dar vista a los ciegos... ‒ y anunciar el año agradable al Señor (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1-2; 58, 6).
Los que insistían más en la Ley de la nación sagrada, al servicio de la estabilidad social y de sus intereses religiosos y sociales, le acusaron de romper la identidad israelita (y según Lc 4, 29 quisieron despeñarle), porque destruía (=ponía en riesgo) la santidad y separación del pueblo. De un modo consecuente, el Dios‒Espíritu al que Jesús apelaba para liberar (acoger) los enfermos y cautivos, a los oprimidos e impuros, era sospechoso para aquellos que querían mantener su autoridad por Ley, acusando a Jesús de quebrantarla. Por eso, aquellos que querían fijar las fronteras de Israel de un modo más “legal” (como pueblo centrado en su sacralidad particular) empezaron a acusarle y condenarle en la misma Galilea, diciéndole que destruía la identidad israelita, trabajosamente fijada y definida por la tradición (al menos desde la “vuelta” del exilio)[7].
Jesús les responde diciendo que el Espíritu de Dios es poder de libertad para los oprimidos y de curación para los enfermos, añadiendo así que hay un “pecado contra el Espíritu Santo” (Mt 12, 31-32 par) y que consiste en oponerse a la liberación de los oprimidos, la salvación de los pobres y el perdón de los pecados. Desde ese fondo añade Jesús que todos los pecados se perdonan, menos el de aquellos que no perdonan a los otros, ni dejan que los pobres vivan (pues a esos no les condena Dios, sino que se condenan a sí mismos, rechazando al Dios de la gracia). Ese pecado contra el Espíritu Santo es el rechazo de la curación de los enfermos y de la acogida a los pobres (cf. Mc 3, 28-30 par), apelando para ello a un tipo de ley superior de gracia.
En esa línea ha de entenderse la condena y muerte de Jesús, que, pareciendo abandonado por el Espíritu de Dios (¡no le libera de la muerte!), constituye, para los creyentes, la expresión suprema de su acción‒presencia salvadora, como amor que desciende y acoge, se encarna y libera a los que se hallaban “perdidos” (condenados) sobre el mundo. Jesús había proclamado la llegada salvadora del Espíritu de Dios a favor de los enfermos, pobres y excluidos, por encima de un tipo de seguridad sacral israelita y orden social romano. Pues bien, precisamente allí donde los poderes del mundo le condenan descubren los cristianos que era el mismo Espíritu de Dios el que le había sostenido hasta la muerte, avalando por la resurrección su compromiso carismático de liberación.
Resurrección de Jesús, experiencia y acción del Espíritu Santo. Los primeros cristianos descubrieron así por sorpresa que a Jesús le habían matado por oponerse a un tipo de Ley opresora, poniéndose al servicio de la libertad y el perdón del Espíritu de Dios. En ese contexto entendieron (le “vieron”, descubrieron, su resurrección, cf. cap. 17), proclamando que su muerte había sido salvadora y que el mismo Dios le había acogido (resucitado) por su “Espíritu de santidad” (Rom 1, 4), pues la santidad de Dios no consiste en el cumplimiento de unas leyes particulares, sino en el ofrecimiento de salvación a todos.
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En esa línea, la Iglesia primitiva en su conjunto ha interpretado la resurrección como presencia y obra definitiva del Espíritu Santo, identificando así la Pascua (muerte mesiánica) de Jesús con la llegada final de Pentecostés (revelación, efusión y presencia del Espíritu Santo). Eso significa que revelación pascual de Jesús se expande y visibiliza por la misión Espíritu de Dios en una iglesia o comunión de perdonados (liberados) que celebran su victoria sobre la muerte. La experiencia de la resurrección de Jesús resulta, según eso, inseparable de la vida de la Iglesia: Ellos, los discípulos de Jesús, empezando por las mujeres de la tumba vacía y culminando por Pablo (cf. cap. 17‒18) se descubren implicados (internamente transformados) por la presencia, obra y misión del Espíritu Santo.
De esa forma, la nueva Iglesia o comunidad de creyentes que surge y se expresa (se expande) en todas direcciones a partir de la experiencia de la muerte/resurrección de Jesús viene a presentarse como verdadero Israel, revelación y presencia del Espíritu de Dios, irrupción y comienzo del “fin de los tiempos”, anunciado y preparado por toda la Escritura de Israel (AT). Ciertamente, algunos cristianos de Jerusalén (entre ellos los Doce), aun creyendo que Dios había resucitado a Jesús por su Espíritu, siguieron pensando que su obra no había culminado todavía plenamente, de manera que debían seguir manteniendo la ley nacional, como un grupo entre los grupos judíos de su tiempo. Pero muy pronto, como he puesto de relieve en cap. 17‒19, otros cristianos, partiendo de la misma fidelidad a Jesús, comprendieron que el Espíritu del Cristo resucitado desbordaba las barreras nacionales, fundando así una comunión escatológica, es decir, universal, de fieles liberados de la ley y abiertos por la fe y amor del Cristo a todas las naciones.
Ésta es la “novedad” o, mejor dicho, la “definición” o presencia real del Espíritu Santo, como expansión o consecuencia de la pascua de Jesús. Ésta fue una experiencia desencadenante, que no estaba prevista de antemano, pero que sucedió y se dio de hecho, entre los varios grupos de seguidores, discípulos y amigos de Jesús, con los que se fue creando la nueva iglesia, desde las mujeres de la tumba vacía y los Doce con Pedro, desde Santiago y los parientes de Jesús, desde los helenistas de Hch 6‒7 y Pablo, desde el Discípulo amado y su grupo etc., tal como he venido destacando a lo largo de varios capítulos (cap. 17‒24).
Ciertamente, en este proceso hubo unos “líderes” (Pedro, Santiago, Pablo etc., cf. Gal 2‒3; Hch 15), pero, en el fondo, se trató de un despliegue de conjunto de la iglesia, o, mejor dicho, del conjunto de las iglesias, que se descubrieron llenas del “Espíritu de Dios”, impulsadas por Jesús, para asumir y desplegar su obra, por caminos diversos, pero todos vinculados por un mismo Cristo y un mismo Espíritu Santo. Con matices distintos, los nuevos cristianos comprendieron que cerrados en un tipo de leyes particulares, por muy hondas y buenas que fueran, no podían abrirse a todos los pueblos de la creación (Gen 1), y así descubrieron que, precisamente por haber sido (y ser) un buen israelita, Jesús debía abrir un camino de vida y salvación universal, no en forma de gran torre de Babel (cf. Gen 11), sino de comunión creyente:
− Jesús había superado con su vida y mensaje una estructura nacional de ley, convocando para su reino a los judíos perdidos-pecadores-expulsados, que se hallaban fuera de la alianza oficial y, de un modo indirecto, a los gentiles. Pues bien, en esa línea, los nuevos cristianos descubren que, sin un acercamiento a los impuros y gentiles, trascendiendo un tipo de Ley nacional, pierde sentido el evangelio.
− Iglesia. Retomando el impulso de Jesús, tras un tiempo de “esperanza nacional judía”, los discípulos helenistas (representados ya por Hch 2, en Pentecostés, antes de Hch 6‒7),convocan por la iglesia, para el Reino, a todos los hombres y mujeres. Así rompen la barrera israelita, para vincularles en una iglesia, sin más condición de entrada que la fe, sin más compromiso de vida que el amor en el Espíritu[8].
De esa forma se condensan y vinculan los diversos rasgos del misterio cristiano, como ha mostrado (descubierto) la tradición de la Iglesia que terminó estructurando el mensaje y vida de Jesús en forma trinitaria (Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu), desde Galilea (como hace Mt 28, 16‒20) o desde Jerusalén (como hace Hch 1‒2), manteniendo, retomando y expandiendo la historia y camino de la Biblia israelita, con sus dos focos esenciales, como en una elipse:
− Un foco de la elipse (no círculo) de la teología bíblica es Jesús, pretendiente mesiánico crucificado a quien el Padre ha engendrado como Hijo (en Vida pascual), haciéndole principio y germen de comunión humana (=divina). Ciertamente, muchos judíos aguardaban la Resurrección para el fin del tiempo, como sabe Marta (Jn 11, 24), pero sus seguidores descubrieron y confesaron que Jesús había resucitado ya, como Vida y Palabra de Dios en la vida de los hombres.
− El otro foco es el Espíritu de Dios, que ha resucitado a Jesús, y que sigue actuando en la Iglesia, que descubre a Dios por Jesús, reiniciando el camino del AT, en forma de Iglesia Universal, por experiencia interior, por comunión de vida, en libertad, en esperanza. Por eso, el Espíritu de Dios, “derramado” por Jesús a todos los hombres es el principio y sentido de la universalidad cristiana, no para negar la pascua de Jesús, sino para confesarle Señor y aguardar su venida exclamando ven Señor (cf. Ap 22, 17) y ofreciendo su testimonio a todas las naciones.
3. Revelación final: Cristo y el Espíritu Santo
Esta teología final de la Biblia, en la línea de Jesús resucitado y del Espíritu Santo en la Iglesia, puede plantearse desde diversas perspectivas, entre las cuales las más importantes son quizá dos ya indicadas: (a) Conforme a la tradición de Lucas‒Hechos (cf. cap. 20), que ha sido dominante en la Iglesia, la muerte y pascua (resurrección) de Jesús ha de entenderse como preparación y promesa de la llegada del Espíritu Santo, pasando así de la pascua a pentecostés[9]. (b) Conforme a la tradición del evangelio de Juan (cf. cap. 22), la obra de Jesús culmina (conforme al discurso eclesial de Jn 13‒17) en la promesa y venida del Paráclito: Jesús cumple su tarea mesiánica y asciende al Padre, para ofrecer su Paráclito a los fieles. Desde ese fondo se puede hablar de dos caminos convergentes: El que va del Espíritu a Jesús; y el que va de Jesús al Espíritu.
Primer camino: Del Espíritu al Cristo. En este contexto se puede hablar de una cristología del Espíritu (Spirit-Christology), fundada en la tradición veterotestamentaria de la presencia activa de la ruah en la historia de Israel, tal como ha culminado, conforme al NT en la vida y misión de Jesucristo. Esto significa que Jesús no puede concebirse como Dios por separado (otro Dios, junto a Dios Padre), ni como un tipo de personaje sobrehumano, supracósmico (en la línea de los héroes de la apocalíptica judía: el ángel Miguel, un tipo de de Hombre, cf. cap. 15), sino que es “Dios” (divino) en su misma humanidad, por ser hombre-mesiánico, engendrado y habitado por el Espíritu Santo, en un camino que va de nacimiento a muerte, un hombre totalmente penetrado por la fuerza y la realidad de Dios que le ha “ungido” con su Espíritu, haciéndole portador de su presencia, diácono o ministro de su salvación[10].
El Espíritu se expresa y actúa así como presencia divina (inspiración, inhabitación) que suscita y llena (define) a Jesús como Hijo, en comunión con el Padre, en apertura de amor y de vida a los hombres, empezando por los pobres y excluidos, enfermos e impuros de Galilea, para abrirse así, partiendo de ellos, a todos los pueblos de la tierra. El Espíritu inspira sus acciones, constituye su profundidad, y de esa forma le “define” como Hijo de Dios y salvador, de tal manera que, surgiendo absolutamente de Dios y siendo totalmente para y con los hombres, Jesús no es sólo adjetiva o adverbialmente divino (actúa "como Dios" y "desde Dios") sino que el Hijo de Dios en persona, es decir, como sujeto de vida en amor.
En esa línea, la experiencia cristiana formulada por los evangelios sinópticos (Jesús actúa con la fuerza del Espíritu) y ratificada por la confesión pascual de Pablo (y del evangelio de Juan), nos lleva a confesar que ese Jesús, llamado el Cristo (ungido por el Espíritu Santo) no es sólo una expresión muy honda de Dios sino Dios hecho presente, el mismo Hijo de Dios a quien el Padre engendra y envía, acoge y ama, en su camino de vida y de pascua. No empezamos pues por Jesús, elevándole ante Dios, sino por Dios que, ofreciendo su espíritu y amor a todos los pueblos, lo ofrece y revela plenamente a (en) Jesús, no para cerrarse en él, sino para abrirse por él a todos los hombres y mujeres de la tierra, en experiencia radical de liberación y libertad para el amor.
Esta experiencia del Cristo “pneumático” (presencia del Espíritu de Dios) supera el riesgo de clausura de un Dios concebido ciertamente como amor, pero siempre por encima, más allá de los hombres. En contra de eso, la Iglesia sabe, en un sentido, que Dios es amor trascendente, pero añadiendo que él se ha dado (entregado) del todo y para todos en Cristo, su Ungido, como Espíritu de vida en la vida de los hombres. El Dios Padre de Cristo, siendo “alejado/trascendente” (nadie le ha visto: Jn 1, 18), se hace totalmente presente en Jesús, por el Espíritu.
Dios no es amor o Espíritu cerrado, sino abierto, encarnado en Jesús, a quien engendra en (por) María, en el Espíritu, como Hijo suyo, comunicándose y compartiendo con él su vida, no para cerrarla entre los dos, sino para “abrirla” (abrirse) como amor de comunión a todos los hombres y pueblos por medio de (en) el Espíritu Santo. Dios no ofrece a los hombres algo de fuera, algo que él ha hecho para ellos, sino que les ofrece y da (comparte con ellos) su misma vida. Por ser trascendente no está alejado, sino que es Trinidad de amor/vida en la vida de los hombres, de forma que ellos, los hombres, viven, se mueven y existen en la Trinidad de Dios, que es todo en todos (cf. Hch 17, 28; 1 Cor 15, 28). Eso significa que Dios es Trinidad en sí siendo despliegue de amor en la historia de los hombres[11].
Segundo camino: El Espíritu desde Jesús. Como acabo de indicar, Jesús nace (brota) del Espíritu de Dios. Pues bien, dando un paso más, podemos y debemos afirmar, de un modo complementario que Jesús ha entregado el (su) Espíritu en manos del Padre (cf. Lc 23, 46), poniéndolo (=poniéndose), al mismo tiempo, en manos de los hombres, para surgimiento de la Iglesia. Así descubrimos que el Espíritu no es sólo "del Padre" (para Jesús), ni "del Padre y Jesús" (como encuentro o comunión de vida), sino que es también de Jesús para para los hombres, como puse de relieve al hablar del Paráclito en el evangelio de Juan (cf. cap. 22) y como seguiré aquí indicando.
Ésta ha sido la herencia de Jesús, lo que él nos ha ofrecido y nos ha dado por su muerte y resurrección: Su Espíritu Paráclito. Por su muerte, entregando su Espíritu al Padre (Lc 23, 46), Jesús se entrega y confía (se da todo) a los hombres, confiándoles (dándoles) todo lo que él ha hecho y lo que hará, lo que es y lo que tiene. Así pasamos de la inhabitación (el Espíritu de Dios llena a Jesús), a través de la comunión ya señalada (Hijo y Padre comparten un Espíritu), a la donación o efusión pascual del Espíritu, expresada en Pentecostés (cf. también cap. 20.) En este contexto, al precisar las relaciones histórico-pascuales entre Jesús y el Espíritu pueden distinguirse tres momentos[12]:
La Palabra se hizo carne
– Historia de Jesús. Creatividad. Ungido por el Espíritu, con la fuerza salvadora de Dios, Jesús ha cumplido su misión de Reino, culminando el camino del AT y cumpliendo las cuatro tareas ya indicadas del Espíritu (culminación mesiánica, liberación profética, animación carismática, resurrección): Ha convocado para el Reino de Dios a los expulsados sociales, ha curado y perdonado, ha llamado y alentado a todos. El Espíritu de Dios le ha ungido y potencia como creador de nueva humanidad, dentro de un mundo conflictivo, dominado por poderes destructores, de violencia y opresión humana, como he puesto de relieve en el capítulo anterior sobre el mesianismo, y él ha cumplido y culminado su tarea.
– Kénosis pneumática. Muerte pascual. Superando el nivel del Espíritu cósmico (en la creación del mundo), conforme a la promesa profética de la efusión mesiánica del Espíritu, Jesús ha entregado su vida en total abajamiento, poniendo su Espíritu, su vida, en manos de Dios Padre, poniéndose así y muriendo al servicio del Reino. Su gesto no es el de un héroe superior, que entrega su vida de un modo victorioso, sino el de aquel que ofrece su vida en amor, hasta la muerte. El Espíritu de Dios se ha manifestado y ha realizado por él su tarea de salvación universal. Él Jesús ha dado (entregado) su Espíritu y Vida (su cuerpo resucitado) a todos los hombres, en amor, como saben y dicen los textos fundamentales del NT, desde Lc 23, 47 (en sus manos encomiendo mi Espíritu) y Jn 19, 30 (e inclinando la cabeza, entregó el Espíritu) hasta Hbr 9, 14 (se entregó por el Espíritu eterno) hasta el conjunto de la teología de Pablo (cf. Rom 1, 34)[13].
– Pentecostés: Jesús dio su Espíritu a la Iglesia. Su “espíritu”, es decir, el de Dios, la vida entera de Dios, expresada ya de forma humana, vida en la que viven y son todos los hombres, como esposa de amor que llama al Esposo y le dice “ven señor” (cf. Ap 22, 17). Ésta es la oración más antigua y venerable de la Iglesia, que, habitada por su Espíritu, llama a Jesús y le dice: Maranatha, Ven Señor (cf. 1 Cor 16, 22). Sólo en ese contexto se puede hablar de la pascua como triunfo del crucificado, que ofrece su Espíritu a Dios ofreciéndolo a los hombres, para compartirlo con ellos, de forma que ellos, los hombre, pueden y deben hacer la obras del Cristo y aún mayores, porque tienen su Espíritu (cf. Jn 14, 12).
Los creyentes de Jesús quedan así integrados en el despliegue trinitario de Dios, en cuyo nombre (del Padre, del Hijo y del Espíritu) pueden y deben bautizar a todos los pueblos (cf. Mt 28, 16‒20). La teología del NT culmina así retomando la revelación original del AT (Ex 3, 14), bajando como Moisés del nuevo Sinaí de Galilea, no sólo para liberar a los hebreos oprimidos en Egipto, sino para introducir a todos los pueblos en el misterio del Dios Trinidad A través de su muerte Jesús ha entregado su Espíritu en manos de Dios Padre, poniéndolo en manos de los hombres (de todos los creyentes), para que ellos sean y renazcan en la vida de Dios, en amor ofrecido y compartido, por medio del Espíritu, que es el don del resucitado, para que los hombres (los creyentes), puedan vivir-ser en plenitud, perdonando (superando) los pecados.
A modo de conclusión.
‒ Dios es amor sin más (cf. cap. 22. 28), amor que se expresa y despliega (se encarna) en el mundo y en los hombres como Palabra (encarnada en el Hijo Jesús) y como Espíritu (impulso vital que está latente y se manifiesta de un modo especial en la libertad y comunicación de todo lo que existe), siendo así todo en todos (1 Cor 15,28), pues en él vivimos, nos movemos y somos (Hch 17, 28).
‒ En esa línea, desde Cristo‒Palabra, el Espíritu es (impulso vital), y así puede entenderse como es Amor compartido, que se expresa y despliega por Jesús en la Iglesia, en la humanidad entera, en todo el cosmos, como han puesto de relieve las Cartas de la Cautividad de Pablo (cf. cap. 19). Por eso le llamamos Encuentro, Comunión, e incluso Persona en Comunión, no en el sentido de un trans‒personalismo sino de un supra‒personalismo pascual, como hemos visto en el tema de la resurrección (cf. 17‒17). En esa línea podríamos decir que el Espíritu Santo es la “vida pascual” de Dios en Jesús, que es vida en comunicación total de unos hombres con otros.
‒ Palabra y Espíritu. Ciertamente, la Palabra une también a Dios con los hombres, y a los hombres entre sí. Pero la palabra a solas es siempre de uno y otro (de uno a otros). Por eso es necesario el Espíritu, que no es palabra de uno a otro, sino vida de uno en otro, vida común. Por eso, los teólogos cristianos han dicho desde antiguo que el Espíritu Santo no es de uno, ni de otro por aislado, sino de ambos, de todos, como identificación de personas que son una, sin dejar de ser distintas. En esa línea, el Espíritu puede entenderse, como he dicho, en forma realidad compartida, de unión de personas, que al distinguirse son una misma.
‒ Hacia una teología del Espíritu Santo. Estas afirmaciones van más allá de una de una Teología de la Biblia, pero de alguna forma puede inspirarse en ella, como lo han visto algunos grandes teólogos de Oriente y Occidentes, cuyo pensamiento he recogido en Trinidad, Sígueme, Salamanca 2015, y así, a modo de excepción, me atrevo a presentar aquí, hacia el final del libro. El Espíritu Santo es el mismo Dios como regalo originario. No es una ofrenda o sacrificio que nosotros debamos entregar a Dios, en sometimiento (como víctima expiatoria), sino el mismo Dios que es Don-Regalo que se ofrece, ofreciéndose a sí mismo: como Espíritu común, del Padre y del Hijo Jesucristo. Dios no ha querido darnos algo que él ha hecho, para que seamos así ricos, sino que se ha dado a sí mismo en Regalo en el Espíritu, para que seamos (=tengamos) su riqueza, como ha evocado Juan Pablo II: "El Espíritu Santo es la expresión personal de esta donación... Es Persona-Amor, es Persona-Don" (Dominum el vivificantem 10). Frente a los esquemas de sacrificio y victimismo, donde Dios es Poderío que nos sobrecoge o Señor airado que debemos aplacar, contra todas las visiones impositivas de la realidad (talión o mérito, lucha o juicio), el Espíritu de Dios viene a mostrarse, por el Cristo y desde el Padre, como puro Regalo, Persona-Don, Amor compartido que abre y ofrece su Encuentro de vida y pascua a los humanos, en la raíz de toda realidad.
NOTAS
[1] El tema del Espíritu en el AT, en el judaísmo y en el comienzo del cristianismo fue objeto de un intenso estudio a comienzos del siglo XX. Cf. H. Gunkel, Die Wirkungen des heiligen Geistes nach der populären Anschauung der apostolischen Zeit und der Lehre des Apostels Paulus, Göttingen 1909; H. Leisegang, Pneuma Hagion. Der Ursprung des Geistbegriffs der synoptischen Evangelien aus der griechischen Mystik, Leipzig 1922; P. Volz, Der Geist und die verwandten Erscheinungen im AT und im anschliessenden Judentum, Tübingen 1910. Esta ruah o “espíritu” de Dios (presencia y acción divina) se manifiesta en (sobre) un Mesías por el que actúa de un modo personal (sobre él mismo) y social, esto es, por las obras que él realiza como gobernante escatológico, portador de victoria y paz para su pueblo.
[2] Los dos últimos pasajes (de Ezequiel y Joel) suponen que los hombres (en especial los israelitas) se encuentran abiertos al Espíritu divino, y así el pueblo aparece expectante, aguardando la llegada de Dios, que se revelará como Espíritu de Vida en la culminación de la humanidad. En esa línea, el Espíritu es el mismo Dios “que actúa”, dialogando en y con los hombres, en línea de transformación interior y descubrimiento de Dios (de su presencia y vida) en la vida humana.
[3] Así se podía dividir la historia en tres tres momentos. (a) El Espíritu había ejercido su función en el pasado: ha dirigido a los patriarcas y a los justos, se ha expresado en los profetas, y ha inspirado la Escritura de los libros santos. El origen y existencia de Israel ha sido obra del Espíritu. (b) El Espíritu volverá a manifestarse en el futuro como poder de juicio de Dios, llevando a plenitud la historia israelita y realizando el juicio, cuando llegue el Mesías y realice la obra final del Espíritu Santo, liberando a los oprimidos y salvando al pueblo de Israel de la mano de sus enemigos. (c) ¿Y en el presente? Algunos afirmaban que que con la destrucción del Primer Templo (587 a.C.) y la muerte del último profeta había cesado la acción del Espíritu: ya no se escriben más los libros santos, se había cerrado la palabra de Dios y no existían más revelaciones. De esa manera, cierto judaísmo expresaba su propia situación de desamparo; se podía decir que en el lugar del Espíritu se había implantado en el pueblo un tipo de religiosidad de ley.
[4] En esa dirección avanzaba algunos miembros de la comunidad de Qumrán, suponiendo que los tiempos finales ya habían llegado, de manera que los hombres se encuentran dirigidos por dos "espíritus antitéticos": los hijos de la luz están bajo el poder del Espíritu bueno o Príncipe de la luz; los perversos se encuentran dominados por el Espíritu malo o Ángel de las tinieblas. Sobre ese tema he tratado en cap. 12, Ciertamente, muchos insistían en el cumplimiento de la ley, como único signo de presencia de Dios, sospechando de los carismáticos que apelaban a la presencia y acción del Espíritu, en alguna de las cuatro líneas antes indicadas (mesías gobernante, ungido profético, transformación carismática, resurrección…) o de la mezcla de algunas de ellas. Pero había otros muchos, quizá más que, de una forma u otra, se sentían llamados, invitados por Dios, para abrirse a una nueva y más intensa presencia de Dios como Espíritu Santo, creador de Vida, incluso por encima de un tipo de Ley entendida de forma normativa.
[5] He desarrollado extensamente el tema en Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015, y de un modo especial en el Comentario de Marcos, Verbo Divino, Estella 2012, insistiendo en la referencia a Elías. Cf. C. K. Barret, El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; M. Borg, Conflict, Holiness and Politics in the Teachings of Jesus, Mellen, New York 1984; S. Davies, Jesus the Healer. Possession, Trance and Origins of Christianity, SCM, London 1995; J. D. G. Dunn, El Espíritu Santo y Jesús, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; G. H. Twelftree, Jesus, the Exorcist, Hendrickson, Peabody 1993.
[6] Cf. 14: misión de Jesús contra Belzebú y Mammón. Élha descubierto que un tipo de Ley establecida al servicio de una visión sacral del pueblo oprime a los más débiles y rechaza a los impuros, pecadores y pobres. De esa forma ha visto que Satán se esconde y actúa en el mismo sistema sagrado, que en vez de ayudar a los enfermos y posesos les esclaviza y expulsa. Lógicamente, su gesto de acogida y curación suscita polémica y por eso es normal que algunos representantes del sistema sacral de Israel le han acusado diciendo que es un emisario de Satán, un poseso.
[7] Según los poderes del sistema, el Espíritu Santo ha de estar al servicio de la identidad y separación del pueblo elegido. Para Jesús, en cambio, el Espíritu es principio de libertad y vida de pobres y excluidos.
[8] Cf. G. Barth, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1986 M. A. Chevallier, L' Esprit et les Messie dans Le Bas-Judaïsme et le Nouveau Testament, EHPR 49, París 1958; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu. Pneuma-dynamis, Un. Deusto, Bilbao 1974; O. Knoch, El Espíritu de Dios y el hombre nuevo, S.Trin., Salamanca, 1977; H. Mühlen, El Espíritu Santo en la Iglesia, Sec. Trinitario, Salamanca 1998.
[9] Desde ese fondo, el libro de los Hechos cuenta la historia de la iglesia, como evangelio del Espíritu Santo, que se abre desde Jerusalén y Antioquía, y finalmente desde Roma, a todas las naciones. En principio, los primeros cristianos pascuales (y pentecostales), no habían querido crear una nueva religión, pero profundizando en su experiencia pascual, ellos crearon de hecho un espacio y camino de comunicación universal, como descubrimiento y despliegue de Pascua de Jesús.
(a) Pascua, Mesías crucificado. Jesús vivió y murió a favor de los excluidos, poniéndose así en manos Dios, que le recibió en su Vida (=Espíritu) de amor. Ésta fue su identidad, un amor abierto en gratuidad a todos. Al principio, sus discípulos no lo comprendieron: escaparon, fracasados, y se escandalizaron ante el signo (realidad) de Jesús crucificado. Pero después volvieron a Jesús, en Dios, por el Espíritu, comprendiendo que la Pascua responde a la "lógica" de reino, como Amor universal que triunfa de la muerte.
(b) Pentecostés, el Espíritu. Los cristianos descubren y reciben por Cristo el amor pleno de Dios, que vincula a los hombres y mujeres, en gratuidad y comunión. La acción pascual de Jesús se expresa así en forma de Espíritu: el mismo Amor de comunión de Dios en Cristo se abre y ofrece a todos los hombres, como salvación y comunión universal. Jesús no ha recorrido su camino para sí, sino por todos (a partir de los excluidos). Por eso, su resurrección se expande y ofrece por pentecostés como Espíritu de vida universal
[10] Así lo ha destacado W. Lampe, en S. W. Sykes y J. R. Clayton (eds.), Christ, Faith and History, CUP, Cambridge 1972, 111-130, y especialmente en God as Spirit, The Bampton Lectures, 1976, Oxford 1977. En una línea convergente, cf. H. W. Robinson, The Christian Experience of the Holy Spirit, Nisbet, London 1962, 97-112, 196-209; P. Tillich, Systematic Theology, III, SCM, London 1978, 144-145.
[11] Eso significa que debemos superar un planteamiento de superioridad posesiva de Dios, que ha sido desarrollado temáticamente por los arrianos a partir del siglo IV d.C,, según el cual Dios se hallaría siempre por arriba, como superior, de manera que Jesús (y con él todos los hombres) serían subordinados. En contra de eso, conforme a la experiencia mesiánica del NT, Dios Padre no se mantiene arriba, dominando (como si poseyera a Jesús por imposición), sino que (siendo y para ser eterno y todopoderoso) comparte su vida con Jesús, en el Espíritu, que es principio de comunión universal, no de superioridad de uno sobre otro. De esa forma se establece una cristología de comunión en el Espíritu, vinculando en vida de amor a Dios Padre y Jesús. Jesús no es sólo un hombre a quien el Padre concede su gracia, permaneciendo él arriba, sino que es Hijo a quien el Padre entrega (confiere) todo lo que tiene, estableciendo con él una relación de igualdad y vida. Este es el “milagro” trinitario de Dios, el centro misteriosamente singular del cristianismo. Cf. H. Hodgson, The Doctrine of the Trinity, Croall Lectures 1942-1943, London 1964.
El mismo Dios, que (teóricamente) podría haber sido Trinidad sin los hombres, por amor extático (agapé), ha vinculado su despliegue eterno con el hacerse histórico de los hombres, de tal forma que el mismo y único surgimiento intradivino (inmanente) del Hijo se identifica con el surgimiento intrahistórico de Cristo. Según eso, el despliegue trinitario acontece en la encarnación de su Logos‒Hijo por medio del Espíritu. De esta forma, la inmanencia de Dios (su radicalidad trinitaria) se encuentra vinculada al hacerse de la historia de los hombres, tal como se centra en el nacimiento y pascua de Jesús. Este implica un profunda relectura de Nicea-Calcedonia como está poniendo de relieve gran parte de la teología dogmática cristiana de los últimos decenios, como yo mismo he puesto de relieve en Trinidad, Sígueme, Salamanca 2015.
[12] He desarrollado el tema en Trinidad, Sígueme, Salamanca 2016. Cf. J. D. G. Dunn, Jesús y en Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1975.
[13] Cf. H. Mühlen, Experiencia social del Espíritu como respuesta a una doctrina unilateral sobre Dios, en C. Heitmann - H. Mühlen, Experiencia y teología del Espíritu Santo, SET, Salamanca 1978, 299-364; J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975; E. Jüngel, Gott als Geheimnis der Welt. Zur Begrüngdung der Theologie des Gekreuzigten, Mohr, Tübingen 1977.
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