11 Teología de la liberación y opción por los pobres hoy. Leonardo BOFF


                      Entonces, compañeros, vamos a soñar juntos, a soñar deprisa, a soñar en comunidad.


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Muchos lo dicen, y sabemos que así lo piensan altos dignatarios de la Curia romana: «con el derrumbe del socialismo, desaparecerá también la teología de la liberación, pues como teoría se fundaba en el marxismo, y como práctica tenía por modelo el socialismo». ¿Qué pensar de esta objeción?

Debemos siempre aceptar la realidad y aprender sus lecciones. De hecho, el socialismo cayó. Y no estamos tristes por eso. Al contrario, ya habíamos advertido que tenía en su teoría y en su práctica el germen de su propia derrota. En el Este europeo el socialismo vino de fuera adentro, se impuso de arriba abajo, y fue construido sin la participación de la población. Fue «benéfico», pero no participativo. Fue autoritario y patriarcal, pero no permitió la democracia y la libertad. Sabemos que, en la intuición de los fundadores, «socialismo» era el verdadero nombre para la democracia real, la de las mayorías.

¿Venció el capitalismo, la ideología liberal y el mercado total? Alguien, eufóricamente, anunció: «Veni, vidi, Deus vincit!». Ciertamente, es una precipitación. Otra voz autorizada respondió: ¿No sería más realista reconocer que «Veni, vidi, mamonna vincit»? Probablemente.

La caída del socialismo.

Soy de la opinión, compartida por muchos, de que la caída del socialismo sólo aparentemente representa una victoria del capitalismo y de la economía de mercado. En realidad se trata más bien de una victoria del ansia de libertad de los pueblos que vivían en el área socialista, y del resultado de la mala administración de las propias contradicciones sobre todo económicas y políticas de los regímenes socialistas, marcados por la experiencia leninista y por la perversidad estalinista. La estrategia leninista del partido único que informa toda la sociedad y organiza todo el Estado es totalitaria. Y como tal, viola la voluntad ontológica del ciudadano de querer participar de la historia y ser sujeto libre en la construcción del destino personal y colectivo.

Pero seamos también justos: el socialismo hizo la «revolución del hambre». Alguien venido del primer mundo no se da cuenta de lo que esto significa. Vistos a partir del desarrollo del primer mundo, los países socialistas eran atrasados y sus sociedades eran burocráticamente pesadas. Pero

considerado a partir del tercer mundo, el socialismo hizo una revolución que hasta hoy el capitalismo, en su globalidad, no ha hecho y que todavía debe a la humanidad. Repito, el socialismo hizo la revolución del hambre. En cualquier país socialista, sea en Cuba, la Unión Soviética o Siria, no encontramos el fenómeno escandaloso de las favelas, de millares de niños vagando por las calles, de ancianos abandonados, al lado de la riqueza de los pocos y del lujo de las mayorías. En el socialismo lo social estuvo en el centro. Por eso, hay mejor salud en Cuba que en cualquier país capitalista, y mueren menos niños en La Habana que en Washington.

Las sociedades socialistas son más igualitarias. Veamos un ejemplo hiriente: China es mayor que Brasil en más de un millón de kilómetros cuadrados. Tiene una población diez veces mayor que Brasil (1.150 millones de habitantes frente a 150). Representa prácticamente el mismo producto interior bruto (340 billones de dólares). Y, con todo, China muestra un cuadro social considerablemente más equilibrado y saludable que el brasileño. Difícilmente se ven favelas en China, mientras que en Brasil 18 millones de personas viven en favelas. En China los niños están alimentados y tienen escuelas; en Brasil existen 23 millones de niños abandonados, de los cuales ocho millones viven totalmente en la calle. En Brasil 60 millones de personas comen sólo una vez al día; en China se come tres veces al día. En Brasil hay 40 millones de analfabetos y la mitad de la población es analfabeta funcional, es decir, sabe apenas escribir su nombre y deletrear.

No se puede negar: desde la perspectiva del tercer mundo, el socialismo creó relaciones más igualitarias, con un sentido de internacionalismo y solidaridad que no encontramos en el área capitalista. El socialismo no se nutría de la explotación de los pobres, como lo hace el capitalismo, no se hacía presente en el mercado internacional, que en la perspectiva de los países empobrecidos es un navío de piratas. Pero hizo la revolución del hambre.

Como bien dice Roberto Retamar, escritor y poeta cubano: el ser humano está habitado por dos hambres, el hambre de pan, que es saciable, y el hambre de belleza, que es insaciable. El socialismo no hizo la revolución de la libertad. No atendió al hambre de belleza. ¿Y quién puede afirmar que la libertad es incompatible con la producción, con la eficacia y con la creatividad artística? El socialismo controló, reprimió y asesinó a millares de personas que buscaban la libertad. He ahí la causa última de la caída del socialismo. Pero no identifiquemos socialismo con estalinismo, como no igualamos la Iglesia de Cristo con la Santa Inquisición o con las presentes agresiones a la libertad del actual ex Santo oficio.

¿Triunfó el capitalismo y su mercado?

De ninguna forma. Se trata, en efecto, de un sistema que nunca logró acertar. Dentro del capitalismo no hay salvación para los pobres, ni siquiera en Estados Unidos, donde el número de pobres sigue creciendo. Para nosotros no es una utopía sino un castigo. Sería ilusión pensar que el capitalismo es para todos. El capitalismo es para los capitalistas. Después, caen las sobras para los lázaros, que jamás son comensales con los capitalistas.

Para ver lo que significa la perversidad del modo de acumulación capitalista, basta mirar allí donde se impone en el tercer mundo. Tres cuartas partes del área capitalista -Asia, Africa y América Latina- viven en un capitalismo dependiente y asociado. Allí predomina la pobreza de la mayoría de la población y unas condiciones de vida mucho peores que en los tiempos de la esclavitud en cuanto a alimentación, mortalidad infantil y esperanza de vida, por lo menos en mi país, Brasil. Antes, los pobres se sentían oprimidos, pero tenían esperanza. Hoy, continúan oprimidos, y como esa opresión sigue aumentando siempre, muchos se sienten ya sin esperanza.

El capitalismo solamente funciona hoy en los países ya capitalistas e industrializados, pero con un tipo de desarrollo acelerado y dilapidador de la naturaleza que jamás podrá ser universalizado, a no ser que queramos introducir un holocausto colectivo.

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¿Y la teología de la liberación?

Debemos decir claramente que la teología de la liberación, desde el principio, jamás puso en el centro de su práctica y de sus reflexiones al socialismo, sino al pobre, colectiva y conflictivamente considerado. Sólo se ocupó del socialismo como de una mediación para hacer avanzar la causa de los oprimidos, como una alternativa histórica al capitalismo bajo el que tanto sufren nuestros pueblos. Jamás presentó el socialismo como un «modelo» a imitar. Cada pueblo debería construir su propio camino hacia el socialismo. Por eso, no conozco ningún teólogo de la liberación que se haya inscrito en el Partido Comunista-Socialista. El socialismo era mirado sólo como una «referencia» histórica que no era posible desconocer. Las raíces verdaderas de la teología de la liberación están en otro lugar.

La teología de la liberación nace de una doble experiencia, una política y otra teológica. Políticamente, percibió que los pobres fundan un lugar social y epistemológico, en el sentido de que su causa, sus intereses objetivos, su lucha de resistencia y liberación y sus sueños permiten una lectura singular y propia de la historia y de la sociedad. Esa lectura es inicialmente denunciatoria. Denuncia que la historia actual está escrita por la mano blanca y cuenta las glorias de los vencedores. Denuncia que no tiene conciencia de las víctimas y que por eso es cruel y sin misericordia. Y destapa la memoria gigante de los vencidos.

Y es una lectura también utópica. Sueña con transformaciones posibles y con relaciones humanas, en las cuales el ser humano es amigo del otro en vez de su rival. La práctica social puede transformar el sueño en realidad histórica. Podemos afirmar con seguridad: todas los grandes ideales que movieron y mueven todavía hoy a las religiones, los proyectos de transformación y los procesos revolucionarios están ligados a los sueños de los oprimidos y a la justicia necesaria.

La teología de la liberación reconoció esta realidad, pues los militantes cristianos estaban en las mismas trincheras que los pobres: en los sindicatos, en las luchas populares y hasta en la insurgencia guerrillera. En este contexto se preguntaban: ¿cómo anunciar que Dios es vida y paz en un mundo de miserables? Solamente transformando esta antirrealidad en realidad digna rescatamos la verdad de la fe:Dios: es Padre y Madre de todos y Padrino de los pobres. A partir de ahí se entiende la necesidad de la inserción y de la militancia de los cristianos, y también de la de los teólogos, en los procesos de transformación.

La segunda experiencia. la teológica, nació de la profundización de la primera. Las comunidades cristianas de base aprendieron que la mejor manera de interpretar la Biblia es confrontarla con la vida. En esta confrontación aparece una verdad que atraviesa las Escrituras de punta a punta: la íntima conexión que existe entre el Dios, los pobres y la liberación. Dios es testimoniado como el Dios vivo y dador de toda vida. No es como los ídolos, que son muertos y exigen sacrificios. Este Dios, por su propia naturaleza vital, se siente atraído hacia aquellos que gritan porque se les está quitando la vida con la opresión. El hace suya la lucha de resistencia y de liberación de los oprimidos.

El Dios bíblico es alguien que escucha el grito, ya sea de los judíos en el cautiverio egipcio, liberándolos; sea el de Jesús que grita en la cruz, resucitándolo; sea hoy, dando legitimidad a la lucha de liberación de millones que ya no aceptan la opresión y buscan vida y libertad. Dios opta por ellos, no porque sean buenos, sino porque son oprimidos. Ellos pueden contar con Dios. El proyecto de Dios pasa por el proyecto de los pobres.

Esta intuición creó una espiritualidad, una práctica de inserción en las luchas populares, y una teología. La teología de la liberación bebe de su propio pozo. Fue a partir de su lucha al lado del oprimido como esta teología incorporó algunas categorías de la tradición marxista. Estas categorías ayudaban y continúan ayudando a desenmascarar la lógica perversa de acumulación a costa de la miseria y deshumanización de las mayorías. A partir del sufrimiento bajo el orden capitalista (que es orden en el desorden), los cristianos inspirados por la teología de la liberación planteaban el tema del socialismo democrático como alternativa histórica posible para llegar a formas más dignas para el trabajo y más generadoras de vida para todos.

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¿Qué futuro tiene la teología de la liberación?

América Latina es el único continente en el que los teólogos son vigilados por la policía, apresados, torturados y asesinados, como recientemente nuestros hermanos jesuitas de El Salvador. América Latina es un continente marcado por el cristianismo, impuesto junto con la colonización. Precisamente porque es un continente penetrado de referencias cristianas, ocurren asesinatos de teólogos. ¿Qué tiene esta teología que tanto miedo mete al sistema del capital y que la lleva a participar del mismo destino de muerte que sufren tantos hombres y mujeres del pueblo?

Lo que se teme no es el marxismo. A quien teme la sociedad e incluso la misma Iglesia conservadora es a Dios. A este Dios que libera, que legitima la lucha de los oprimidos y les da coraje para el sacrificio último. No aceptan que la «opción por los pobres y contra su pobreza» nazca del corazón de la fe cristiana y de la esencia del concepto bíblico mismo de Dios. Les gustaría que naciese del marxismo y de las ideologías de izquierda Esta es la incomprensión y la calumnia que las autoridades doctrinales de Roma propalan por el mundo. Les espanta que un cristiano diga: por causa del Dios de Jesucristo, por causa del Evangelio y de la fe de los padres tengo todas las razones para pedir una transformación de la sociedad en la que los propios pobres sean protagonistas. Por el hecho de aplicar esta misma exigencia a las relaciones internas en la Iglesia romano-católica, que adolecen de falta de libertad, es por lo que sufrí un proceso doctrinal en Roma y fui sancionado.

Esta visión libertaria, que nace del bagaje mismo de la fe, rompe con el monopolio que el marxismo tenía de las utopías revolucionarias. Un cristiano puede ser revolucionario. Más todavía. Esta idea libertaria libra al cristianismo del cautiverio conservador a que el orden capitalista lo había sometido convirtiéndolo en un enemigo permanente del marxismo y de las prácticas transformadoras. El debate teológico en torno a la teología de la liberación es irrelevante. En realidad oculta el debate real, que es un debate político: ¿de qué lado se sitúa el cristianismo en el equilibrio de las fuerzas históricas hoy?, ¿del lado de los que quieren mantener el orden porque les beneficia, o del lado de los que quieren cambiarlo porque castiga demasiado a los pobres? Las iglesias nuevas de Tercer Mundo, en su gran mayoría, han comprendido: si no estamos del lado de los condenados de la tierra somos enemigos de la humanidad misma; perdiendo a los pobres perderíamos también a Dios y a Jesucristo, que hicieron una opción por los pobres. Y con ello perderíamos también toda relevancia histórica.

Mientras haya oprimidos en este mundo habrá espíritus atentos que se empeñen en la lucha por la libertad. Y harán del cristianismo no un tótem legitimador de los poderes elitistas de este mundo, sino una mística de liberación para los muchos oprimidos. Los que reflexionen sobre esta práctica estarán haciendo teología de la liberación.

¿Qué futuro tienen los ideales socialistas?

Desde nuestra perspectiva, la de las víctimas, respondemos: las inquietudes que hace 200 años hicieron surgir el socialismo perduran todavía e incluso se han agravado a nivel mundial. Para los pobres, para los que son mantenidos en el subdesarrollo, para la democracia social, para los derechos humanos como derechos a partir del derecho a la vida y a los medios de vida para todos, no hay salvación dentro del capitalismo. En América Latina, el capitalismo, con elecciones o sin elecciones, no es democrático. Cuando las élites perciben que el orden capitalista está en peligro, llaman a los militares, y éstos, para salvar el capitalismo, violan todos los derechos personales, sociales y políticos.

Debemos buscar otra esperanza. Y volvemos al sueño socialista. La crisis de un tipo de socialismo no va a ser capaz de destruir tan nobles y humanitarios ideales.

Los ideales socialistas están enraizados en los sustratos más profundos de este animal político que es el ser humano. Ahí se alimentan peligrosas utopías. Fuera del poder hegemónico, y purificado de los vicios de su cristalización histórica, el socialismo democrático encontrará, ciertamente, su lugar natural en las naciones periféricas y oprimidas del Tercer y Cuarto Mundos.

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Yo diría más: los problemas humanos de forma creciente se están mundializando. Las soluciones deberán ser igualmente mundiales, es decir, más y más serán fruto de un inmenso proceso de socialización y democratización que tendrá también su dimensión ecológica y cósmica. Debemos aprender a convivir con las piedras, las plantas, los animales y las estrellas como nuevos ciudadanos de la ciudad humana.

El socialismo, que por su propia naturaleza hace de lo colectivo el eje de su articulación, podrá significar la gran alternativa de la humanidad naturalizada que decidió sobrevivir en un espacio de fraternidad y de sororidad.

Me niego a pensar que los seres humanos estén condenados a explotarse mutuamente, a vivir obsesionados por la acumulación a costa de la miseria de otros, a ser egoístas.

A la búsqueda de una modernidad alternativa e integral.

Innegablemente, la caída del llamado campo socialista, la inauguración de la glasnost y de la perestroika y el fin de la guerra fría han provocado una crisis en el proyecto de transformación de la sociedad. Sentimos la crisis en los intelectuales de izquierda, y la perplejidad en los movimientos de base popular. Simultáneamente, es inocultable el júbilo de los agentes del sistema capitalista. Se sienten triunfantes, pues -dicen- la historia nos dio la razón. El gran tema es el mercado. Todo pasa por él. El mercado es la gran realidad total. Es la nueva divinidad. Quien queda fuera del mercado no existe. Quien no se establece en el mercado, debe desaparecer. Se habla del final de la historia. ¿De qué historia? El mito europeo es hablar de modernidad y posmodernidad. No sólo se da ya una transnacionalización, sino que está en curso la mundialización como planetización del proceso productivo y del sistema de comunicación y de los intercambios. Nadie habla ya de imperialismo. Pasó de moda.

¿Pero qué es lo que ocurre realmente? ¡Que tenemos un nuevo imperialismo! Lo digo sin rebozo. Es el nuevo imperio de aquel tipo de racionalidad, de desarrollo y de sentido de la vida que se forjó en el vientre de la clase burguesa con el advenimiento de la modernidad, y que hoy se extiende a todo el planeta.

¿Cuál es la alternativa para el desarrollo sino llevarlo hasta los confines más recónditos de la Amazonía, de la India o de Polinesia? La misma lógica que destruyó las culturas-testimonio de América Latina en el siglo XVI continúa su obra devastadora hoy día. El proyecto colonial ibérico, en 80 años, de 1519 a 1595, redujo la población de México de 25.200.000 habitantes a 1.375.000. Fue el mayor genocidio de la historia, en la proporción de 25 por uno. Escuchemos el testimonio del profeta maya Chilam Balam, de los primeros años de la evangelización: «Los colonizadores vinieron a enseñarnos el miedo; vinieron a marchitar las flores; para que únicamente la flor de ellos viviese, destruyeron nuestras flores».

Hoy, en nombre de la modernidad, nuestros gobiernos latinoamericanos actualizan la lógica de la dominación mediante los grandes proyectos de las multinacionales japonesas, alemanas, italianas y norteamericanas. Por eso, por esa deuda externa impagable, continúan las muertes. Sólo en Brasil mueren de hambre 1000 niños por día. Nunca hubo tanta hambre y tantas muertes prematuras como hoy día, por el desempleo, los bajos salarios, las enfermedades y la violencia en las relaciones sociales. Decenas de naciones indígenas están desapareciendo. Así perderemos para siempre formas de humanidad de las que tanto necesitamos.

Bien nos recordaba uno de nuestros grandes indigenistas, Villas Boas: si pensamos que el sentido de nuestro paso por la tierra consiste en acumular riqueza, no tendremos nada que aprender de nuestros indígenas. Pero si buscamos integración entre las comunidades, una alianza de paz con la naturaleza y un equilibrio entre la producción y el placer, entonces tendremos lecciones sabias que aprender de nuestros indígenas.

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No estamos contra la modernidad en las dos configuraciones históricas en que cristalizó: la modernidad burguesa que creó la sociedad industrial, el mercado libre y el consumo, así como la democracia liberal-representativa, por una parte, y la modernidad proletaria que inauguró un nuevo sujeto histórico en la hegemonía de la sociedad, los trabajadores y el proyecto del socialismo, hoy en descomposición en su versión marxista-leninista, por otra. Estas dos formas de modernidad se antagonizaron durante decenios. Hoy hace falta construir una convergencia. Nosotros postulamos una modernidad alternativa e integral que incorpore el inmenso caudal de ciencia y de técnica (fruto de la modernidad burguesa), con democracia social, en beneficio de toda la humanidad (el sentido de la modernidad proletaria), en una consciencia ampliada de un destino común a toda la humanidad.

Para que esto llegue a ser realidad necesitamos de una nueva revolución mundial. ¿Quién habla hoy de revolución en el primer mundo? Esa palabra está en el limbo de los pensadores políticos y de los jefes de partido. Es moneda que no tiene ya curso. ¿Y por qué lo iba a tener? ¿Por qué poner en riesgo nuestro bienestar, después de tantas guerras -nos dicen los militares del primer mundo, muchos de ellos de la izquierda arrepentida-? La idea de revolución ha sido depositada en el museo arqueológico de la política. Sin embargo, a pesar de este desprestigio, hay que hablar de revolución, como exigencia de la miseria de las grandes mayorías.

Pero el primer mundo no tiene suficiente pólvora como para incendiar la idea de una nueva revolución, que hoy debería ser de amplitud universal. Perdón, si lo digo sin pelos en la lengua: por ahí no pasa la esperanza. La esperanza reside en la reproducción del bienestar actual y en el mantenimiento de un desarrollo garantizado. Por tanto, es un pensamiento del sistema vigente, y no de su posible alternativa. El pensamiento del sistema, por más progresista que sea, es siempre políticamente conservador. Y ser conservador hoy día, implica aceptar que la mayoría de la humanidad, que está fuera de la modernidad y sus beneficios, sea condenada a la exclusión e incluso a la muerte.

¿Podemos hacer de India, de China o de América Latina lo que hoy son Alemania o Italia? El modelo de desarrollo y de sociedad imperantes allí hoy día no es universalizable. Y, sin embargo, debemos sobrevivir como humanidad. Para eso se hacen las necesarias transformaciones mundiales profundas que pasan por un nuevo orden económico, por un nuevo régimen de propiedad, por relaciones sociales y ecológicas distintas, por un nuevo humanismo.

El baricentro del mundo: los dos tercios pobres.

¿Quiénes son los portadores de una nueva esperanza? Los pobres, colectivos y conflictivos. Los pobres del mundo están condenados a ser históricamente el humus de una nueva esperanza. No tienen en eso ningún mérito. Es su misión histórica, que ha de ser realizada en nombre de todos y en beneficio de la humanidad entera. Sólo ellos están en posibilidad de soñar. El presente no les pertenece. Su pasado es el pasado de sus señores, pasado que ellos tuvieron que internalizar. Sólo les queda el futuro.

Quizá parezca extraño que hable de sueños y utopías. Pero sí, necesitamos rescatar la eminente importancia social del sueño, de la fantasía creadora. Ella es, al decir de Pascal, la loca de la casa. Pero esta loca no se opone a la razón. Al contrario, representa una razón mayor, una razón no domesticada dentro de los sistemas y no controlada por el poder. Podemos decir que la razón moderna está cautiva en las mallas del poder económico y político. Es por la fantasía como la sociedad y los oprimidos consiguen transcender la prisión y entrever un mundo distinto de este mundo perverso que les niega participación y vida. Esta fantasía está ligada a los hambrientos, a los enfermos, a los oprimidos por mil cadenas. Esta fantasía tiene su sujeto histórico: el conjunto de las fuerzas que componen el universo de los dos tercios de marginados y de socialmente prohibidos. Desde la periferia gritan hacia el centro. Quieren que disminuyan las distancias, que haya un mínimo de equidad, sin la que dejamos de ser humanos, y que se llegue a superar el dualismo entre el norte y el sur, entre ricos y pobres, en la dirección de una humanidad que finalmente se reconcilie consigo misma.

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Estos son los sueños de los oprimidos. No sueñan con ser grandes potencias y dominar a los demás. No sueñan con un consumo desenfrenado y -por eso- insolidario. Sus sueños están ligados a las estructuras básicas de la vida y de la reproducción de la vida en cuanto vida humana, ligados por tanto al trabajo, a la salud, a la vivienda, al ocio mínimo, a la cultura necesaria para la comunicación humana. Ahora bien, tales bienes mínimos podrían técnicamente ser accesibles a todos; si no lo son es por falta de voluntad política mundial.

Hoy, con la superación de la confrontación este/oeste, capitalismo/socialismo, y con la trasposición de las relaciones norte/sur (países industrializados y ricos / países mantenidos en el subdesarrollo y pobres), se da la posibilidad de que el desafío mundial de los pobres constituya el baricentro de la política. Ellos constituirán ciertamente el punto de equilibrio del mundo, porque podrán significar la gran amenaza para cualquier sistema de exclusión.

Sería insoportable para cualquier ética asistir al agravamiento del dualismo mundial: de un lado, una creciente acumulación de medios de vida y de disfrute consumista ilimitado, y por otro la miseria y la desestructuración cada vez más avasalladoras de dos tercios de la humanidad. Si no se encuentran puentes de solidaridad y políticas de equilibrio mundial, los países opulentos se sentirán obligados a construir innumerables muros de Berlín para defender su sociedad de la abundancia contra la invasión de los hambrientos, que tocan a la puerta y quieren simplemente participar -al menos junto con los perros- de las migajas de los ricos epulones. Los cálculos dicen que dentro de 20 años, el 13% de la población mundial se concentrará en los países ricos, y el 80% en los países pobres del gran Sur. Si los pobres no son atendidos en sus necesidades mínimas, ¿qué garantía de paz y de disfrute habrá para los ricos?

Por eso, en vez de mundializar el mercado y las formas de acumulación, lo que hay que mundializar son otros hábitos culturales de solidaridad, de compasión colectiva para con las víctimas, de respeto a sus culturas, de compartición de los bienes, de integración emotiva con la naturaleza, de sentimientos de humanidad y de misericordia para con los humillados y ofendidos.

¿Parece utópico? Lo es. Pero lo utópico pertenece a la realidad. No es una huida de la realidad, sino el descubrimiento de que no estamos en el fin de la historia, el descubrimiento de que la historia está siempre abierta y de que es posible una convivencia más feliz. El ser humano, hombre y mujer, no es hijo e hija de la necesidad esclavizadora, sino de la alegría liberadora. Es deseando lo imposible como nos abrimos a la concretización de lo posible.

Los antiguos romanos alimentaban un ideal ecuménico, el de poder conferir a todos los habitantes del imperio, griegos o bárbaros, la dignidad de ser un día ciudadanos romanos, con las ventajas sociales que eso comportaba. Hoy debemos postular el reconocimiento de humanidad a todos los habitantes de la tierra, porque la gran mayoría de ellos es tratada como no-personas -por el hecho de haber llegado tarde al tipo de desarrollo que Occidente inventó- y es considerada como un cero económico en el mercado.

Para que eso llegue a ser realidad se hace urgente una glasnot y una perestroika en el capitalismo. ¿Qué calidad de vida produce? ¿Qué tipo de democracia proyecta? ¿Aquella que se aísla en las instituciones políticas, en el voto, en el campo de los derechos, pero que no entra en la esfera de la economía, protegida por el equívoco de la libre iniciativa y por el mercado? La democracia liberal acaba en la puerta de la fábrica. La propiedad privada está desprovista de sentido del bien común.

Pienso que la mundialización del destino humano plantea la urgencia de abordar una cuestión todavía más fundamental que el socialismo mismo: la cuestión de la democracia. La democracia, no sólo como una forma de gobierno, sino como un espíritu y un valor universal. Por ese camino será posible visualizar un futuro para la humanidad. La democracia, tal como está siendo pensada en tantos círculos latinoamericanos, se fundamenta en la articulación y la coexistencia de cinco fuerzas fundamentales: la participación, la solidaridad, la igualdad, la diferencia y la comunión.

Antes que ninguna otra cosa importa garantizar la participación. Más que buscar directamente una sociedad igualitaria, se busca hoy una sociedad participativa a todos los niveles posibles. La

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participación no se reduce a una integración en el status quo, sino que incluye la participación en la creación de nuevas relaciones y en la creación de lo todavía no experimentado.

En segundo lugar es importante la solidaridad a todos los niveles, especialmente en la perspectiva internacional: es la capacidad de incluir a los otros en el propio interés y entrar en el mundo del diferente, para fortalecerlo, especialmente a aquellos que la vida y la historia ha castigado, los más necesitados.

En tercer lugar, como efecto de la participación y de la solidaridad, surge una mayor igualdad social. Las sociedades históricas están marcadas por la desigualdad y por la exclusión. En la medida en que las personas participan y viven la solidaridad emergen relaciones más simétricas y por eso más humanizadoras.

En cuarto lugar, cabe reconocer, promover y defender las diferencias. Ellas son la riqueza de cada individuo y de las culturas. Excelente es la samba, pero junto a ella está la chanson, el country, el rock, la ópera, el canto gregoriano y la sinfonía. ¿No sería una desgracia que decidiéramos que la única música legítima fuese el heavey metal? La diversidad de géneros musicales constituye la riqueza de la música. La participación y la valorización de las singularidades hace que las diferencias no degeneren en desigualdades y discriminaciones. El modo de pensar y de obrar capitalista tiende a enfatizar las diferencias hasta convertirlas en desigualdades. El socialismo, por su parte, tiende a abolir las diferencias, porque las ve como desigualdades, y a homogenizarlo todo, matando la creatividad.

Por último, debemos subrayar la comunión. La comunión es la capacidad de establecer relaciones intersubjetivas, de alimentar la espiritualidad, en el sentido que Gorbachof difundió en sus intervenciones, como aprecio a las dimensiones éticas, estéticas, religiosas, que son factores constructores de la sociabilidad humana. La comunión es una categoría antropológica antes que religiosa. La comunión da cuenta de la trascendencia viva del ser humano que no se agota en el teatro social, sino que se abre siempre de nuevo hacia arriba y hacia los lados en la construcción de sentidos nuevos de vida.

La construcción de la democracia se da en la familia, en la escuela, en la fábrica, en las asociaciones de clase, en las iglesias, en el Estado, en la sociedad. Es un proyecto siempre abierto e inacabable. Queremos una humanidad más digna de la vida y más sana. Por eso queremos más democracia. Con más democracia, construida sobre estas fuerzas poderosas, podemos creer en un futuro más esperanzador para los oprimidos del mundo y para todos.

Los pobres gritan. Es su fuerza, y su derecho. ¿Quién escucha hoy el clamor de los oprimidos que sube del corazón de la tierra? Necesitamos una revolución mundial en nuestras mentes, una revolución mundial en nuestros hábitos, una revolución mundial en nuestras sociedades, para que este clamor sea efectivamente oído y atendido.

Si las iglesias cristianas y las religiones hoy tienen alguna relevancia social consiste exactamente en eso: no permitir que permanezcamos sordos al clamor de los oprimidos. Hacer que ese clamor sea llevado a todos los foros mundiales. Conseguir que ese clamor encuentre cajas de resonancia para que pueda ser escuchado con eficacia. La teología de la liberación, dentro de la cual me inscribo, trata de contribuir a ello. Asume solidariamente el lugar del pobre. Denuncia con los pobres la perversidad de la pobreza. Se asocia a las luchas de los pobres contra la pobreza, no en dirección de la riqueza inicua, sino en la dirección de la justicia. El sueño no reside en una sociedad pobre ni en una sociedad rica, sino en una sociedad fraterna, justa, solidaria, democrática y sensible al misterio que atraviesa la existencia humana y la totalidad de la creación. Ese sueño puede ganar un poco de realidad. Si soñamos solos, será una ilusión. Pero si sonamos juntos, como dice una canción de las comunidades de base, es una señal de solución.

Entonces, compañeros, vamos a soñar juntos, a soñar deprisa, a soñar en comunidad.


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