X. CREADOR DE UN MOVIMIENTO RENOVADOR





JOSÉ ANTONIO PAGOLA 






X. CREADOR DE UN MOVIMIENTO RENOVADOR

Desde el primer momento, Jesús se rodea de amigos y colaboradores. La llegada del reino de Dios está pidiendo un cambio de dirección en todo el pueblo, y esto no puede ser tarea exclusiva de un predicador particular. Es necesario poner en marcha un movimiento de hombres y mujeres salidos del pueblo que, a una con él, ayuden a los demás a tomar conciencia de la cercanía salvadora de Dios.

La intención de Jesús parece clara. Sus seguidores lo acompañarán en su vida itinerante por los caminos de Galilea y Judea; compartirán con él su experiencia de Dios; junto a él aprenderán a acoger su llegada; guiados por él participarán en la tarea de anunciar a todos la venida del reino de Dios. Él mismo los educará y adiestrará para esta misión. ¿Cómo se llegó a formar este grupo de discípulos y discípulas más cercanos a Jesús? ¿Con quiénes contó para poner en marcha su movimiento? ¿Qué estilo de vida se vivía junto a él?

La experiencia fue breve, pero intensa. No hubo tiempo para una actividad sosegada. Al parecer, el grupo vivió animado por la fuerza carismática de Jesús más que sostenido por una organización precisa. En este grupo están sus mejores amigos y amigas, los que le conocen más de cerca, los que han podido captar como nadie su pasión por Dios y por los últimos. No serán un ejemplo de fidelidad en el momento en que ejecuten a Jesús, pero, cuando se vuelvan a encontrar con él lleno de vida, se convertirán en sus testigos más firmes y convencidos: los que mejor transmitirán su mensaje y contagiarán su espíritu. De estos arrancará el movimiento que dio origen al cristianismo.

Poder de atracción

Jesús tiene algo que atrae a las gentes. Algunos se acercan movidos por la curiosidad y la simpatía hacia el profeta curador. Eran los más numerosos. Entre esa muchedumbre hay, sin embargo, quienes sienten hacia él algo más que curiosidad. Su mensaje les convence. Algunos le manifiestan su plena adhesión y, aunque no abandonan su casa para seguirle, le ofrecen ayuda y hospitalidad cuando se acerca a su aldea. Hay, por último, un grupo de discípulos y discípulas que lo acompañan en su vida itinerante y colaboran con él de diversas maneras. Entre estos Jesús elige a doce que forman su grupo más estable y cercano.

Jesús provocó un verdadero impacto en las gentes sencillas de Galilea. Primero es sorpresa y curiosidad. Enseguida, esperanza y entusiasmo. Son muchos los que se acercan a escuchar sus parábolas. Bastantes le llevan a sus familiares enfermos o le piden que vaya a sus casas para curar a algún ser querido. Eran, al parecer, gentes que iban y venían. Probablemente lo acompañaban hasta las aldeas vecinas y luego se volvían a su pueblo. No hay duda de que Jesús movilizaba a las gentes y provocaba su entusiasmo. Lo confirma el historiador Flavio Josefo, quien, a finales del siglo I, asegura que Jesús «atrajo a muchos judíos y también a muchos de origen griego». Esta popularidad nunca decayó. Duró hasta el final de su vida.

No es difícil acercarse a Jesús, pues casi siempre habla al aire libre. Lo hace muchas veces a orillas del lago de Galilea, aprovechando los lugares cercanos a los pequeños embarcaderos adonde la gente acude a recoger el pescado. En ocasiones busca un lugar más tranquilo en la ladera de alguna de las colinas que dan a aquel pequeño mar tan querido para los galileos. A veces se detiene a descansar en algún recodo del camino. Cualquier lugar es bueno para sentarse y anunciar su mensaje. También habla en las pequeñas plazas de las aldeas. Sin duda, su lugar preferido son las sinagogas, cuando los vecinos se reúnen para celebrar el sábado. El gentío es a veces agobiante. Probablemente las fuentes exageran la realidad, pero los «detalles» que nos proporcionan hacen pensar en la fuerte atracción que provoca Jesús. Se nos dice que un día tuvo que hablar a la gente desde una barca, mientras ellos se sentaban en la orilla. Hay momentos en que el gentío lo «estruja» hasta no dejarle apenas caminar. En alguna ocasión son tantos los que van y vienen que no le dejan ni comer; Jesús llega a tener que pedir a sus discípulos que lo acompañen a un lugar tranquilo para «descansar un poco».

La mayor parte de los que se mueven tras Jesús para escuchar sus parábolas y ver sus curaciones pertenece a los estratos más pobres y desgraciados. Gentes sencillas e ignorantes sin ningún relieve social, pescadores y campesinos que viven de su trabajo; familias que le traen a sus enfermos; mujeres que se atreven a salir de casa para ver al profeta; mendigos ciegos que tratan de atraer a gritos la atención de Jesús; grupos que viven alejados de la Alianza y son reconocidos como «pecadores» que no practican la ley; vagabundos y gentes sin trabajo que no tienen nada mejor que hacer. A Jesús se le conmueve el corazón, pues los ve «maltrechos y abatidos, como ovejas sin pastor».

No siempre la curiosidad de estas gentes se traducía en una adhesión profunda y duradera. Le escuchan con admiración, pero se resisten a su mensaje. Les resulta difícil el cambio de actitud que Jesús espera de ellos. Al parecer, poblaciones como Corozaín, Betsaida y la misma ciudad de Cafarnaún rechazaron su mensaje o permanecieron indiferentes. Sin embargo son muchos los que sintonizan con él.

Adhesión cordial de bastantes

Entre estos hubo personas y familias enteras que le manifestaron una adhesión cordial. Su entusiasmo no es un sentimiento pasajero. Algunos le siguen por los caminos de Galilea. Otros no pueden abandonar sus casas, pero están dispuestos a colaborar con él de diversas maneras. De hecho son los que le ofrecen alojamiento, comida, información y todo tipo de ayuda cuando llega a sus aldeas. Sin su apoyo, difícilmente hubiera podido moverse el grupo de discípulos itinerantes que caminaba acompañando a Jesús. Bastantes de ellos son, probablemente, familiares de enfermos curados por Jesús o amigos y vecinos que desean agradecer de alguna manera su visita al pueblo. Estos adeptos repartidos por los pueblos de Galilea y Judea constituyen verdaderos «grupos de apoyo» que colaboran estrechamente con Jesús. Nunca se les llama discípulos, pero son personas que le escuchan con la misma fe y devoción que los que le acompañan en su vida itinerante.

No conocemos mucho de estos discípulos sedentarios. Sabemos que, cuando sube a Jerusalén, Jesús no se aloja en la ciudad santa; se va a Betania, una pequeña aldea situada a unos tres kilómetros de Jerusalén, donde se hospeda en casa de tres hermanos a los que quería de manera especial: Lázaro, Marta y María. En alguna ocasión es invitado a comer posiblemente por un leproso de Betania al que había curado anteriormente. Al parecer, en la aldea de Betfagé, muy cerca ya de Jerusalén, le prestaron un borrico para subir a la ciudad. Se nos habla también de un amigo que vive en Jerusalén y les prepara la sala para celebrar aquella cena memorable en la que Jesús se despide de quienes lo han acompañado desde Galilea.

Estos constituyen precisamente el grupo más cercano a Jesús. Está integrado por hombres y mujeres que, atraídos por la persona de Jesús, abandonan su familia, al menos durante un tiempo, y se aventuran a seguir a Jesús en su vida itinerante. Durante algo más de dos años, entre el 28 y el 30 d. C, comparten su vida con él, escuchan el mensaje que repite en cada aldea, admiran la fe con que cura a los enfermos y se sorprenden una y otra vez del afecto y la libertad con que acoge a su mesa a pecadores y gentes de mala fama.

Caminan de ordinario unos metros detrás de Jesús. Mientras ellos y ellas hablan de sus cosas, Jesús madura en silencio sus parábolas. Juntos pasan momentos de sed y también de hambre. Al llegar a una aldea, se preocupan de encontrar algunas familias de simpatizantes que los acojan en sus casas. Buscan agua y disponen lo necesario para sentarse a comer. Los discípulos se ocupan también de que la multitud pueda escuchar con tranquilidad a Jesús: a veces le procuran una barca para que todos le puedan ver mejor desde la orilla; en ocasiones piden a la multitud que se siente en torno a él para oírle mejor. Terminada la jornada, despiden a la gente y se preparan para descansar. Son los momentos en que pueden conversar con Jesús de manera más sosegada. Estos discípulos y discípulas fueron sus confidentes. Los mejores amigos y amigas que tuvo durante su vida de profeta itinerante.

No sabemos exactamente cuántos eran, pero constituían un grupo más amplio que los «Doce». Entre ellos hay hombres y mujeres de diversa procedencia. Algunos son pescadores, otros campesinos de la Baja Galilea. Pero encontramos también a un recaudador que trabajaba en Cafarnaún y que se llamaba Leví, hijo de Alfeo. Hubo algunos que anduvieron con él desde el principio: Natanael, un galileo de corazón limpio, y dos varones muy apreciados más tarde en la comunidad cristiana, que se llamaban José Barsabás, al que llamaban «el Justo», y Matías. También se agregó al grupo un ciego de Jericó curado por Jesús, que se llamaba Bartimeo.

A los integrantes de este grupo tan heterogéneo que compartió la vida itinerante de Jesús se les llama «discípulos». No era un término habitual en aquella sociedad. Posiblemente el mismo Jesús o sus seguidores lo empezaron a emplear entre ellos sin, por supuesto, darle el contenido técnico que adquiriría más tarde para designar a los discípulos de los rabinos judíos. Tal vez Jesús y algunos de los suyos recordaban la experiencia que habían vivido como discípulos del Bautista. Tampoco hemos de olvidar que Jesús se movía en una región donde se recordaba a dos grandes profetas del reino del norte. De ellos escribe Flavio Josefo que el más joven, llamado Elíseo, «siguió» al profeta Elias y se convirtió en su «discípulo y servidor».

Los Doce

En un determinado momento, Jesús elige de entre estos discípulos que le siguen a un grupo especial de doce que forman el círculo más íntimo en torno a él. Ellos son el núcleo más importante de discípulos y también el más estable. La mayoría de ellos no tienen un relieve notable como individuos. Las fuentes dan más importancia al grupo como tal que a cada uno de sus componentes. Los Doce se mueven a la sombra de Jesús. Su presencia en torno a él es un símbolo vivo que deja entrever la esperanza que lleva en su corazón: lograr la restauración de Israel como germen del reino de Dios.

Probablemente, casi todos los que integran el grupo de los Doce son galileos. Varios de ellos pescadores del lago, los demás seguramente campesinos de aldeas cercanas. Los Doce son gentes sencillas y poco cultas que viven de su trabajo. No hay entre ellos escribas ni sacerdotes. Sin embargo hay diferencias entre ellos. La familia de Santiago y Juan pertenecía a un nivel social elevado. Su padre, llamado Zebedeo, poseía una barca propia y tenía jornaleros que trabajaban para él. Probablemente mantenía relación con las familias que se dedicaban a la salazón de pescado en Betsaida y Tariquea (Magdala). Pedro y su hermano Andrés pertenecían, por el contrario, a una familia de pescadores pobres. Probablemente no tenían barca propia. Solo unas redes con las que pescaban desde la orilla en aguas poco profundas. Así vivían no pocos vecinos de las riberas del lago. Los dos hermanos trabajaban juntos. Habían venido de Betsaida buscando probablemente más facilidades para su modesto trabajo. Pedro se había casado con una mujer de Cafarnaún y vivían formando una familia múltiple en casa de sus suegros. Lo único que dejan para seguir a Jesús son sus redes.

El grupo era bastante heterogéneo. Algunos, como Pedro, estaban casados, otros eran tal vez solteros. La mayoría había abandonado a toda su familia, pero Santiago y Juan vienen con su madre Salomé, lo mismo que Santiago el menor y Joset, a los que acompaña su madre María. La mayoría provienen de familias judías tradicionales y llevan nombres hebreos; sin embargo, Simón, Andrés y Felipe, nacidos los tres en Betsaida, parecen haber vivido en ambientes más helenizados y llevan nombres griegos. A Felipe, su padre le puso el nombre del tetrarca (!). Probablemente Felipe y Andrés hablaban griego y, por ello, en alguna ocasión hacen de intermediarios entre un grupo de peregrinos griegos y Jesús.

Quizá no siempre fue fácil la convivencia entre ellos. Simón, el «Cananeo», llamado seguramente así por su celo en el cumplimiento de la Torá, tuvo que aceptar junto a sí a Leví, el recaudador de impuestos, aprendiendo a vivir con la actitud de Jesús, que les insistía en acoger a gente tan indeseable como los pe- cadores, publícanos y prostitutas. Por otra parte, Santiago y Juan, a los que llamaba Boanerges o «hijos del trueno», eran probablemente de carácter impetuoso y crearon tensiones en el grupo por su pretensión de ocupar un puesto relevante junto a Jesús.

Al parecer, Jesús tuvo una relación especial con Pedro y la pareja de hermanos formada por Santiago y Juan. Los tres pescaban en la misma zona del lago y se conocían antes de encontrarse con Jesús. Era con los que más a gusto se sentía. Los trataba con gran confian- za. A los tres les puso apodos curiosos: a Si- món le llamó «roca» ya los dos hermanos «hijos del trueno». Según la tradición cristiana, solo ellos estuvieron presentes en acontecimientos tan especiales como la «transfiguración» de Jesús en lo alto de una montaña de Galilea y durante su oración angustiosa al Padre en Getsemaní la noche en que fue de- tenido.

Sin duda, Pedro es el discípulo más destacado de los Doce. Las fuentes lo presentan como portavoz y líder de los discípulos en general y de los Doce en particular. En algún momento, Jesús le da el nombre de Kefas («roca»), que, traducido al griego como Petrós, se convirtió en su nombre propio: con ese nombre aparece siempre a la cabeza de los Doce. El testimonio de las fuentes cristianas contribuye a crear la impresión de un hombre espontáneo y honesto, decidido y entusiasta en su adhesión a Jesús, y al mismo tiempo capaz de dudar y de sucumbir a la crisis y al miedo. En sus labios se pone la afirmación más so- lemne de fe en Jesús: «Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo», y la negación más rotunda: «No conozco a ese hombre». Su actuación en la Iglesia primitiva presenta también luces y sombras: dirigente celoso y resuelto de la Iglesia de Jerusalén y, al mismo tiempo, capaz de actuaciones que, al menos a los ojos de Pablo, eran ambiguas y poco claras. Todo ello le ha proporcionado desde siempre un atractivo especial entre los cristianos. Después de sufrir prisión varias veces en Jerusalén, marchó a Antioquía y más tarde a Roma, donde murió martirizado en tiempos del emperador Nerón, entre los años 64 y 68, tal vez en la colina del Vaticano.

¿Qué pretendía Jesús al rodearse de este grupo inseparable de doce varones? Sin duda todos veían en aquel grupo un símbolo sugestivo que, de alguna manera, evocaba a las doce tribus de Israel. Pero, ¿en qué pensaba Jesús realmente? Este pequeño grupo que le rodea es para él símbolo de un nuevo comienzo para Israel. Una vez restaurado y reconstruido, este pueblo tan querido por Dios se convertirá en el punto de arranque de un mundo nuevo en el que su reinado llegaría hasta los confines del mundo. Asociados por Jesús a su misión de anunciar la llegada de Dios y de curar a las gentes, estos Doce irán poniendo en marcha de manera humilde, pero real, la verdadera restauración de Israel.

Al ver a Jesús caminando por sus pueblos rodeado de los Doce, en muchos se despertaba un sueño largamente acariciado: ver de nuevo reunidos a todos los judíos formando un solo reino, como en tiempos de David (ca. 1000 a. C). Israel se consideraba formado por doce tribus nacidas de los doce hijos de Ja- cob, pero desde el siglo VIII a. C. no era así. El año 721 a. C, los asirios habían destruido el reino del norte (Israel), llevándose al destierro a las tribus que lo constituían. Nunca más volvieron.

El año 587 a. C, los babilonios invadieron el reino del sur (Judá) y deportaron a Babilonia a las tribus de Judá y Benjamín. El pueblo ya no volvió nunca a ser el mismo. Es cierto que el año 538 a. C. volvieron algunos de los desterrados y emprendieron la reconstrucción del templo, pero Israel era ya un pueblo roto, con sus hijos e hijas dispersos por todo el mundo. Así lo conoció Jesús. Aquellas aldeas de Galilea solo eran una porción pequeña del pueblo judío, y él deseaba llegar a todo Israel, también hasta quienes vivían desperdigados por el Imperio. Eran hijos de la «diáspora». Así los llamaban: «Dispersión». ¿No serían nunca un pueblo reunido de nuevo por Dios?

Los profetas habían mantenido siempre viva esta esperanza en la conciencia del pueblo: «Yahvé reunirá a los dispersos de Israel y congregará a los desperdigados de Judá desde los cuatro extremos de la tierra». En tiempos de Jesús se seguía esperando el milagro. Un escrito del que tal vez Jesús oyó hablar decla- raba que el Mesías de David «reunirá un pueblo santo... y juzgará a las tribus de un pueblo santificado por el Señor, su Dios». En Qumrán se hablaba repetidamente de la restauración de las «doce tribus de Israel» en los últimos días: la presencia de «doce varones» en el Consejo que presidía la comunidad lo recordaba a todos.

Jesús compartía la misma esperanza, pero no estaba pensando en una restauración étnica o política, sino en una presencia curadora y liberadora de Dios en su pueblo, empezando por los enfermos, los excluidos y los pecadores. Por eso «les dio poder para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades». La restauración de Israel estaba empezando así de manera casi insignificante, pero real. Que nadie pensara en el triunfo político de Israel y la destrucción de los paganos. Jesús buscaba la restauración de Israel haciéndole experimentar en su propio seno la misericordia de Dios. Así se abriría camino el reino de Dios en medio de los pueblos.

Una llamada radical

Al volver del desierto del Jordán, Jesús se dirigió probablemente a Nazaret. Allí estaba su casa; allí vivía su familia. No sabemos cuánto tiempo permaneció en su pueblo, pero, en un determinado momento, su presencia provocó tensión. Aquel Jesús no era el que habían conocido. Lo veían transformado al hablar en nombre de Dios. Pretendía incluso curar y expulsar demonios, movido por su Espíritu. Sus vecinos quedaron sorprendidos y desconcertados. A sus amigos y amigas de la infancia, que habían jugado y crecido con él, se les hacía difícil creer en todo aquello. Lo habían visto trabajar como artesano; conocían a su familia. ¿Cómo se le ocurre presentarse ante ellos con pretensiones de profeta? Jesús abandonó su pueblo y marchó a la región del lago. Fue en Cafarnaún y sus alrededores donde empezó a llamar a sus primeros discípulos para que le siguieran en el proyecto que se había ido gestando en su corazón después de abandonar al Bautista.

Los futuros discípulos se fueron acercando a Jesús de formas diferentes. A algunos los llamó él mismo arrancándolos de su trabajo. Otros se acercaron animados por quienes ya se habían encontrado con él. Hubo tal vez quienes se ofrecieron por propia iniciativa, y Jesús les tomar conciencia de lo que suponía seguirle. Las mujeres probablemente se acercaron atraídas por su acogida. Con gran sorpresa para muchos, Jesús las aceptó en su grupo de seguidores. En cualquier caso, el grupo se forma por iniciativa exclusiva de Jesús. Su llamada es decisiva. Jesús no se detiene a dar explicaciones. No les dice para qué los llama ni les presenta programa alguno. No les seduce proponiéndoles metas atractivas o ideales sublimes. Lo irán aprendiendo todo junto a él. Ahora los llama a seguirle. Eso es todo.

Las fuentes lo presentan actuando con una autoridad sorprendente. No aduce motivos ni razones. No admite condiciones. Hay que seguirle de inmediato. Su llamada exige disponibilidad total: fidelidad absoluta por encima de cualquier otra fidelidad; obediencia por encima incluso de deberes religiosos considerados como sagrados. Jesús los va llamando urgido por la pasión que se ha despertado en él por el reino de Dios. Quiere poner inmediatamente en marcha un movimiento que anuncie la Buena Noticia de Dios: la gente tiene que experimentar ya su fuerza curadora; hay que sembrar en los pueblos signos de mi- sericordia.

La llamada de Jesús es radical. Los que le siguen han de abandonar todo lo que tienen entre manos. Jesús va a imprimir una orientación nueva a sus vidas. Los arranca de la seguridad y los lanza a una existencia imprevisible. El reino de Dios está irrumpiendo. Nada los ha de distraer. En adelante vivirán al servicio del reino de Dios, incorporados íntimamente a la vida y a la tarea profética del propio Jesús.

Jesús les invita a dejar la casa donde viven, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar. No es fácil. La casa era la institución básica donde cada individuo tenía sus raíces; de ella recibían todos su nombre e identidad; en ella encontraban la ayuda y solidaridad de los demás parientes. La casa es todo: refugio afectivo, lugar de trabajo, símbolo de la posición social. Romper con la casa es una ofensa grave para la familia y una deshonra para todos. Pero sobre todo significa lanzarse a una inseguridad total. Jesús lo sabe por propia experiencia, y no se lo oculta a nadie: «Las zorras tienen madriguera y los pájaros del cielo nido, pero este hombre no tiene donde recostar su cabeza». Vive con menos seguridad que los animales: no tiene casa, come lo que le dan, duerme donde puede. No ofrece a sus seguidores honor ni seguridad. Los que le sigan vivirán como él, al servicio de los que no tienen nada. No es extraño que, viviendo en esas condiciones de desamparo y marginación, se les acercaran vagabundos y gentes desarraigadas.

Abandonar la casa era desentenderse de la familia, no proteger su honor, no trabajar para los suyos ni contribuir a la conservación de su patrimonio. ¿Cómo les puede hablar Jesús de «abandonar las tierras», el bien más preciado para aquellos campesinos, el único medio que tienen para subsistir, lo único que reporta a la familia un prestigio social? Lo que les pide es sencillamente excesivo: un gesto de ingratitud e insolidaridad; una vergüenza para toda la familia y una amenaza para su futuro. Jesús es consciente de los conflictos que puede provocar en aquellas familias patriarcales. En alguna ocasión llega a decirles esto: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al padre contra su hijo y al hijo contra su padre; a la madre contra su hija y a la hija contra su madre; a la suegra contra su nuera y a la nuera contra su suegra». Los conflictos entre padres e hijos eran los más graves, pues socavaban la autoridad del padre; las tensiones entre madres e hijas repercutían en la disciplina interna del hogar; las relaciones entre suegras y nueras no eran siempre fáciles, pero su importancia era muy grande para lograr la integración de la esposa en la casa del marido. Una familia desunida perdía la estabilidad necesaria para proteger a sus miembros y defender su honor. La familia pide fidelidad total.

Jesús no lo ve así. La familia no es lo primero; no está por encima de todo. Hay algo más importante: ponerse al servicio del reino de Dios, que está ya irrumpiendo. Las fuentes han conservado un dicho desconcertante de Jesús: «Quien no odia a su padre y a su madre, a su hijo y a su hija, no puede ser discí- pulo mío». Jesús exige a sus discípulos fidelidad a su persona por encima de la fidelidad a sus propias familias. Si se produce un conflicto entre ambas fidelidades, han de optar por él. Entre aquellas gentes, el «amor» y el «odio» no están unidos exclusivamente a sentimientos de la persona; son, más bien, acti- tudes que pertenecen a la esfera del grupo. Jesús les está pidiendo adhesión y fidelidad (amor), incluso aunque esto lleve consigo ruptura y oposición (odio) a la familia.

Según una fuente, a un posible discípulo, Jesús ni siquiera le dejó despedirse de su familia. En realidad, lo que pide aquel hombre no es tener un gesto de cortesía con los suyos. Lo que quiere es plantear a su familia la posibilidad de seguir a Jesús. Desea ser su discípulo, pero antes ha de obtener la aprobación de los suyos y la bendición de su padre. ¿Cómo va a tomar una decisión tan grave sin contar con ellos? Jesús le responde de manera terminante: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es digno para el reino de Dios».

¿Por qué habla tanto de los conflictos que su llamada puede provocar en las familias? ¿Es qué tuvo problemas con su propia familia? Es probable. Al parecer, los familiares de Jesús no vieron con simpatía su actividad por Galilea. No entendían su comportamiento. En un determinado momento, su madre y sus hermanos vinieron para llevárselo a casa, pues pensaban que estaba loco. Informado de su presencia, deja que lo esperen fuera de la casa donde él está enseñando y proclama abiertamente que aquellos que están sentados a su alrededor, escuchando atentamente su palabra, son su verdadera familia. Probablemente en casa de algunos seguidores de Jesús se originaron conflictos parecidos a los que él vivió en la suya. Aquel extraño grupo liderado por Jesús no contaba siempre con la simpatía de los suyos: ¿no estaban todos un poco locos?

Jesús sabía que aquellas familias patriarcales estaban controladas por la autoridad indiscutible del padre. El padre era el primer defensor del honor de la familia, el guardián de su patrimonio, el coordinador del trabajo. Todos vivían sometidos a su autoridad. Cuando Jesús pide a los discípulos abandonar a su padre, les está exigiendo ir contra el primer deber de todo hijo, que es el respeto, la obediencia y la sumisión total a su autoridad. Desafiar el poder supremo del padre dejándolo solo en la casa no es solo signo de profunda ingratitud; es, además, una afrenta pública que nadie puede aceptar. Por eso tuvo que provocar verdadero escándalo la respuesta de Jesús a uno que le pedía ir primeramente a «enterrar a su padre» antes de incorporarse a su seguimiento: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Enterrar al padre era la obligación más importante y sagrada de un hijo: las honras fúnebres, presididas por el hijo, constituían el momento solemne en que la autoridad del padre y su control de la familia pasaban al heredero. Pero, probablemente, lo que aquel hombre le pide a Jesús no es asistir al entierro de su padre recién fallecido, lo que le habría entretenido solo unos días. Lo que le plantea es, más bien, seguir atendiendo a su padre hasta los últimos días. Ausentarse de casa sin cumplir esta obligación sagrada, ¿no es un atentado contra la continuidad y el honor de la familia? Jesús le responde con absoluta claridad: «El proyecto de Dios es lo primero. No sigas cuidando el "mundo del padre", esa familia patriarcal autoritaria y excluyente que se reproduce para la muerte. Tú vete a anunciar el reino de Dios, esa familia nueva que Dios quiere abierta a los más débiles y huérfanos. Deja a tu padre y dedícate a los que no tienen padre que los pueda defender».

La llamada radical de Jesús no tiene nada que ver con el rigorismo promovido por los maestros de la ley. No está inspirada por un ideal de vida ascética superior a los demás. No pretende cargar la vida de sus seguidores con leyes y normas más exigentes. Les llama a compartir su pasión por Dios y su disponibili- dad total al servicio de su reino. Quiere encender en ellos el fuego que arde en su corazón. Él está dispuesto a todo por el reino de Dios, y quiere ver en el grupo de sus seguidores la misma pasión. Hay frases que lo dicen todo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará». Con esta afirmación paradójica, en la que tal vez subyace un pensamiento sapiencial conocido, Jesús está invitando a sus discípulos a vivir como él: agarrarse ciegamente a la propia vida puede llevar a perderla; arriesgarla de manera generosa y valiente puede llevar a salvarla. Es así. Un discípulo que se aferré a su vida por la seguridad, metas y expectativas que sin duda le ofrece, puede perder el mayor bien de todos: la vida dentro del proyecto de Dios. Un discípulo que lo arriesga todo y pierde de hecho la vida que lleva hasta ahora, encontrará vida entrando en el reino de Dios.

Los discípulos pudieron escucharle algo todavía más gráfico y terrible. Sin duda les estremeció: «Si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome sobre las espaldas su cruz y sígame». Un discípulo ha de olvidarse de sí mismo, renunciar a sus intereses y vivir en adelante centrado en Jesús. Ya no se pertenece; su vida es de Jesús; vive siguiéndole a él. Hasta aquí no dejaba de ser atractivo. Lo inquietante era la metáfora que Jesús añadía. Todos conocían el espectáculo terrible del condenado que, azotado y ensangrentado, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical, fijado en tierra.

Antes y después de Jesús, Palestina estuvo salpicada de cruces. Todos sabían con qué facilidad se crucificaba a esclavos, ladrones, rebeldes y gentes que ponían en peligro la paz. Todavía se recordaban aquellos días terribles en que el general Varo había crucificado a dos mil judíos alrededor de Jerusalén. Era el año 4 a. C, y Jesús daba sus primeros pasos en su casa de Nazaret. No podía haber elegido un lenguaje más gráfico para grabar en sus discípulos lo que esperaba de ellos: una disponibilidad sin límite para seguirle, asumiendo los riesgos, la hostilidad, el escarnio y, tal vez, la misma muerte. Su destino era compartir la misma suerte que los desgraciados y miserables que, de tantas maneras, eran «crucificados» en aquella sociedad. Juntos entrarían en el reino de Dios.

Viviendo con Jesús

¿Qué podía pensar la gente de este grupo tan especial de personas que acompañaban a Jesús en su vida de profeta itinerante? ¿Para qué los había llamado? ¿Quería enseñarles una doctrina nueva para que la difundieran fielmente por todo Israel? En este caso era ex- traño que no se hubiera fijado en personas más instruidas que aquellos pescadores y campesinos ignorantes. ¿Por qué les exigía una adhesión tan absoluta e incondicional? ¿Estaba pensando en iniciar una «guerra san- ta» contra Roma? Era un grupo demasiado insignificante para intentar algo así. ¿Quería fundar una comunidad pura y santa, parecida a la que los esenios habían constituido en el desierto de Qumrán? Pero, en ese caso, ¿qué hacían en aquel grupo mujeres como María de Magdala o recaudadores como Leví?

La figura de Jesús rodeado de discípulos podía hacer pensar en otros maestros de su tiempo. El mismo Flavio Josefo habla de él más tarde como de «un hombre sabio» que «fue maestro de aquellos que aceptaban con placer la verdad y atrajo a muchos judíos y gentiles». Sin embargo, nunca lo confundieron sus paisanos con un maestro de la ley. Es verdad que la gente lo llamaba rabí, pero, todavía por los años treinta, este título tenía un sentido genérico de «señor» y se empleaba como una manera respetuosa de dirigirse a alguien de gran prestigio. Solo después del año 70 se empezó a utilizar para designar a los «rabinos» que enseñaban la Torá a sus discípulos. Había algo que era impensable entre los rabinos: el grupo no estaba formado exclusivamente por varones; había también mujeres. Por otra parte, no habían sido ellos quienes habían venido pidiendo ser admitidos en una escuela. Era Jesús quien los había arrancado de sus casas para seguirle a compartir con él el servicio al reino de Dios.

La atmósfera que se vive en su entorno no es la de una escuela rabínica. No los ha llamado Jesús para estudiar la ley ni para aprender de memoria las tradiciones religiosas. No viven dedicados al estudio minucioso de los innumerables preceptos y normas. No están allí para llegar a ser un día maestros de Israel, expertos en dictar al pueblo los caminos de la ley. La relación que se establece entre ellos y Jesús no es una relación escolar entre alumnos y maestro. Es una vinculación personal con alguien que los va iniciando en el proyecto de Dios. Jesús no les habla como un rabino que expone la ley, sino como un profeta lleno de Dios. Su meta no es alcanzar un día la posición honorable de rabinos, sino compartir el destino inseguro y hasta peligroso de Jesús. Lo propio de estos discípulos no es aprender las ideas defendidas por un maestro, sino «seguir» a Jesús y vivir con él la acogida del reino de Dios.

Tampoco se parece aquel extraño grupo a las grandes escuelas de Grecia, donde sabios como Pitágoras, Sócrates, Platón o Aristóteles enseñaban a sus discípulos la sabiduría. El seguimiento de Jesús está muy lejos de la búsqueda de la verdad que se cultivaba entre los filósofos griegos. Tal vez, su estilo de vida itinerante, su modo de vestir y su vida contestataria al margen de la sociedad los asemejaba a ciertos filósofos cínicos que, según parece, eran conocidos en Gádara y otras regiones circundantes de Palestina en tiempos de Jesús. Lo primero que llamaba la atención en ellos era su aspecto sucio y descuidado. Su único atuendo consistía en un manto raído que dejaba ver su brazo desnudo, una alforja y un bastón. Caminaban con los pies descalzos, como los mendigos, y dormían en el duro suelo. Se los podía ver en las plazas públicas de las ciudades o junto a las termas.

Su conducta antisocial era intencionada. Los cínicos constituían un movimiento marginal y contestatario frente a las instituciones y valores de aquella sociedad, a la que consideraban podrida. Se burlaban de la autoridad, del poder, del matrimonio, la familia o la propiedad. Se preciaban de no necesitar de nada ni de nadie para alcanzar la felicidad. La libertad era el bien supremo al que aspiraban. Liberados de todo apego, no se sentían esclavos de nadie, sino auténticos reyes. Son famosas las palabras de Epícteto, un cínico algo posterior a Jesús (50-130):

Miradme, no tengo ciudad, ni casa, ni bienes, ni siquiera un esclavo. Duermo en el suelo, no tengo esposa ni hijos, ni un palacio, solo el cielo y la tierra y un manto raído. ¿Y qué me falta? ¿No vivo sin sufrir? ¿No vivo sin miedos? ¿No soy libre?.. ¿Qué actitud tomo ante aquellos a quienes vosotros teméis o admiráis? ¿No los trato igual que a esclavos? Quien me ve, ¿no pensará que está viendo a su rey y señor?

Esta libertad total y absoluta los llevaba a actuar de manera provocativa y desvergonzada. Solo se sentían atados a las leyes de la naturaleza, nunca a las de la sociedad.

No sabemos si Jesús y sus discípulos conocieron a los filósofos cínicos. Probablemente nunca oyeron hablar de ellos. Hay algunos rasgos que los asemejan, especialmente su vida itinerante, su mensaje contestatario y un modo de vestir que expresaba gráficamente su actitud ante la sociedad. Sin embargo, poco tiene que ver este grupo rural de Galilea con el fenómeno urbano de los cínicos en las ciudades helénicas. La motivación y el significado de fondo son completamente diferentes. El zurrón que llevaba cada cínico con sus pequeñas provisiones era símbolo de su independencia individualista; Jesús, por el contrario, desea crear una familia, y por ello pide a sus discípulos que prescindan de alforja para acogerse a la hospitalidad de las aldeas. Mientras los cínicos basaban su autosuficiencia en una vida simple, Jesús enseña a los suyos a confiar en el amor solícito de Dios y en la acogida mutua entre hermanos. Por otra parte, no es posible encontrar en su grupo el desprecio hacia los demás, el insulto grosero ni los actos indecentes tan propios de los cínicos. Los gestos de Jesús son los de un profeta que desea curar la enfermedad, expulsar el mal y comunicar a todos la cercanía salvadora de Dios. Esta es la diferencia radical: mientras los cínicos viven de acuerdo con la naturaleza buscando la libertad, Jesús y sus discí- pulos viven acogiendo el reino de Dios y proclamando su amor y su justicia. 

Lo que se respira junto a Jesús es inusitado, algo verdaderamente único. Su presencia lo llena todo. Él es el centro. Lo decisivo es su persona, su vida entera, el misterio del profeta que vive curando, acogiendo, perdonando, liberando del mal, amando apasionadamente a las personas por encima de toda ley, y sugi-riendo a todos que el Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas es así: amor insondable y solo amor. Todo lo aprenden de Jesús. En él pueden percatarse de cómo es una vida enteramente dedicada al reino de Dios. Ven cómo confía en un Dios bueno, Padre de todos, Amigo de la vida. De él aprenden la oración del Padrenuestro, que repiten todos los días en la mesa, junto a gentes de toda clase que se les juntan por el camino. Escuchan con atención las parábolas que va contando por los pueblos animando a todos a descubrir un mundo nuevo. Se sorprenden al ver cómo despierta la fe de los enfermos para curarlos de sus dolencias. Se sobrecogen al comprobar su poder para expulsar demonios y sanar vidas desgarradas por el mal. Lo ven lleno del Espíritu de Dios.

De él van aprendiendo otra manera de en- tender y de vivir la vida. Perciben la ternura con que acoge a los más pequeños y desvalidos. Se emocionan al observar cómo se conmueve ante la desgracia y el sufrimiento de los enfermos: de él aprenden a tocar a aquellos leprosos y leprosas a los que nadie toca. Los enardece su pasión por defender la dignidad de cada persona y su libertad para hacer el bien: comprueban que van creciendo las tensiones y conflictos con algunos sectores más rigoristas, pero nada ni nadie puede detener a su Maestro cuando se trata de defender a los humillados. Les conmueve su acogida amistosa a tanta gente víctima de su pecado: de él van aprendiendo a sentarse a la mesa con gente indeseable, mujeres de vida ambigua y pecadores olvidados de la Alianza. Es envidiable su pasión por la verdad, esa capacidad de Jesús para ir al fondo de las cosas, por encima de teorías y legalismos en- gañosos. Les cuesta acostumbrarse a ese lenguaje nuevo de su maestro, que insiste en liberar a la gente de sus miedos para que puedan confiar plenamente en Dios.

Le oyen repetir por todas partes algo que no es frecuente entre los maestros de la ley: «No tengáis miedo». A todos les desea siempre lo mismo: «Vete en paz». Algo nuevo se despierta en el corazón de sus discípulos y discípulas. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre... Todo ello va suscitando en ellos una fe nueva: en este hombre está Dios, en el fondo de esta vida presienten la cercanía misteriosa del Dios amigo y salvador. Más adelante hablarán de la «Buena Noticia de Dios».


Una familia nueva

Dentro de aquel grupo de seguidores hay personas de diferente procedencia, pero Jesús los ve a todos como una familia. La nueva familia que Dios quiere ver crecer en el mundo. En torno a él van a aprender a convivir, no como aquella familia patriarcal que han dejado atrás, sino como una familia nueva, unida por el deseo de hacer la voluntad de Dios. Jesús lo decía abiertamente: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».

No les unen lazos de sangre ni intereses económicos. No se han juntado para defen- der su estatus social; su honor consiste en hacer la voluntad del Padre de todos. No es una familia estructurada jerárquicamente: en- tre ellos reina la igualdad. No es una familia encerrada sobre sí misma, sino abierta y acogedora. Sin duda, estos son los dos rasgos que más cuida Jesús entre sus seguidores y seguidoras: la igualdad de todos y la acogida servicial a los últimos. Esta es la herencia que quiere dejar tras de sí: un movimiento de hermanas y hermanos al servicio de los más pequeños y desvalidos. Este movimiento será símbolo y germen del reino de Dios.

En esta familia no hay maestros de la ley. Su movimiento no ha de estar dirigido por letra- dos que guíen a gentes ignorantes. Todos han de aprender de Jesús. Todos han de abrirse a la experiencia del reino de Dios. Jesús se alegra precisamente de que a Dios le agrada revelarse a los más pequeños: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las ha dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien». En esta nueva familia no hay tampoco padres que imponen su autoridad patriarcal sobre los demás. Nadie ejercerá en su grupo un poder dominante. Nadie ha de llamarse ni ser padre. En el movimiento de Jesús desaparece toda autoridad patriarcal y emerge Dios, el Padre cercano que hace a todos hermanos y hermanas. Nadie está sobre los demás. Nadie es señor de nadie. No hay rangos ni clases. No hay sacerdotes, levitas y pueblo. No hay lugar para los intermediarios. Todos y todas tienen acceso directo e inmediato a Jesús y a Dios, el Padre de todos.

El clima que se respira junto a Jesús está muy lejos de la estructura jerárquica de Qumrán. En la comunidad del desierto nadie es admitido sin superar el debido examen «sobre su espíritu y sus obras» y la perfección de su comportamiento; Jesús, por el contrario, llama a Leví a incorporarse directamente al grupo desde su mesa de recaudador, y acoge entre sus seguidores a María de Magdala, la mujer que ha estado poseída por espíritus malignos. En Qumrán, cada miembro de la comunidad tiene asignado su propio lugar: «El pequeño obedecerá al grande» y todos «se someterán a la autoridad de los hijos de Sa- doc, los sacerdotes que custodian la Alianza»; en la familia de Jesús, por el contrario, no hay laicos que se someten a sacerdotes ni pequeños que obedecen a grandes; el ideal es «hacerse niño», pues «de los que son como los niños es el reino de Dios». En las comidas y reuniones de Qumrán, cada uno se sienta en el lugar que le corresponde según su rango: «Los sacerdotes se sentarán los primeros, los ancianos los segundos y el resto del pueblo se sentará cada uno según su rango». Con Jesús es diferente. Sus seguidores, hombres y mujeres, se sientan en corro alrededor suyo; nadie se coloca en un rango superior a los demás; todos escuchan su palabra y todos juntos buscan la voluntad de Dios. No se guarda tampoco ningún ritual ni normativa jerárquica en las comidas; a nadie se le reserva un lugar privilegiado en los banquetes de Jesús.

Dentro de esta igualdad fraterna tampoco hay diferencias jerárquicas entre varones y mujeres. No se las valora a estas por su fecundidad ni se las desprecia por su esterilidad. Jesús nunca habla de su pureza o su impureza. No están en el grupo para someterse a las órdenes de los hombres.

Nadie tiene autoridad sobre ellas por el hecho de ser varón. Hombres y mujeres, hijos e hijas de Dios conviven con igual dignidad al servicio de su reino.

Por eso en ninguna de las tradiciones evangélicas se presenta a alguien desempeñando algún tipo de función jerárquica dentro del grupo de discípulos. Jesús no ve a los Doce actuando como «sacerdotes» con respecto a los demás. No imagina a sus seguidores viviendo según el sistema jerárquico del templo: un sumo sacerdote, sacerdotes de diferentes linajes y un conjunto de levitas. El tipo de relación que quiere promover entre ellos se parece todavía menos al modelo jerárquico vigente en las estructuras políticas del Imperio. Entre sus seguidores quedan invertidos los valores normales de aquella sociedad. La grandeza no se mide por el grado de autoridad que uno pueda ejercer, sino por el servicio que ofrezca a los demás. Jesús le otorga el puesto más distinguido al esclavo, el que ocupa el nivel más bajo en el Imperio: «Sa- béis que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos».

Así imagina Jesús a su familia de seguidores: un grupo de hermanos y hermanas que le siguen para acoger y difundir la compasión de Dios en el mundo. Jesús ni pudo ni quiso poner en marcha una institución fuerte y bien organizada, sino un movimiento curador que fuera trasformando el mundo en una actitud de servicio y amor. No pensó en buenos gobernantes ni en doctores expertos. No buscó buenos mandos ni hábiles estrategas. Su primera preocupación es dejar tras de sí un movimiento de hermanos y hermanas, capaces de vivir sirviendo a los últimos. Ellos serán el mejor símbolo y la semilla más eficaz del reino de Dios.


Al servicio del proyecto de Dios

Era claro que Jesús no estaba pensando en fundar una escuela rabínica. Tampoco los había llamado para «servirle» al estilo rabínico. Jesús no necesitaba una corte de discípulos y discípulas, dispuestos a satisfacer sus deseos. Era exactamente al revés. Es él quien se siente servidor de todos: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve». Su intención no es tampoco crear una comunidad ritualmente pura y obediente a la ley, al estilo de los grupos fariseos más radicales. Más bien les enseña a compartir mesa con gentes extrañas al grupo; los quiere ver entre las «ovejas perdidas de Israel». Nunca pensó en un grupo ce- rrado y excluyente. No quería formar con ellos una comunidad de «elegidos» de Dios. No los llevó al desierto para separarlos de un pueblo contaminado y crear un «nuevo Qumrán». No los reclutó tampoco para iniciar una «guerra santa» contra Roma. Su propósito es muy distinto cuando los envía «como corderos en medio de lobos». No se necesita más sangre, sino más paz. 

Jesús los llama para que compartan su experiencia de la irrupción del reino de Dios y, juntamente con él, participen en la tarea de ayudar a la gente a acogerlo. Dejan su trabajo, pero no para vivir en el ocio y la vagancia, sino para entregarse con todas sus energías al reino de Dios. Abandonan a su padre para defender a tantas gentes privadas de padre y protección. Hay que crear una familia nueva acogiendo al único Padre de todos. No es fácil. Seguir a Jesús los convierte en personas «desplazadas». Su llamada los arranca de la aldea, la familia y el trabajo donde hasta entonces han encontrado identidad, seguridad y protección. Pero Jesús no los integra en un nuevo sistema social; los conduce hacia un espacio nuevo, lleno de posibilidades, pero sin un lugar concreto donde encontrar una identidad social. Seguirle es toda una aventura. En adelante, su identidad consistirá en vivir «caminando» hacia el reino de Dios y su justicia.

Para Jesús, aquel pequeño grupo está llamado a ser símbolo del reino de Dios y de su poder transformador. En aquel grupo se empezará a vivir la vida tal como la quiere realmente Dios. Todo era humilde y pequeño, como un «grano de mostaza». No es fácil captar allí la «levadura» que puede transformar aquella sociedad. Pero en aquel grupo de seguidores se podrá entrever algo del proyecto de Dios. Con ellos se irá definiendo, dentro de la cultura dominante del Imperio, una vida diferente: la vida del reino de Dios. No es difícil apuntar algunos rasgos.

Los discípulos de Jesús no viven ya sometidos al César. No temen a los recaudadores de impuestos, pues no tienen tierras ni negocios de pesca. No viven pendientes de los decretos del emperador, sino «cumpliendo la voluntad de Dios». Él es su Padre. Así le llama Jesús: nunca le dice «Rey». No emplea imágenes imperiales, sino metáforas extraídas del mundo familiar. No imagina a los suyos como germen de un «nuevo Imperio», sino de una «familia» de hermanos y hermanas. Para intuir las nuevas relaciones sociales exigidas por el reino de Dios no hay que mirar al Imperio, sino a este humilde grupo familiar con- cebido por Jesús.

Con ellos crea un espacio nuevo sin dominación masculina. Los varones han abandonado la posición privilegiada que ocupaban en sus casas como padres, esposos o hermanos. Han renunciado al liderazgo propio del varón y se han desprendido de una buena parte de su identidad de hombres en aquella sociedad patriarcal. La nueva familia que está creando Jesús no es espejo de la familia patriarcal. Ni siquiera Jesús se presenta como «padre» del grupo, sino como «hermano». En su movimiento de seguidores, todos podrán descubrir que. en el reino de Dios no hay dominación masculina.

El abandono de las estructuras del Imperio y la salida del grupo familiar va acercando inevitablemente a los seguidores de Jesús hacia quienes están fuera o en los márgenes del sistema. Esta «familia» no se parece a las familias herodianas que están en el centro del poder. Se mueve, más bien, en los espacios marginales de aquella sociedad. No tienen casa, tierras ni bienes. No ocupan una posición honorable. Están entre los más pequeños e insignificantes de Galilea. Quien los contemple descubrirá que a Dios se le acoge desde los últimos.

Los seguidores de Jesús tuvieron que aprender a vivir en la inseguridad. Cuando entraban en un pueblo, podían ser acogidos o rechazados. Solo los simpatizantes les ofrecían hospitalidad. No es extraño que, en alguna ocasión, se despertara en ellos la preocupación: ¿qué van a comer? ¿Con qué se van a vestir? Son las preocupaciones de todos los vagabundos. Jesús les infunde su confianza en Dios: «No os preocupéis». El grupo ha de vivir con paz y confianza. Cómo no va a cuidar de ellos ese Padre que cuida de los pája- ros del cielo y de las flores del campo. Los ve llamar a la puerta de las casas en busca de comida y hospitalidad. No siempre son bien recibidos, pero Jesús los anima: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, le abrirán». Está plenamente convencido: los simpatizantes que se han adherido a su causa los acogerán, y sobre todo el Padre responderá a sus necesidades. Todos podrán ver que la vida de quienes buscan el reino de Dios se sostiene en la mutua acogida y en la solicitud del Padre.

Había otro rasgo que Jesús quería cuidar en su grupo: la alegría. Estos hombres y mujeres lo habían dejado todo porque habían encontrado «el tesoro escondido» o «la perla preciosa». Podía ver en los ojos de algunos discípulos la alegría de quienes han empezado a descubrir el reino de Dios. No tenía sentido ayunar ni hacer duelo. Vivir junto a él era una fiesta. Algo parecido al ambiente que se creaba en las bodas de los pueblos. Lo mejor eran las comidas. Jesús les enseñaba a celebrar con gozo la recuperación de tanta gente perdida. Sentados a la mesa con Jesús, los discípulos se sentían como los «amigos» del pastor, que, según una parábola, disfrutaban al verlo llegar con la oveja perdida; las discípulas, por su parte, se alegraban como las «vecinas» de aquella pobre mujer, que, según otra parábola, había encontrado la moneda perdida. En esta alegría de sus seguidores podrán descubrir todos que Dios es una buena noticia para los perdidos.

Enviados a anunciar a Dios curando

En algún momento Jesús envió a sus discípu- los por las aldeas de Galilea a colaborar con él en la tarea de abrir camino al reino de Dios. Todo hace pensar que fue una misión breve y estuvo limitada al entorno de los luga- res donde se movía él. ¿Respondía a una estrategia madurada por Jesús con una finalidad práctica o se trató de un modesto ensayo con un carácter fuertemente simbólico? Tal vez Jesús les quiso hacer ver cómo se podía colaborar con él en el proyecto del reino de Dios. Los enviados no actúan por iniciativa propia, sino en nombre de Jesús. Hacen lo que les ha indicado y tal como les ha ordenado. Son sus representantes.

En concreto, Jesús les da poder y autoridad no para imponerse a las gentes, sino para expulsar demonios y curar enfermedades y dolencias. Estas serán las dos grandes tareas de sus enviados: decir a la gente lo cerca que está Dios y curar a las personas de todo cuanto introduce mal y sufrimiento en sus vidas. Las dos tareas son inseparables. Harán lo que le han visto hacer a él: curar a las personas haciéndoles ver lo cerca que está Dios de su sufrimiento: «Allí donde lleguéis, curad a los enfermos que haya y decidles: el reino de Dios está cerca de vosotros». Jesús estaba creando así una red de «curadores» para anunciar la irrupción de Dios, como el Bautista había pensado en una red de «bautizados» para alertar de la llegada inminente de su juicio. Para él, curar enfermos y expulsar demonios es lo primero y más importante. No encuentra un signo mejor para anunciar a Dios, el amigo de la vida.

Según un episodio recogido en las fuentes cristianas, un día los discípulos vienen a Jesús para informarle de que han visto a uno que está expulsando demonios en su nombre, aunque no es del grupo. Ellos ya han tratado de impedírselo, pero conviene que Jesús esté advertido. Los discípulos no piensan en la alegría de quienes han sido curados por aquel hombre; lo que les preocupa es su gru- po: «No es de los nuestros». Esta fue la res- puesta de Jesús: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros está de vuestra parte». ¿Cómo va impedir Jesús que los enfermos sean curados, si es el mejor signo de la fuerza salvadora de Dios?

Jesús ve a sus discípulos como «pescadores de hombres». La metáfora es sorprendente y llamativa, muy del lenguaje creativo y provocador de Jesús. Se le ocurrió seguramente en las riberas del mar de Galilea, al llamar a algunos pescadores a abandonar su trabajo para colaborar con él. En adelante pescarán hombres en vez de peces: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». La expresión resulta algo enigmática. Profetas como Jeremías habían utilizado la pesca y la caza como imágenes negativas para expresar la captura de los que serían sometidos a un juicio de condenación; en Qumrán se hablaba del demonio como «pescador de hombres». En nada de esto pensaba Jesús. La metáfora cobraba en sus labios un contenido salvífico y liberador. Él llama a sus discípulos para rescatar a las personas de las «aguas abismales» del mal, para liberarlas del poder de Satán y para introducirlas así en la vida del reino de Dios. Sin embargo, la imagen no deja de ser extraña, y fue olvidada por los misioneros cristianos, que nunca se llamaron «pescadores de hombres».

Lo que nunca olvidaron fueron las instrucciones que les dio al enviarlos a su misión. Jesús quería imprimir a su grupo un estilo de vida profético y desafiante. Todo el mundo lo podrá ver plasmado en su manera de vestir y de equiparse, y en su forma de actuar por las aldeas de Galilea. Lo sorprendente es que Jesús no está pensando en lo que deben llevar consigo, sino, precisamente, en lo contrario: lo que no deben llevar, no sea que se alejen de los últimos.

No deben tomar consigo dinero ni provisiones de ningún tipo. No llevarán siquiera zurrón, al estilo de los vagabundos cínicos, que colgaban de su hombro una alforja para guardar las provisiones y limosnas que iban recogiendo. Renunciar a un zurrón era renunciar a la mendicidad para vivir confiando solo en la solicitud de Dios y en la acogida de la gente. Tampoco llevarán consigo bastón, como acostumbraban los filósofos cínicos y también los esenios para defenderse de los perros salvajes y de los agresores. Deben aparecer ante todos como un grupo de paz. Al acercarse a las aldeas, lo harán de manera pacífica, sin asustar a las mujeres y los niños, aunque sus varones estén trabajando en el campo.

Irán descalzos, como los esclavos. No llevarán sandalias. Tampoco una túnica de repuesto, como llevaba Diógenes el cínico para protegerse del frío de la noche cuando dormía al raso. Todos podrán ver que los seguidores de Jesús viven identificados con las gentes más indigentes de Galilea. Las instrucciones de Jesús no eran tan extrañas. Él era el primero en vivir así: sin dinero ni provisiones, sin zurrón de mendigo, sin bastón, descalzo y sin túnica de repuesto. Los discípulos no harán sino seguirle. Este grupo, liberado de ataduras y posesiones, identificado con los más pobres de Galilea, confiando por entero en Dios y en la acogida fraterna, y buscando para todos la paz, llevará hasta las aldeas la presencia de Jesús y su buena noticia de Dios.

Jesús los envía «de dos en dos». Así podrán apoyarse mutuamente. Además, entre los judíos era más creíble una noticia cuando venía atestiguada por dos o más personas. Se acercarán a las casas deseando a sus moradores la paz. Si encuentran hospitalidad, se quedarán en la misma casa hasta salir de la aldea.

Si no los acogen, marcharán del lugar «sacudiéndose el polvo de la planta de los pies». Era lo que hacían los judíos cuando abandonaban una región pagana considerada impura. Tal vez no hay que tomarlo en el sentido trágico de un juicio condenatorio, sino como un gesto divertido y gracioso: «Allá vosotros».

En cada aldea han de hacer lo mismo: anunciarles el reino de Dios compartiendo con ellos la experiencia que están viviendo con Jesús y, al mismo tiempo, curar a los enfermos del pueblo. Todo lo han de hacer gratis sin cobrar ni pedir limosna, pero recibiendo a cambio un lugar en la mesa y en la casa de los vecinos. No es una simple estrategia para sustentar la misión. Es la manera de construir en las aldeas una comunidad nueva basada sobre unos valores radicalmente diferentes de la honra o deshonra, de los patro- nes y clientes. Aquí todos comparten lo que tienen: unos, su experiencia del reino de Dios y su poder de curar; otros, su mesa y su casa. La tarea de los discípulos no consiste solo en «dar», sino también en «recibir» la hospitalidad que se les ofrece.

El ambiente que se creaba en los pueblos era parecido al que creaba el propio Jesús. La alegría se extendía por toda la aldea al correrse la noticia de alguna curación. Había que celebrarlo. Los enfermos podían integrarse otra vez a la convivencia. Los leprosos y endemoniados podían sentarse de nuevo a la mesa con sus seres queridos. En aquellas comidas, sentados con los dos discípulos de Jesús, se estrechaban los lazos, caían las barreras, a los vecinos les resultaba más fácil perdonarse mutuamente sus agravios. De manera humilde, pero real, experimentaban la llegada del reino de Dios a aquella aldea. Privado de poder político y religioso, Jesús no encontró una forma más concreta para iniciar, en medio del inmenso Imperio romano, la nueva sociedad que quería Dios, más sana y fraterna, más digna y dichosa.

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