IX. MAESTRO DE VIDA





JOSÉ ANTONIO PAGOLA 


IX. MAESTRO DE VIDA

Jesús seguía comunicando a todos la experiencia que vivía en su corazón: «Ya está Dios aquí». Su presencia salvadora se estaba haciendo notar de manera callada, pero real. Los enfermos y atormentados por espíritus malignos experimentaban en su propia carne la fuerza curadora de un Dios amigo de la vi- da. Los mendigos y desposeídos, víctimas de toda clase de abusos y atropellos, comenzaban a sentir a Dios como su defensor y Padre. Los pecadores, las prostitutas y los indeseables se sentían aceptados: mientras comían con su amigo Jesús, en su corazón se despertaba una fe nueva en el perdón y la amista de Dios. Hasta las mujeres comenzaban a gustar una dignidad nueva antes desconocida. Con Jesús, todo empezaba a cambiar.

¿Cómo responder a esta nueva situación? ¿Cómo «entrar» en la dinámica del reino de Dios? ¿Cómo vivir en este espacio nuevo creado por la irrupción salvadora de Dios? Jesús puede responder desde su propia experiencia. Él es el primero que vive acogiendo el reino de Dios. Puede enseñar a los demás. La gente lo percibe enseguida no solo como profeta de Dios, curador de la vida o defensor de los últimos, sino como un maestro de vida que enseña a vivir de manera diferente bajo el signo del reino de Dios.

Un maestro poco convencional

La gente lo llama rabí, porque lo ven como un maestro. No es solo una forma de tratarle con respeto. Su modo de dirigirse al pueblo para invitar a todos a vivir de otra manera se ajusta a la imagen de un maestro de su tiempo. No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios.

Sin embargo, nadie lo confunde con los intérpretes de la ley o con los escribas que trabajan al servicio de la jerarquía sacerdotal del templo. Jesús no se dedica a interpretar la ley. Apenas recurre a las Escrituras sagradas, y no cita nunca a maestros anteriores a él. No pertenece a ninguna escuela ni se ajusta a ninguna tradición. Su autoridad sorprende. La gente tiene la impresión de estar escuchando de sus labios un camino de vida radicalmente diferente.

Como en todos los pueblos, también en la sociedad judía que conoció Jesús predominaba una sabiduría convencional que se había ido configurando a lo largo de los siglos y era aceptada básicamente por todos. La fuente principal de la que arrancaba era la ley de Moisés y las tradiciones que se iban transmitiendo de generación en generación. Esta «cultura religiosa», alimentada semanalmente en las sinagogas con la lectura de las Escrituras, reavivada en las grandes celebraciones y fiestas del templo, conservada y actualizada por los intérpretes oficiales, era la que impregnaba toda la vida de Israel. De esta tradición religiosa, interiorizada en la conciencia del pueblo, extraían todos su imagen de Dios y el marco de valores que configuraban su visión de la vida: la elección de Israel, su alianza con Yahvé, la ley, el culto del templo, la circuncisión o el descanso del sábado. Ahí se alimentaba su identidad de «hijos de Abrahán».

Aunque Jesús vive enraizado en lo mejor de esta tradición, su enseñanza tiene un carácter subversivo, pues pone en cuestión la religión convencional. De su enseñanza se desprende una conclusión: está llegando el reino de Dios. No se puede seguir viviendo como si nada ocurriera; hay que pasar de una religión convencional a una vida centrada en el reino de Dios. Lo que se está enseñando en Israel no sirve ya como punto de partida para construir la vida tal como la quiere Dios. Hay que aprender a responder de manera nueva a la nueva situación creada por la irrupción de Dios.

Con lenguaje extraído de la sabiduría popular, Jesús deja entrever de manera inconfundible su propósito. No quiere enseñar a caminar por el «camino ancho», transitado por mucha gente, pero que conduce al pueblo a su perdición. Él desea mostrar un camino diferente; son pocos todavía los que entran por él, pues resulta más «angosto», pero es el camino que conduce a la vida. No quiere ser un guía ciego en medio de aquel pueblo; hay ya muchos «ciegos guiando a ciegos», con el riesgo de caer todos en un gran hoyo. Tampoco pretende echar un remiendo de tela nueva a un vestido viejo, pues el rasgón puede ser mayor; ni introducir vino nuevo en odres viejos, pues se podría echar a perder todo, vino y odres. El reino de Dios exige una respuesta nueva capaz de transformarlo todo de raíz. «¡El vino nuevo, en odres nuevos!».

Por eso Jesús no acude a las Escrituras para analizarlas y extraer de ellas su enseñanza, tal como se acostumbraba entre los fariseos o en la comunidad de Qumrán. A él las Escrituras le sirven para mostrar que los designios de Dios se están ya cumpliendo con la irrupción del reino de Dios. Su experiencia de Dios le dice que ya se está revelando de manera más plena y decisiva lo que se decía en los textos sagrados.

Jesús estaba muy familiarizado con la tradición bíblica y con las expresiones e imágenes que en ella se utilizan. Sin embargo, no es fácil saber los textos que acostumbraba a citar. Probablemente, el libro que más le atraía era el del profeta Isaías, y los textos más queridos, aquellos que anunciaban un mundo nuevo para los enfermos y los más pobres. ¿Cómo no se iba a encender de gozo cuando tenía ocasión de escuchar algún sábado palabras como estas: «¡Ánimo, no temáis! Mirad a vuestro Dios... viene en persona a salvaros. Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, brincará el cojo como un ciervo, la lengua del mudo cantará». «Aquel día, los pobres volverán a alegrarse con el Señor, los más pobres exultarán con el Santo de Israel, porque se habrán terminado los tiranos»?

Al parecer, Jesús no cita las Escrituras según el texto de los libros hebreos que se guardaban en las sinagogas. La gente no sabía hebreo y, por otra parte, nadie tenía en su casa libro alguno. Jesús cita la Biblia de una forma más popular y menos precisa, siguiendo los comentarios o traducciones (targumim) que se hacían en arameo para que el pueblo entendiera la Palabra de Dios. Pero no se limita a repetir el texto. Adapta el lenguaje y las imágenes bíblicas a su propia experiencia de Dios. Todo lo lee y lo recrea desde su fe en la irrupción de su reinado.

La gente sabe que Jesús no es un maestro de la ley. No ha estudiado con ningún maestro famoso. No procede de ningún grupo dedicado a interpretar las Escrituras. Jesús se mueve en medio del pueblo. Habla en las plazas y descampados, junto a los caminos y a orillas del lago. Tiene su propio lenguaje y su propio mensaje. Para comunicar su experiencia del reino de Dios, narra parábolas que abren a sus oyentes a un mundo nuevo. Para provocar a la gente a entrar en la dinámica de ese reino, pronuncia sentencias breves en las que resume y condensa su pensamiento. De su boca salen sentencias directas y precisas que apremian a todos a vivir la vida de otra manera.

Sus dichos quedaron grabados en quienes le escuchaban. Breves y concisos, llenos de verdad y sabiduría, pronunciados con fuerza, obligaban a la gente a pensar algo que, de otro modo, se les podía escapar. Jesús los repite una y otra vez, en circunstancias diversas. Algunos le sirven para remachar en pocas palabras lo que ha estado explicando largamente. No son dichos para ser pronunciados uno detrás de otro. Se necesita tiempo para pensar en cada uno de ellos.

Jesús tiene un estilo de enseñar muy suyo. Sabe tocar el corazón y la mente de las gentes. Con frecuencia les sorprende con dichos paradójicos y desconcertantes: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». ¿Será de verdad así? ¿Un asunto de vida o muerte? ¿Una decisión donde uno se juega todo? A veces los provoca con expresiones increíblemente exageradas: «Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo... y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala». Otras veces habla con ironía y humor: «¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?». La gente se ríe a carcajadas, pero difícilmente olvidará la lección. Sabe también utilizar con gracia juegos de palabras que les divierten no poco: «¡Guías ciegos, que coláis un mosquito [en arameo, galma] y os tragáis un camello [en arameo, gamla]\».

Jesús quiere llegar hasta las gentes más sencillas e ignorantes. Por eso emplea también refranes conocidos por todos. Al pueblo siempre le gustan esos dichos de autor desconocido donde se recoge la experiencia de generaciones. No son dichos originales de Jesús, pero él los utiliza de manera original para enseñar a entrar en el reino de Dios: «Nadie puede ser esclavo de dos señores»; lo dice la experiencia, pero Jesús añade: «No podéis servir a Dios y al Dinero». La gente le ha entendido: no se puede atender la llamada de ese Dios que defiende a los últimos y vivir acumulando riqueza. En otra ocasión recuerda otro refrán: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos». Lo sabe todo el mundo: el médico está para atender a los enfermos. Entonces, ¿por qué no aceptan que se acerque a los pecadores y coma con ellos?

Sin embargo, más que refranes populares, Jesús pronuncia sentencias propias nacidas de su manera de entender la vida desde el reino de Dios. Son dichos breves que muchas veces se caracterizan por su radicalidad. Jesús los pronuncia con autoridad, sin fundamentarse en las Escrituras y sin aportar argu- mento alguno: «Amad a vuestros enemigos», «No juzguéis y no seréis juzgados». Son una especie de «contraorden» para vivir bajo el signo del reino de Dios frente al modo de vivir aceptado convencionalmente por todos.

¡Cambiad vuestro corazón!

Cuando Jesús proclama el reino de Dios, lo hace buscando despertar una respuesta. Dios está ya actuando. Israel no puede seguir viviendo esta nueva situación como si nada estuviera ocurriendo. Hay que entrar en el proyecto de Dios. Esta respuesta es necesaria no para que llegue su reino, tampoco para merecerlo. Dios está ofreciendo su amor compasivo a todos, sin mirar los méritos de nadie. La preocupación de Jesús es otra: ¿cómo responder al Padre, que está ya actuando? ¿Cómo vivir ahora bajo la compasión de Dios? Él vive ya transformado enteramente por el reino de Dios, pero aquellas gentes necesitan escuchar una llamada nueva que toque su corazón.

Jesús confía totalmente en la fuerza salvadora de Dios, pero observa los obstáculos y resistencias que encuentra su palabra. No todos se abren a Dios. ¿Fracasará un día su proyecto? Jesús quiere explicar cómo ve él las cosas y cuenta la parábola de un sembrador.

Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida por no tener hondura la tierra; pero, cuando salió el sol, se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento.

Jesús está hablando de algo que se conoce bien en Galilea. En otoño, los campesinos salen a sembrar sus tierras; en junio recogen las cosechas. Los que le escuchan saben lo que es sembrar y lo que es vivir pendientes de la futura cosecha. ¿De qué les quiere hablar Jesús?

El relato cuenta con todo detalle lo que sucede con la siembra. Una parte de la semilla cae a lo largo del camino que bordea el terreno. No es buena tierra; la semilla ni germina: llegan los pájaros y se la comen al instante. El trabajo del sembrador ha sido un fracaso desde el primer momento. Otra parte cae en una zona pedregosa, cubierta ligeramente por algo de tierra. La semilla llega a dar un pequeño brote, pero poco más: al no poder echar raíz, el sol la seca. La siembra ha tardado algo más en perderse, pero también aquí el trabajo del sembrador fracasa. Otra parte cae entre cardos. Al parecer, puede germinar y crecer, pero no llega a dar fruto: los cardos crecen con más fuerza y la ahogan.

Los oyentes escuchan consternados. ¿Merece la pena seguir sembrando? ¿No puede encontrar aquel sembrador un terreno mejor? Jesús continúa su relato. A pesar de tanto fracaso, la mayor parte de la semilla cae en tierra buena. La planta crece, se desarrolla y da fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno. En algunos terrenos, la siembra ha sido un fracaso; en otros ha tenido éxito. Pero, a pesar de los fracasos, al final el sembrador puede disfrutar de una buena cosecha. La gente empieza a «entender». Jesús actúa como los campesinos. Al sembrar, todos saben que parte de la siembra se echará a perder, pero eso no desalienta a nadie: lo importante es la cosecha final. Con el reino de Dios sucede algo semejante. No faltan obstáculos y resistencias, pero la fuerza de Dios dará su fruto. Jesús está sembrando. Es el momento de responder. 

¿En qué tipo de respuesta está pensando? Contra lo que se podía esperar, nunca invita a la gente a hacer penitencia practicando ritos y gestos ascéticos tan queridos a los profetas. Nadie le oye hablar de ayuno, ceniza o vestidos de luto. No es eso lo que está esperando ese Dios entrañable que aguarda a todos con los brazos abiertos. Su llamada va más allá de esa penitencia convencional. Tampoco llama sencillamente a volver de nuevo a la ley. No se dirige solo a los pecadores, para que vuelvan a la observancia y se unan a los justos y observantes. También llama a los justos. Todos han de cambiar para «entrar» en el reino de Dios, no en actitud penitencial, sino movidos por la alegría y la sorpresa del amor increíble de Dios.

No hay que esperar. El reino de Dios está llegando. Ahora mismo hay que «entrar» en su dinámica. Nadie se ha de quedar fuera.

Jesús no hace una llamada a la penitencia nacional de todo Israel, al estilo del Bautista, pero tampoco está pensando en un grupo selecto. A todos les ha de llegar la Buena Noticia. Todos están invitados a creer. No encontrarán en el reino de Dios un nuevo código de leyes para regular su vida, sino un impulso y un horizonte nuevo para vivir transformando el mundo según la verdadera voluntad de Dios.

En el reino de Dios solo se puede entrar con un «corazón nuevo», dispuestos a obedecer a Dios desde lo más hondo. Lo decisivo es esta transformación radical. Dios busca «reinar» en el centro más íntimo de las personas, en ese núcleo interior donde se decide su manera de sentir, de pensar y de comportarse. Jesús lo ve así: nunca nacerá un mundo más humano si no cambia el corazón de las personas; en ninguna parte se construirá la vida tal como Dios la quiere si las personas no cambian desde dentro. «El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, de su mal corazón saca lo malo». Jesús lo ilustra con imágenes claras y penetrantes: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno... No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian racimos de uvas». Jesús quiere tocar el corazón de las personas. El reino de Dios ha de cambiar a todos desde su raíz. Solo hombres y mujeres de corazón nuevo harán un mundo nuevo.

Jesús utiliza un lenguaje original para hablar de la actitud básica para acoger a Dios. A algunos adultos les puede parecer un insulto. Jesús les pide «hacerse como niños». ¿Qué es exactamente lo que quiere decir? El «niño» es un arquetipo empleado de manera diferente en las diversas culturas. Una metáfora universal para hablar de confianza en los padres, inocencia, humildad, sinceridad y otras muchas cosas. Jesús, por su parte, nunca idealiza a los niños. Conoce bien a aquellos niños y niñas desnutridos que corretean a su alre- dedor y entre sus seguidores. Tal vez sabe que en algunos lugares del Imperio hay niños, y sobre todo niñas, que, recién nacidos, son abandonados por sus padres y, tal vez, recogidos más tarde de los basureros para ser criados como esclavos. No es esa la costumbre entre los judíos, pero, entre aquellas familias pobres de Galilea, el niño no era solo una bendición de Dios. Era también una boca más que había que alimentar.

En la Galilea de los años treinta, ser niño equivale a no ser nadie: una criatura débil y necesitada, dependiente totalmente de sus padres. Este es probablemente el punto de partida de la metáfora de Jesús. Por eso dice: «Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios». El reino de Dios les pertenece a los niños, sencillamente porque son los más débiles y necesitados, como les pertenece a los mendigos, los hambrientos y los que sufren. Por eso Jesús, movido por ese Dios, los acoge, bendice y estrecha entre sus brazos. Jesús vive y encarna el reino de Dios acogiendo a los últimos.

A partir de aquí, Jesús da un paso más: «Yo os aseguro: el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». El camino para entrar en el reino de Dios es hacerse como los niños. Dejarse abrazar por Dios como aquellos niños que se dejan abrazar por él con alegría. Ante Dios hay que ser de una manera diferente a como son de ordinario los adultos, que casi siempre andan buscando poder, grandeza, honor o riquezas. Este lenguaje de Jesús pidiendo a los adultos «hacerse como niños» está sugiriendo algo más que un cambio de conducta. Jesús está como pidiendo un nuevo comienzo, el inicio de una personalidad nueva.

Más allá de la ley

Los judíos hablaban con orgullo de la ley. Según la tradición, Dios mismo la había regalado a su pueblo por medio de Moisés. Era lo mejor que habían recibido de su Dios. En todas las sinagogas se guardaba con veneración el rollo de la ley dentro de un cofre depositado en un lugar especial. No la sentían como un yugo pesado o una carga fastidiosa. La ley era su orgullo y su alegría, un bien precioso e imperecedero para Israel, garantía y camino de salvación. En esa ley estaba escrita la voluntad del único Dios verdadero. Ahí podían encontrar todo lo que necesitaban para vivir en fidelidad al Dios de la Alianza.

Sin embargo, seducido totalmente por el reino de Dios, Jesús no se concentra en la Torá. No la estudia ni obliga a sus discípulos a estudiarla. A menudo habla de Dios sin basarse en la ley y sin preocuparse de si su enseñanza entra en conflicto con ella. No vive pendiente de observarla escrupulosamente, tal como se vivía, por ejemplo, en Qumrán. Para él, la Torá no es lo fundamental. Tampoco entra por iniciativa propia en discusiones sobre la interpretación correcta de las normas legales. Jesús busca la voluntad de Dios desde otra experiencia diferente.

¿Qué pensaba de la ley? No es fácil saberlo. Al parecer, nunca se pronunció de manera explícita a favor o en contra. No ofrece una doctrina sistemática sobre la Torá. Más bien va tomando posición en cada caso partiendo de su propia experiencia de Dios. Ciertamente no promueve nunca una campaña contra la Torá de Israel. También él encuentra en muchos aspectos de esa ley la expresión válida de la voluntad de Dios. Pero la ley no ocupa ya un puesto central. Está llegando el reino de Dios, y esto lo cambia todo. La ley puede regular correctamente muchos capítulos de la vida, pero ya no es lo más decisivo para descubrir la verdadera voluntad de ese Dios entrañable que está llegando. No basta que el pueblo se pregunte qué es ser leal a la ley. Ahora es necesario preguntarse qué es ser leales al Dios de la compasión.

Jesús confronta a la gente no con aquellas leyes de las que hablan los escribas, sino con un Dios compasivo. No basta vivir pendientes de lo que dice la Torá. Hay que buscar la verdadera voluntad de Dios, que, en no pocas ocasiones, nos puede llevar más allá de lo que dicen las leyes. Lo importante en el reino de Dios no es contar con personas observantes de las leyes, sino con hijos e hijas que se parezcan a Dios y traten de ser buenos como lo es él. Aquel que no mata cumple la ley, pero, si no arranca de su corazón la agresividad hacia su hermano, no se asemeja a Dios. Aquel que no comete adulterio cumple la ley, pero, si desea egoístamente la esposa de su hermano, no se asemeja a Dios. Aquel que ama solo a sus amigos, pero alimenta en su interior odio hacia sus enemigos, no vive con un corazón compasivo como el de Dios. En estas personas reina la ley, pero no reina Dios; son observantes, pero no se parecen al Padre.

Jesús busca la verdadera voluntad de Dios con una libertad sorprendente. No se preocupa en absoluto de discutir cuestiones de moral casuística; busca directamente qué es lo que puede hacer bien a las personas. Critica, corrige y rectifica determinadas interpretaciones de la ley cuando las encuentra en contradicción con la voluntad de Dios, que quiere, antes que nada, compasión y justicia para los débiles y necesitados de ayuda.

Probablemente sorprendió mucho su libertad ante el conjunto de normas y prescripciones en torno a la pureza ritual. La mayor parte de las «impurezas» que podía contraer una persona no la convertían en un «pecador», moralmente culpable ante Dios, pero, según el código de pureza, la apartaban del Dios santo y le impedían entrar en el templo y tomar parte en el culto. Al parecer, en tiempos de Jesús se vivía con bastante rigor la observancia de la pureza ritual. Los más rigurosos eran, sin duda, los esenios de Qumrán. Basta observar con qué obsesión purificaban sus cuerpos una y otra vez a lo largo del día. No llegaban a tanto los grupos fariseos, aunque su manera de observar el código de pureza era mucho más estricta que lo acostumbrado por el resto de la gente.

Jesús, por el contrario, se relaciona con total libertad con gente considerada impura, sin importarle las críticas de los sectores más observantes. Come con pecadores y publícanos, toca a los leprosos y se mueve entre gente indeseable. La verdadera identidad de Israel no consiste en excluir a paganos, pecadores e impuros. Para ser el «pueblo de Dios», lo decisivo no es vivir «separados», como hacen en buena parte los sectores fariseos, ni aislarse en el desierto, como los esenios de Qumrán. En el reino de Dios, la verdadera identidad consiste en no excluir a nadie, en acoger a todos y, de manera preferente, a los marginados.

Las fuentes cristianas han conservado unas palabras de Jesús que expresan bien su pensamiento: «Nada de lo que entra en la persona puede mancharla. Lo que sale de dentro es lo que contamina». Algunos se preocupan mucho de observar las leyes de pureza para no quedar manchados. Para Jesús, ese tipo de impureza no llega a contaminar a la persona. La contaminación ritual desde el exterior no reviste tanta importancia porque no toca el corazón. Hay otra «impureza» que nace del interior, malea desde dentro a la persona y se manifiesta luego en palabras y gestos malos. Para acoger a Dios, lo importante no es evitar contactos externos que nos puedan contaminar, sino vivir con un corazón limpio y bueno.

Por eso, el criterio que Jesús tiene en cuenta es ver si una ley concreta hace bien a la gente y ayuda a que la compasión de Dios vaya entrando en el mundo. Es muy iluminadora su manera de actuar ante la ley del sábado, la fiesta semanal considerada por todos como un regalo de Dios. Según las tradiciones más antiguas, era un día bendito y santo, instituido por Dios para descanso de sus criaturas. Todos debían descansar, incluso los animales que se empleaban para trabajar el campo. El sábado era un día de respiro y de fiesta para gustar la libertad. Ese día, hasta los esclavos y esclavas quedaban liberados de sus trabajos. En las aldeas de Galilea se respiraba sosiego y paz. En tiempos de Jesús, el sábado no era solo una ley exigida por fidelidad a la Alianza. Se había convertido en signo y emblema de la identidad del pueblo judío frente a otros pueblos extraños. Los romanos, que no interrumpían su ritmo de trabajo con una fiesta semanal, admiraban, respetaban y hasta «envidiaban» esta venerable costumbre. Para los judíos era una ley tan sagrada y tan arraigada en su conciencia que, en los combates contra Antíoco Epífanes, muchos judíos habían perdido su vida por negarse a combatir, al ser atacados en sábado.

Justamente por ser una seña de identidad importante para Israel, existía un verdadero debate sobre la manera más perfecta de observar el descanso semanal. Los esenios de Qumrán eran, sin duda, los más rigurosos. Basta leer algunas de sus normas: «Nadie vaya al campo para hacer un trabajo en sábado... Nadie coma en sábado algo fuera de lo ya preparado de víspera... Nadie preste auxilios de parto al ganado en sábado y, si cae en una cisterna o en un hoyo, no sea rescatado en sábado... Si un ser humano cae en un lugar pantanoso o en un depósito de agua, nadie lo extraiga con una escalera, una cuerda u otro medio». Entre los fariseos se defendía una interpretación más comprensiva. En concreto se permite quebrantar el sábado en dos casos: para defender la propia vida contra los enemigos y para salvar a una persona o un animal si se encuentra en peligro de muerte. En principio, las curaciones estaban prohibidas en sábado, a no ser que el enfermo estuviera en peligro de muerte.

Nunca pensó Jesús en suprimir la ley del sábado. Era un regalo demasiado grande para aquellas gentes que necesitaban descansar de sus trabajos y penalidades. Al contrario, lo que hace es devolverle su sentido más genuino: el sábado, como todo lo que viene de Dios, siempre es para el bien, el descanso y la vida de sus criaturas. Su perspectiva no es la de los fariseos ni la de los esenios. Lo que a él le preocupa no es observar escrupulosamente una ley que refuerza la identidad del pueblo. Desde su experiencia de Dios, lo que no se puede tolerar es que una ley impida a la gente experimentar su bondad de Padre.

Por eso se atreve a curar en sábado a enfermos que, ciertamente, no están en peligro inminente de muerte. Su actuación provocó al parecer la reacción de los sectores más rigoristas de su tiempo, y Jesús aprovechó para explicar la razón última de su actuación. El sábado es un regalo de Dios.

«Ha sido hecho por amor al ser humano, y no el ser humano por amor al sábado». Dios no ha creado el sábado para imponer al pue- blo una carga ni para hacerle vivir encadena- do a un conjunto de normas. Lo que Dios quiere es el bien de las personas. Esa es la verdadera intención de toda ley que viene de él. ¿Cómo no va a curar en sábado? Si el sábado es para celebrar la liberación del trabajo y de la esclavitud, ¿no es el día más apropiado para liberar a los enfermos de su sufrimiento y hacerles experimentar el amor liberador de Dios? Su reinado está ya irrumpiendo, ¿por qué no vivir desde ahora esta fiesta semanal como una anticipación del descanso final y el disfrute de la vida que Dios quiere, sobre todo para quienes más sufren?

Jesús defiende su actuación con audacia: «¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o des- truirla?». ¿Se puede «matar» a un enemigo en defensa propia y no se puede «curar»? ¿Se puede cometer un mal tan grave como el homicidio y no se puede hacer algo tan bue- no para un enfermo como es curarlo? ¿Se puede salvar a una oveja que ha caído en un hoyo y no se puede curar a un ser humano postrado por la enfermedad? Jesús no espera a que pase el sábado para curar a un enfer- mo. Se le hace insoportable ver a alguien sufriendo y no actuar de inmediato. Al día siguiente tal vez esté ya en otra aldea anunciando el reino a otras gentes. Lo importante no es la ley, sino la vida que Dios quiere para todos los que sufren.

Los evangelistas recogen también otro epi- sodio significativo. Como de costumbre, Jesús va recorriendo los caminos de Galilea segui- do por sus discípulos. Es sábado. En las aldeas, las familias se reúnen ese día para hacer la comida principal de la semana, pero ellos están en pleno campo y sienten hambre una vez más. Al atravesar unos sembrados encuentran algunas espigas. Los discípulos no dudan un instante. Arrancan las espigas, las desgranan con sus manos y se las comen. Algunos, al parecer, los critican, no por robar algo que no es suyo, sino porque «arrancar espigas y desgranarlas» es un trabajo que no está permitido en sábado. Jesús los defiende recordando que también David y sus seguido- res, cuando huían de Saúl, para saciar su hambre no dudaron en comer «panes consagrados», que solo podían comer los sacerdotes. La actitud de Jesús es siempre la misma: ninguna ley que provenga de Dios ha de impedir aliviar las necesidades vitales de quienes sufren, están enfermos o pasan hambre, pues Dios es, precisamente, el amigo de la vida.

Lo decisivo es el amor

La única respuesta adecuada a la llegada del reino de Dios es el amor. Jesús no tiene la más mínima duda. El modo de ser y de actuar de Dios ha de ser el programa para todos. Un Dios compasivo está pidiendo de sus hijos e hijas una vida inspirada por la compasión. Nada le puede agradar más. Construir la vida tal como la quiere Dios solo es posible si se hace del amor un imperativo absoluto.

Jesús habla repetidamente en sus parábolas de la compasión, del perdón, de la acogida a los perdidos, de la ayuda a los necesitados. Ese era su lenguaje de profeta del reino. Pero en alguna ocasión habla también como maestro de vida presentando el amor como la ley fundamental y decisiva. Lo hace asociando de manera íntima e inseparable dos grandes preceptos que gozaban de gran aprecio en la tradición religiosa del pueblo judío: el amor a Dios y el amor al prójimo. Según las fuentes cristianas, cuando se le pregunta cuál es el primero de todos los mandatos, Jesús responde recordando, en primer lugar, el man- dato que repetían todos los días los judíos al recitar la oración del Shemá al comienzo y al final del día: «El primer mandato es: "Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Se- ñor, amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas"». Él mismo ha rezado aquella mañana con esas palabras. Le ayudan a vivir amando a Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas. Esto es lo primero, pero enseguida añade otro mandato que está recogido en el viejo libro del Levítico: «El segundo es: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento mayor que estos».

El amor a Dios y al prójimo es la síntesis de la ley, el principio supremo que da nueva luz a todo el sistema legal. El mandato del amor no se encuentra en el mismo plano que los demás preceptos, perdido entre otras normas más o menos importantes. El amor lo relativiza todo. Si un precepto no se deduce del amor o va contra el amor, queda vacío de sentido; no sirve para construir la vida tal co- mo la quiere Dios.

Jesús establece una estrecha conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Son inseparables. No es posible amar a Dios y desentenderse del hermano. Para buscar la voluntad de Dios, lo decisivo no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir las exigencias del amor en la vida de la gente. No existe un ámbito sagrado en el que nos podamos ver a solas con Dios; no es posible adorar a Dios en el templo y vivir olvidado de los que sufren; el amor a Dios que excluye al prójimo se convierte en mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios.

Jesús no confunde el amor a Dios y el amor al prójimo, como si fueran una misma cosa. El amor a Dios no puede quedar reducido a amar al prójimo, ni el amor al prójimo significa que sea ya, en sí mismo, amor a Dios.

Para Jesús, el amor a Dios tiene una primacía absoluta y no puede ser reemplazado por nada. Es el primer mandato. No se disuelve en la solidaridad humana. Lo primero es amar a Dios: buscar su voluntad, entrar en su reino, confiar en su perdón. La oración se dirige a Dios, no al prójimo; el reino se espera de Dios, no de los hermanos.

Por otra parte, el prójimo no es un medio o una ocasión para practicar el amor a Dios. Jesús no está pensando en transformar el amor al prójimo en una especie de amor indirecto a Dios. Él ama y ayuda a la gente porque la gente sufre y necesita ayuda. Jesús es concreto y realista. Hay que dar un vaso de agua al sediento porque tiene sed; hay que dar de comer al hambriento para que no se muera; hay que vestir al desnudo para que se proteja del frío. Amar a una persona no por sí misma, sino por amor a Dios, sería una cosa bastante extraña. Seguramente Jesús no lo terminaría de entender.

Él piensa más bien de otra manera. Quienes se sienten hijos e hijas de Dios lo aman con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Este amor, como es natural, signi- fica docilidad, disponibilidad total y entrega a un Padre que ama sin límites e incondicio- nalmente a todos sus hijos e hijas. No es po- sible, por tanto, amar a Dios sin desear lo que él quiere y sin amar incondicionalmente a quienes él ama como Padre. El amor a Dios hace imposible vivir encerrado en uno mismo, indiferente al sufrimiento de los demás. Es precisamente en el amor al prójimo donde se descubre la verdad del amor a Dios.

Por eso no es extraño que Jesús le atribuya al prójimo una importancia singular. No se limita a recordar el famoso mandato del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», sino que lo explica dictando lo que se ha venido a llamar la «regla de oro»: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten». Esta regla no era desconocida en el judaísmo. Ya en el libro de Tobías, escrito el siglo II a. C, se encuentra en forma negativa: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti». Por la misma época, un libro hebreo dice: «Que nadie haga a su prójimo lo que no quiere que le hagan a él». Es muy conocida la anécdota que se cuenta en un libro judío sobre dos rabinos algo anteriores a Jesús. Un judío se acercó al rabino Shammai para decirle que se haría prosélito si conseguía enseñarle la Torá durante el tiempo en que él aguantara a mantenerse apoyado sobre un solo pie. Shammai lo rechazó enfadado. Entonces acudió al rabino Hillel, quien le respondió: «No le hagas a otro lo que no quieras para ti. Esta es toda la Ley. El resto es solo comentario».

Amar al otro «como a ti mismo» significa sencillamente amarle como deseamos que el otro nos ame. No se puede encerrar el amor en fórmulas precisas. Jesús nunca lo hace. El amor pide imaginación y creatividad. Solo así se entiende la invitación de Jesús: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; vuestra propia experiencia podrá ser el mejor punto de partida para imaginaros cómo tenéis que tratar a una persona concreta. Poneos en la situación del otro: ¿qué querríais para vosotros? Es fácil que así empecéis a ver con más claridad cómo tenéis que actuar con él».

Difícilmente podía Jesús sugerir de manera más incisiva el carácter ilimitado del amor. Si lo que exigiríamos idealmente para nosotros se convierte en criterio y regla de nuestro comportamiento hacia los demás, ya no hay excusa ni escapatoria alguna. Para nosotros siempre queremos lo mejor. La «regla de oro» nos pone a buscar el bien de todos de mane- ra incondicional. En el «mundo nuevo» que anuncia Jesús, esta ha de ser la actitud básica: disponibilidad, servicio y atención a la necesidad del hermano. No hay normas concretas. Amar al prójimo es hacer por él en aquella situación concreta todo lo que uno pueda. Jesús piensa en unas relaciones nuevas regidas no por el interés propio o la utilización de los demás, sino por el servicio concreto al que más sufre.

La llamada de Jesús es clara y concreta. Acoger el reino de Dios no es una metáfora. Es sencillamente vivir el amor al hermano en toda situación. Esto es lo decisivo. Solo se vive como hijo o hija de Dios viviendo de manera fraterna con todos. En el reino de Dios, el prójimo toma el puesto de la ley. A Dios le dejamos reinar en nuestra vida cuando sabemos escuchar con disponibilidad total su llamada escondida en cualquier ser humano necesitado. En el reino de Dios, toda criatura humana, aun la que nos parece más despreciable, tiene derecho a experimentar el amor de los demás y a recibir la ayuda que necesita para vivir dignamente.

Amad a vuestros enemigos

La llamada al amor siempre es seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos. Viviendo la cruel experiencia de la opresión romana y los abusos de los más poderosos, sus palabras eran un auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con aquella convicción algo tan absurdo: «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, perdonad setenta veces siete, a quien os hiere en una mejilla, ofrecedle también la otra». ¿Qué está diciendo Jesús? ¿A dónde los quiere conducir? ¿Es esto lo que Dios quiere? ¿Vivir sometidos con resignación a los opresores?

El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo comprobar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.

La crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses de Asiría y Babilonia? ¿Entender de otra manera a su Dios? Pronto encontraron la solución: Dios no ha cambiado; son ellos los que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos. Ahora Yahvé dirige su violencia justiciera sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su «enemigo». Dios sigue siendo grande, pues se sirve de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado.

Pasaron los años y el pueblo empezó a pensar que su castigo era excesivo. El pecado había sido ya expiado con creces. Las esperanzas que se despertaron en el pueblo al volver del destierro habían quedado frustradas. La nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma eran una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios comenzaron entonces a hablar de una «violencia apocalíptica». Dios intervendría de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza. En tiempos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza violenta de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo intervendría, cómo lo haría, qué ocurriría al llegar con su poder castigador. Todos esperaban a un Dios vengador. Uno tras otro, los salmos que recitaban pidiendo la salvación hablaban de la «destrucción de los enemigos». Esta era la súplica unánime: «¡Dios de la venganza, Yahvé, Dios vengador, manifiéstate! ¡Levántate, juez de la tierra, y da su merecido a los soberbios!».

Todo invitaba en este clima a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Era incluso un signo de celo por la justicia de Dios: «Se- ñor, ¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan co- ntra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos». Este odio se alimentaba sobre todo entre los esenios de Qumrán. Era una especie de principio fundamental para sus miembros: «Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza». En concreto se pedía a los miembros de la comunidad «amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su suerte en el designio de Dios, y odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa en la venganza de Dios». El trasfondo sombrío del odio aparece en diversos textos donde se invita al «odio eterno contra los varones de corrupción» o a «la cólera contra los varones de maldad». Excitados por este odio, se preparaban para tomar parte en la guerra final de «los hijos de la luz» contra «los hijos de las tinieblas».

Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos. «Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos». Dios no retiene celosamente su sol y su lluvia. Los comparte con sus hijos e hijas de la tierra sin hacer discriminación entre justos y culpables. No restringe su amor solo hacia los que le son fieles. Hace el bien incluso a los que se le oponen. No reacciona ante los hombres según sea su comportamiento. No responde a su injusticia con injusticia, sino con amor.

Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de Jesús. Por eso no sintoniza con las expectativas mesiánicas que hablan de un Dios belicoso o de un Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel. No parece creer tampoco en las fantasías de los apocalípticos, que anuncian castigos catastróficos inminentes para cuantos se le oponen. No hay que alimentar odio contra nadie, como hacen los esenios de Qumrán. Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a actuar como él. Jesús saca una conclusión irrefutable: «Amad a vuestros enemigos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo». Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los «enemigos de Dios».

Jesús no está pensando solo en los enemigos privados que uno puede tener en su propio entorno o dentro de su aldea. Segura- mente piensa en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. El amor de Dios no discrimina, busca el bien de todos. De la misma manera, quien se parece a él no discrimina, busca el bien para todos. Jesús elimina dentro del reino de Dios la enemistad. Su llamada se podría recoger así: «No seáis enemigos de nadie, ni siquiera de quien es vuestro enemigo. Pareceos a Dios».

Jesús no presenta el amor al enemigo como una ley universal. Desde su experiencia de Dios contempla ese amor al enemigo como el camino a seguir para parecerse a Dios, la manera de ir destruyendo la enemistad en el mundo. Un proceso que exige esfuerzo, pues se necesita aprender a deponer el odio, su- perar el resentimiento, bendecir y hacer el bien. Jesús habla de «orar» por los enemigos, probablemente como un modo concreto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar. Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemi- go sigue siendo enemigo, y difícilmente pue- de despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, «hacer» lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna.

Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, enfrentándose a los salmos de venganza, que alimentaban la oración de su pueblo, oponiéndose al clima general de odio a los enemigos de Israel, distanciándose de las fantasías apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, Jesús pregona a todos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien». El reino de Dios ha de ser el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos. Así piensa Jesús.

La lucha no violenta por la justicia

Todas las esperanzas del pueblo estaban puestas en la intervención poderosa de Dios, que impondría su justicia destruyendo a los enemigos de Israel. Nadie podía pensar de otra manera escuchando las promesas de los profetas y las expectativas de los escritores apocalípticos. Sin embargo, la experiencia de Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la imponga de manera violenta des- truyendo a quienes se le oponen.

La actitud de Jesús choca de frente con el ambiente general. Le es imposible creer en un Enviado de Dios encargado de guerrear contra los romanos; no espera nada de los levantamientos violentos contra el Imperio; no escucha a los apocalípticos, que alimentan en el pueblo la esperanza en una venganza in- minente de Dios; no entiende a los esenios que viven en el desierto preparándose para la guerra final contra «los hijos de las tinieblas». La llegada de Dios no puede ser violenta y destructora. Al contrario, significará la eliminación de toda forma de violencia entre las personas y los pueblos. Por eso Jesús vive desafiando día a día diferentes formas de violencia, pero sin usar jamás la violencia que destruye al otro.

Lo suyo no es destruir, sino curar, restaurar, bendecir, perdonar. Así va irrumpiendo el reino de Dios en el mundo.

Pero, si no va venir un Mesías guerrero a derrotar a los romanos y si Dios no va a intervenir violentamente vengando al pueblo de sus enemigos y haciendo justicia a sus pobres, ¿qué se puede hacer? ¿Someterse con resignación a los opresores de Roma? ¿Aceptar la injusticia de los grandes terratenientes? ¿Callarse ante los abusos del templo? ¿Abandonar para siempre la esperanza de un mundo justo? ¿Cómo se puede ir haciendo realidad el reino de Dios frente a tanta injusticia? Desde su experiencia de un Dios no violento, Jesús propone una práctica de resistencia no violenta a la injusticia. Lo que hay que hacer es vivir unidos a ese Dios cuyo corazón no es violento, sino compasivo. Sus hijos e hijas han de parecerse a él incluso cuando luchan contra abusos e injusticias. Su lenguaje resulta todavía hoy escandaloso. Jesús no da normas ni preceptos. Sencillamente sugiere un estilo de actuar que roza los límites de lo posible. Lo hace proponiendo algunas situaciones concretas que ilustran de manera gráfica cómo reaccionar ante el mal: «No os resistáis violentamente a alguien que es malo con vosotros. Cuando alguien te abofetee en la me- jilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos».

La propuesta responde plenamente a la forma de actuar de Jesús y parece ser su desesperado intento por erradicar del mundo la injusticia sin caer en la violencia destructora. Jesús no está alentando la pasividad. No conduce a la indiferencia ni a la rendición cobarde ante la injusticia. Invita más bien a ser dueños de la situación tomando la iniciativa y realizando un gesto positivo de amistad y de gracia que puede desconcertar al adversario.

Jesús anima a reaccionar con dignidad creando una situación nueva que haga más patente la injusticia y obligue al violento a re- flexionar y, tal vez, a deponer su actitud. No se trata de adoptar una postura victimista, si- no de seguir una estrategia amistosa que cor- te toda posible escalada de violencia. Tal vez Jesús no está pensando tanto en la reacción del adversario cuanto en que cada uno venza en sí mismo la reacción de signo violento y responda a la agresión no en la misma línea que el agresor, sino exactamente en sentido opuesto. Esta sería, para Jesús, la actuación más digna de quien entra en el reino de Dios.

Al parecer, el golpe en la mejilla derecha era una práctica bastante común para humillar a los subordinados. Los amos golpeaban impunemente a sus esclavos, los terratenientes a sus siervos, los esposos a sus mujeres. ¿Quién podía protestar? Lo normal era aceptar la humillación y someterse con resignación a los abusos de los más poderosos. Jesús piensa de manera diferente. ¿No es posible reaccio- nar de forma inesperada?: «Cuando alguien te abofetee en la mejilla derecha, no pierdas la dignidad ante tu agresor, mírale a los ojos, quítale su poder de humillarte, ofrécele la otra mejilla, hazle ver que su agresión no ha tenido efecto alguno sobre ti, sigues siendo tan humano o más que él».

¿Por qué no reaccionar así en situaciones semejantes? «Si alguien te quiere arrebatar la túnica interior con la que cubres tu cuerpo, despréndete también del manto que llevas encima y entrégaselo. Preséntate así ante to- dos, desnudo pero con dignidad. Que el la- drón quede en ridículo y todos puedan ver hasta dónde llega su ambición». Imaginemos otra situación. Supongamos que, en algún momento, soldados al servicio de Roma te obligan a transportar una carga a lo largo de una milla, «¿por qué no te muestras dispuesto a continuar todavía otra milla más? Los dejarás desconcertados, porque, según la ley romana, está prohibido forzar a nadie más allá de una milla. No será una gran victoria co- ntra Roma, pero mostrarás tu dignidad y tu rechazo a su injusta opresión».

El reino de Dios exige organizar el mundo no en dirección a la violencia, sino hacia el amor y la compasión. Seguramente Jesús no pen- saba en una trasformación mágica de aquella sociedad injusta y cruel que tan bien conocía. Pronto podría experimentar en su propia carne el poder brutal de los violentos. Pero tal vez quiere poner en marcha unas minorías radicales y rebeldes que, desviándose de la tendencia más común, puedan liberar a las gentes de la violencia cotidiana que se apo- dera fácilmente de todos. Jesús piensa en hombres y mujeres que entren en la dinámica del reino de Dios con un corazón no violento, para enfrentarse a las injusticias de manera responsable y valiente, desenmascarando la falta de humanidad que se encierra en toda sociedad que se construye sobre la violencia y vive indiferente al sufrimiento de las víctimas.

Estos son los auténticos testigos del reino de Dios en medio de un mundo injusto y violento. No serán muchos. Solo unas minorías capaces de actuar como hijos e hijas del Dios de la compasión y de la paz. No parece que Jesús esté pensando en grandes instituciones. Sus seguidores serán «semilla de mostaza» o pequeño trozo de «levadura». Pero su vida, casi siempre crucificada, será una luz capaz de anunciar el mundo nuevo de Dios de manera más clara y creíble.


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