EL PRESENTE QUE (NO) SE VIVE: LAS REDES SOCIALES

LA PLENITUD DEL TIEMPO


Josep Mª Lozano

Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación y licenciado en teología, profesor de ESADE. Fundador y director del Instituto Persona, Empresa y Sociedad (IPES). Miembro de consejos asesores de varias organizaciones del tercer sector. Ha publicado más de treinta libros y varios artículos de su especialidad académica. A destacar títulos como Cercar Déu enmig de la ciutat (1990) y La discreció de l'amor (1992). Ha publicado también con Cristianisme i Justícia ¿De qué hablamos cuando hablamos de los jóvenes? (1991, CJ 41) y Discernimiento comunitario apostólico. Textos fundamentales de la Compañía de Jesús (2019, EIDES 89-90). Puesto que hablamos de tecnología, hagamos un salto en el tiempo al estilo de aquella película que llevaba por título 2001: una odisea del espa- cio y pasemos a preguntarnos cómo afecta la tecnología, ya no a pintar el presente, sino a vivirlo. Y lo haremos aprovechando el título de un libro (un tanto apocalíptico, por cierto): ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Pongamos, pues, el foco en un componente concreto y, a su vez, suficientemente simbólico: las llamadas redes sociales.


EL PRESENTE QUE (NO) SE VIVE: LAS REDES SOCIALES 

Hay que decir que, estrictamente hablando, no son sociales; son empresas privadas dedicadas a determinadas prácticas relacionales que han conseguido que les demos una entidad casi autónoma, olvidándonos de que son, antes que nada, productos empresariales.  Decimos  que  “las  redes”  hacen, dicen, reaccionan, hierven..., como si fueran entes que tienen vida propia.  Pero  lo  más  importante  es  que  son redes en un sentido muy distinto a lo habitual. Son redes, efectivamente, pero porque sirven para pescar. ¿Y qué  pescan? Nuestros datos y nuestra atención. La primera pesca es el gran problema político de nuestro tiempo, que aún no ha sido suficientemente abordado como tal. La segunda es uno de los retos más relevantes de la vertebración personal, porque tiene un impacto determinante en cómo nos estamos (des) entrenando a vivir la plenitud del tiempo, y en el modo de vivir el presente y situarnos en él.

1. Qué pescan las redes sociales

Analizar la primera pesca nos apartaría de nuestro foco, pues ahora solo nos  interesa  resaltar  un  hecho:  a  cambio de un uso “gratuito” nos espían, y encima estamos contentos y agradecidos de que lo hagan. Continuamente, transferimos nuestros datos gratis para que los procesen y nos los devuelvan en forma de estímulos y propuestas que nosotros mismos asumimos y que, a menudo, operan por debajo de nuestro nivel de consciencia. Deciden entre  qué decimos y, a veces, directamente qué decidimos. Cuando Ignacio, en los Ejercicios, para situar la elección dice «Presupongo que hay en mí tres pensamientos, es a saber: uno propio mío, el  cual sale de mi propia libertad y querer, y otros dos que vienen de fuera, uno que viene del buen espíritu y otro del malo» [EE 32], no conocía los algoritmos ni su potencia a la hora de influir  en  la  «propia  libertad  y  querer»,  e  incluso configurarla. Hoy, los algoritmos  son un ingrediente esencial del buen y mal  espíritu  ignaciano.  Al  final  todo  puede personalizarse selectivamente, desde las ofertas y las informaciones a las que accedemos, hasta las discriminaciones que padecemos. Nuestra huella digital construye nuestra identidad, pero no aquella con la que nosotros nos identificamos,  sino  aquella  con  la  que  se  nos  identifica  y  desde  la  cual  modelan, refuerzan y encapsulan nuestra supuesta identidad.

En  el  mundo  que  estamos  configurando, la tecnología permite que la inteligencia se separe paulatinamente de la conciencia, al menos tal como las hemos conocido hasta ahora. Los sujetos o portadores de las dos eran los humanos,  pero  ahora  estamos  transfiriendo cada vez más la inteligencia y tenemos un debate abierto sobre si con la conciencia puede pasar lo mismo. La política y la ética llegan tarde y a remolque, y, sobre todo, no saben cómo empezar, entre otras razones porque ya no tenemos una visión integrada ni del proceso, ni del mundo posible, ni del mundo probable, ni del mundo que queremos. Incluso ponerse apocalíptico y decir que el mundo cada vez va peor o se dirige hacia alguna especie de desastre es pretencioso porque comporta la suposición de saber algo sobre a dónde vamos a parar.

La mejor visualización la tenemos en los nombres de los partidos de creación  reciente:  hemos  pasado  de  partidos cuya denominación contenía ya alguna propuesta y afirmaba un proyecto  y  un  modelo  de  sociedad  (socialistas,  conservadores, liberales, republicanos, socialdemócratas,  democristianos...)  a  partidos cuya denominación pretende interpelarnos  pero  no  (nos)  dice  nada  de  lo  que  quieren  ni  proponen  (Podemos, Ciudadanos, Unidos para Avanzar, Más Madrid, En Marche!, Cinque Stelle...). La irrelevancia insignificante  de este tipo de denominaciones se corresponde con la irrelevancia creciente de nuestro voto. Este se legitimaba en la creencia de que era una manera de incidir en las decisiones que nos afectaban globalmente, como país y/o como personas. Hoy los que toman las grandes decisiones que nos afectarán y  que  definirán  nuestro  futuro  no  han  sido  votados  por  nadie:  las  líneas  de  investigación  en  inteligencia  artificial  y en biotecnología dependen –para bien y para mal– de corporaciones y núcleos de poder ajenos a cualquier transparencia y rendición de cuentas públicas.  Y  son  los  que  inciden  e  incidirán en nuestros comportamientos y en nosotros mismos como seres vivos, incluidas las consecuencias no previstas o no queridas de las decisiones que hayan tomado. Por ello, las denominaciones  políticas  sin  contenido  identificable son idóneas para la tendencia actual hacia democracias autoritarias, en las que se produce, democráticamente, un eclipse progresivo del liberalismo político.

2. La pesca de la atención

Las “redes” no solo pescan nuestros datos, también pescan nuestra atención,  la  orientan  y  la  configuran,  en  un contexto en el que el mundo nos desborda  de  complejidad.  Por  tanto,  “vivir el presente” puede ser muy ambiguo y puede amparar, bajo una misma  expresión,  muchas  cosas  a  la  vez:  una huida del mundo VUCA, un carpe diem actualizado, una protección ante lo desconocido, una sustitución de la comunidad  por  los  contactos  (cuando,  estrictamente, solo se está en contacto  con  el  teclado),  un  vivir  inducido...  Recordemos  nuevamente  a  Nietzsche:  nuestros utensilios de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos.  Pues  esto  es  exactamente  lo  que ocurre, en un grado que Nietzsche no podía ni tan solo imaginar.

Para  entender  lo  que  hay  en  juego  en este nuevo ecosistema, es imprescindible recordar que lo que se opone a la vida contemplativa no es la vida activa, sino la vida dispersa. Las redes son el símbolo y la apoteosis de una época en la que la verdadera lucha hobbesiana de todos contra todos es la lucha por conquistar nuestra atención, aunque sea episódica y fragmentariamente. En consecuencia, en nuestra época, apelar a la plenitud del tiempo se convierte cada vez más en algo incomprensible,  a  causa  del  déficit  creciente de una infraestructura antropológica que le resulta imprescindible: la  calidad  de  la  atención.  Porque  esta  es  otra  posible  definición  de  los  ordenadores,  las  tabletas  y  los  móviles:  son  tecnologías de la interrupción y trabajan a su servicio, porque no solo provocan interrupciones constantes, sino que su verdadero triunfo es el lograr que una de nuestras actividades más habituales sean las autointerrupciones, lo  que  se  manifiesta,  entre  otros  despropósitos,  en  esta  ficción  autoengañosa que denominamos multitarea. La multitarea no existe. Lo que existe es el salto continuo de microtarea en microtarea, a menudo tan aceleradas y sucesivas en el tiempo que confundimos esta sucesión con la simultaneidad, donde la única constante es la dispersión de la atención.

No somos lo suficientemente conscientes de cómo esto modela los patrones desde los cuales nos situamos en el tiempo:  desde  la  lógica  de  los  enlaces  (que  propicia  una  atención  saltarina,  incapaz de sostener un proceso lineal y sucesivo hasta el final); pasando por  la  dificultad  de  vivir  la  espera  –de  lo  que  sea–  como  espera  (sin  caer  en  el  recurso  compulsivo  a  la  conexión);  y  acabando por la sumisión a la inmediatez, que con frecuencia se confunde  con  la  actualidad  (al  fin  y  al  cabo,  no nos hacía falta la neurociencia para concluir que el uso compulsivo de las redes activa los mecanismos propios de  las  adicciones...).  Quizás  la  necesidad más propia de nuestros tiempos no sea una dieta baja en calorías, sino baja en estímulos. Si no fuera por nuestros prejuicios triviales y anacrónicos, sería bueno reconstruir a la altura de nuestro tiempo la recomendación de tantas tradiciones de sabiduría según la cual hacer ayuno y abstinencia es indispensable para la salud personal, del cuerpo y del espíritu.

3. Reconstruir el camino hacia una mirada atenta

Todo ello no es una impugnación de las redes ni una exquisitez antitecnológica. Es simplemente tomar nota de que hacer inteligible cualquier consideración sobre la plenitud del tiempo remite a una cuestión previa: la calidad  del tiempo vivido y la atención en el tiempo.  Porque  no  solo  la  reflexión  y  la conciencia requieren una mente y un corazón atentos, también lo requieren la compasión y la empatía. Por ello, me  parece muy necesario entender la conexión íntima que existe entre dos ex- presiones que circulan en paralelo, una del papa Francisco y otra del P . Adolfo  Nicolás. El primero ha hablado –y ha alertado– de la globalización de la indiferencia; el segundo, de la globalización  de  la  superficialidad.  Lo  que  hay  que añadir es que se necesitan y se refuerzan mutuamente. Como es patente que, por las razones que sean, estos papeles me encuentran sintonizando a Nietzsche, digamos que lo que estoy haciendo no es denigrar las tecnologías, sino recordar lo que él dijo: «Hay  cuatro tareas para las cuales se requieren educadores: mirar, hablar, escribir  y pensar» (y yo añadiría escuchar, pero  ahora no le vamos a enmendar la página).  La  cuestión  es  –más  allá  de  los  debates sobre reformas educativas de base tecnológica– dónde se aprende a conjugar vitalmente estos cinco verbos, porque el problema no son las tecnologías; el problema es crecer como persona a través de estos cinco verbos y, a partir de esta perspectiva, plantearnos las preguntas sobre el impacto de las condiciones de vida actuales. Amparémonos en Nietzsche por última vez:  aprender  a  mirar  es  la  enseñanza preliminar para la espiritualidad. Activar y desarrollar la capacidad de una mirada atenta es una condición de posibilidad previa a toda apertura a la plenitud  del  tiempo  (como  lenguaje  y  como experiencia, si es que hay alguna diferencia entre uno y otra). La mirada  atenta es lo que permite ir transformado, a lo largo del tiempo, una manera de proceder que vaya más allá de una vida  autocentrada  (indiferencia)  y  una  vida dispersa (superficialidad). 

Pero,  para  llevar  a  cabo  esta  transformación, tenemos que deshacer el camino de los versos que nos legó T. S. Eliot:

¿Dónde está la Vida que hemos perdido viviendo?

¿Dónde está la sabiduría que  hemos perdido en conocimiento?

 ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?

Este recorrido no consiste en hacer jeremiadas sobre las tecnologías y las redes sociales.

 El tema es cómo restablecemos personal y colectivamente el  recorrido  inverso: 

 información-conocimiento-sabiduría-viviendo-Vida, hasta el final, sin detenernos en ninguno  de  ellos. 

 Y  esto  únicamente  podremos hacerlo respondiendo con lucidez a las condiciones de nuestro tiempo, no vituperándolas desde la nostalgia de no-se-sabe-muy-bien-qué.






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