Belén: la opción de Dios por los pobres

María José López


Año a año la Navidad nos impacta con el nacimiento de un niño pobre. En torno a Él, celebramos el misterio de la salvación escondido en la sencillez del pesebre y nos recuerda cuántos niños vienen al mundo en condiciones semejantes a la de Jesús en Belén. La Navidad encierra un misterio profundo y único que, muchas veces entre tantos afanes, pasamos por alto: Dios mismo se hace pobre en Jesús e irrumpe en la historia desde este lugar pequeño y sencillo.
El nacimiento de Jesús tiene sentido porque Dios ama a los pobres, repudia la pobreza injusta y se honra de los que, como su Hijo, se empobrecen para enriquecer a los más necesitados. La invitación es a compartir con los que no tienen y a celebrar con sentido, pero también a descubrir la razón de este actuar en la forma de ser de Dios para ir haciendo de la Navidad nuestra forma de ser.
La opción preferencial por los pobres sostenida por las conferencias generales del Episcopado latinoamericano de Medellín, Puebla, Santo Domingo, “ratificada y potenciada” por Aparecida (396) y tema central de la Teología de la liberación, tiene un fundamento teológico.
La Teología de la Liberación ofreció a la Iglesia una reflexión que situó al pobre como lugar teológico, lugar privilegiado de manifestación y encuentro con Dios, e hizo conciencia respecto de esta opción como necesaria e inherente al Cristianismo. Sin embargo, el debate que esta teología suscitó al interior de la Iglesia y las afinidades de algunos de sus teólogos con cierto tipo de marxismo, no sólo redundaron en acusaciones que desprestigiaron esta opción, sino que hicieron pensar que ella era asunto sólo de esta  teología. Fue más por intenciones políticas que teológicas, que se vinculó a ambas con el marxismo.
En los comienzos de la Teología de la Liberación su proclamación del pobre como lugar teológico, nace como respuesta a la necesidad dolorosa y evidente realidad de los pueblos latinoamericanos, más que de una reflexión teológica del ser de Dios. Este “gemido” de pueblos pobres y oprimidos, el dolor y desesperanza de su gente, obligó a un grupo de teólogos sensibles a esta realidad, a repensar aspectos importantes de la teología, de manera que ésta condujera a un proceso de liberación, dando así respuestas de sentido a la situación de los creyentes en Latinoamérica. Muy probablemente el origen de la formulación de esta opción, la urgente necesidad de respuesta (el “desde abajo”), y no desde el fundamento (el “desde arriba”), se encuentra entre las causas que la conflictuaron. Me parece necesario, entonces, remontar la opción preferencial por el pobre a Dios mismo y avanzar de este modo por el camino de lo que la misma Teología de la Liberación pretendió: afirmar este núcleo como esencial a la fe, arraigándolo en el fundamento que es Dios, para mostrar, más allá de los aspectos perfectibles o derechamente discutibles de esta Teología, que la opción por el pobre es la opción cristiana(1).
 Dios, pobre

La opción preferencial por el pobre manifiesta primera y fundamentalmente la gratuidad del amor de Dios: es Dios quien se revela, quien habla, quien salva, quien elige, quien toma la iniciativa. Pero al mismo tiempo, expresa una “cualidad” del pobre que le hace lugar privilegiado de la manifestación de este amor.
Si afirmamos que lo que Dios revela, es lo que Él mismo es, es decir, si creemos que en Jesús se nos ha revelado Dios y que esta revelación no nos enseña fundamentalmente normas, comportamientos o una moral, sino que nos muestra quién y cómo es Dios, entonces, el ser y hacer de Jesús no son una especie de anexo coyuntural o histórico, sólo un medio de revelación, sino Dios mismo, mostrándose, hablando, amando. Es en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, donde radica la posibilidad de fundar la opción preferente por el pobre de manera sólida, permanente y consistente, no sólo como una respuesta a las coyunturas sociales de su época o de la nuestra o como una reivindicación social de la Teología de la Liberación, sino fundamentalmente como una consecuencia del ser de Dios revelado en Jesús y, por esto, como la identidad propia de los creyentes, una realidad sin la cual no se puede ser cristiano.
Ya desde las primeras formulaciones de los dogmas del Cristianismo(2), la teología y la fe de la Iglesia han recorrido el arduo camino de desentrañar esta realidad mistérica e insondable de que en Jesús de Nazareth Dios ha dicho todo lo que quería decir al mundo y que en Él, Dios se ha revelado a sí mismo. Dios se ha dado a conocer en Su Hijo hecho hombre; lo que el Padre es, se nos ha revelado en Jesús. Esta fe que tantas veces hemos afirmado y proclamado, sigue necesitando de una inteligencia acorde a los signos tiempos que con renovado ardor y método pueda ir explicitando y clarificando a los creyentes de nuestro tiempo este núcleo asombroso y fundamental de nuestra fe.
El abajamiento (kénosis) del Verbo, tan bellamente expresado en el himno a los filipenses (2, 5-11) y tan significativo en los brazos de María en Belén, revela este hacerse pobre de Dios mismo. El dogma trinitario ha afirmado que en cada una de las personas trinitarias, Padre, Hijo y Espíritu, está todo Dios. Es decir, que Dios no se encuentra dividido en tres, sino que todo Dios se realiza en las tres personas. De esta forma, la kénosis del Hijo, es la kénosis de Dios.  Este “darse” o despojarse de sí mismo en las palabras de la carta a los Filipenses, es consecuencia de lo que Dios mismo es: Dios Padre que da todo de sí al Hijo, Dios Hijo que recibe todo del Padre y que juntamente dan todo de sí al Espíritu, que recibe todo del Padre y del Hijo. El Espíritu, es en este sentido el totalmente pobre, el que todo lo recibe y es por esto el Don de Dios. Y, es este don del Espíritu, Dios mismo dándose completamente a cada uno de nosotros que, por una parte, pone al descubierto nuestra pobreza y, por otra, la remedia en la medida que nos mueve a amarnos gratuita y solidariamente unos a otros.
La pobreza impuesta o elegida 

Jesús nace en un establo en Belén, come con pecadores y sana a los enfermos y marginados, muere en la cruz. Él es el Siervo de Yahvé. Jesús eligió hacerse pobre y despojarse de algo que tenía, su forma de Dios (cfr. Fil 2, 6). Existió en él una opción libre por la pobreza. Esta carencia fue considerada por Jesús como algo positivo, como algo querible, deseable. Más aún, Jesús pide hacerse pobre por el Reino como un requisito para seguirlo, para ser su discípulo (cf. Mc 10,17-27).  Los pobres y Jesús tienen una sintonía especial.

Pero la pobreza en el Evangelio tiene distintas acepciones. Por una parte, mirada desde Jesús no se trata de una realidad simplemente socio-económica a superar. En el pobre, en el marginado, en el distinto, en el leproso, en el discapacitado, existe una dignidad particular con la que Jesús se identifica y que debemos redescubrir en cuanto configura la identidad cristiana. Por otra, Jesús se hace eco de la denuncia profética del Antiguo Testamento de la injusticia contra el pobre, la viuda y el huérfano, los marginados de la sociedad, denunciando la opresión y anunciando la liberación y la justicia (cfr. Lc 4, 18-19). 
La cuestión entonces tiene que ver con esta delicada articulación que se hace necesaria tanto en la vida personal, en el servicio, el apostolado, y al momento de la elaboración de políticas públicas o de encargase estructuralmente del problema de la miseria. ¿De qué manera superar la pobreza y seguir siendo, en este sentido, pobres? ¿Qué es lo que se debe superar y qué aquello con lo que Jesús se identificó?
El ejercicio de la libertad de Jesús ilumina el discernimiento que nosotros hacemos para elegir como él lo haría en nuestro caso. Como el Hijo, que siendo Dios elige despojarse de su forma divina y abajarse a la condición humana, así el hombre debe poder elegir esta manera de vivir y de ser. Aunque las necesidades básicas de alimentación, vivienda, salud, educación etc. estén cubiertas, “elijo” vivir como los despojados. Esta elección tiene que ver con la manera de ser de Jesús y con la forma de ser de Dios, que son de este modo y no otro, porque es esta pobreza la que permite y facilita las condiciones de realización de la vocación del hombre a crear un mundo fraterno y justo, fruto de la comunión en el amor.
Pobreza y comunión 

Hemos sido hechos en y para la comunión, a imagen de Dios que es comunión de amor, Padre, Hijo y Espíritu. En y para la comunión con Dios y con nuestros hermanos, “hombre y mujer los creó” (Gen 1,27).   La comunión necesita y se funda en la pobreza. En el vaciamiento de sí que, por amor, se transforma en donación de sí a otro.  Para estar en comunión debemos necesitarnos unos a otros y para necesitarnos, debemos dejar espacio a la necesidad, no estar llenos, satisfechos de nosotros mismos. Cuando estamos “llenos de nosotros mismos”, satisfechos, ocupados en hacer y cuidar lo que hemos hecho, no hay espacio para la necesidad de otro, para la necesidad de Dios.
Así, la pobreza evangélica a la que nos invita Jesús no consiste fundamentalmente en el abandono de cosas materiales sino en una forma de vida abierta, vacía de sí misma, donada, en la que la renuncia al exceso, en este sentido a lo superficial, a lo no necesario, se convierte en testimonio, anticipo y condición de la verdadera pobreza de la comunión. Por esto, la opción preferencial por el pobre es una opción por la verdad de lo que el hombre es, por la verdad de la comunión a la que estamos llamados y que realiza la plenitud del ser humano. La condición de pobre es así, una condición sine qua non para la realización de aquello a que el hombre está llamado a ser. 
La pobreza en cuanto realidad material facilita un ambiente de solidaridad y comunión, así como la riqueza facilita un ambiente de egoísmo e individualismo. No se trata de realidades taxativas, que sólo favorezcan comunión o individualismo, sino de condiciones que facilitan esto o lo otro. De aquí la constante advertencia de Jesús sobre el peligro del mundo y sus riquezas y, por otra parte, la afirmación  del “potencial evangelizador de los pobres” de Puebla(3).
Por esto Jesús tiene una sintonía especial con los pobres. Con ellos se mueve y respira la necesidad, la solidaridad, el vaciamiento de sí mismo que le son comunes a la experiencia con Su Padre. De aquí la afirmación del teólogo Gustavo Gutiérrez del ser pobre como “una forma de vivir, de pensar, de amar, de orar, de creer y esperar, de pasar el tiempo libre, de luchar por su vida”(4).
Algunas conclusiones

La forma pobre de vivir, amar, pensar y existir se encuentra más fácilmente asociada a la pobreza material que obliga a vivir en solidaridad, fraternidad y comunión. La superación de la pobreza, entonces, requiere de un profundo discernimiento de los ámbitos a superar y de aquellos que es necesario preservar. Al momento de reflexionar acerca de las políticas públicas, de las intervenciones sociales y de cualquier esfuerzo por combatir la pobreza causada por la distribución injusta de los ingresos, los malos salarios o las políticas económicas deficientes, debe tenerse siempre en cuenta la dignidad del pobre, la capacidad de ser a su escala constructor de la sociedad y de contribuir a ella con los valores que su propia experiencia de pobreza le ha dado para humanizarnos.
La venida Jesús  altera el ordenamiento valórico tanto de su sociedad como de la nuestra, poniendo al pobre y marginado en un lugar preferente y  escogiendo la humillación de la cruz como medio de salvación. La molestia de este reordenamiento, de lo vivido y enseñado por Jesús fue evidente en su tiempo y sigue siéndonos incómoda porque denuncia la fe hipócrita. Es más fácil poner la confianza en el dinero, en la inteligencia y en la gestión especializada. Pero el soplo del Espíritu, que recibe todo del Padre y del Hijo, el Espíritu de Jesús que anima a los pobres a la comunión y a la solidaridad, es incómodo. La opción por los pobres ha sido muchas veces sometida a sospecha y rechazada, como fueron rechazados los profetas de Israel, el mismo Jesús y los que hoy continúan siendo profetas, anunciando y denunciando que la pobreza no es un tema simplemente político o social, sino que habla de la enfermedad de una sociedad y requiere una conversión del corazón y la aceptación de un reordenamiento de la vida.


Notas 

(1) Benedicto XVI, en el Discurso Inaugural de la conferencia e Aparecida, afirma: “…la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9)”. Más sobre esta materia se puede encontrar en el capítulo 8 del Documento Conclusivo.
(2) El primer Concilio Ecuménico de Nicea (325), con la afirmación de la consubstancialidad del Padre y el Hijo; y del Concilio de Calcedonia (381), con la afirmación de la unión hipostática.
(3) Conferencia de Puebla: “El compromiso con los pobres y los oprimidos ha ayudado a la Iglesia ha descubrir el potencial evangelizador de los pobres, en cuanto la interpelan constantemente, llamándola a la conversión y por cuanto muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para escoger el don de Dios”  (1147).
(4) Gutiérrez Gustavo, “Pobres y opción fundamental”, en Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría (eds.) Myterium Liberationis, Tomo I, Trotta, Madrid, 1990, p 305.

Comentarios

Entradas populares