El Evangelio de cada día

 Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis


 

Lunes 27 de Febrero de 2023

 

Mateo 25,31-46

Lectura del santo evangelio según san Mateo:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme." Entonces los justos le contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?" Y el rey les dirá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis."

Y entonces dirá a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis." Entonces también éstos contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?" Y él replicará: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo." Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna."



El juicio sobre nuestra vida tiene lugar a cada instante: “Cada instante, cada acto, cada omisión es ya el juicio, el que juicio que cada vida es, el que la muerte lo hará final”.

La imagen ante la que nos pone el evangelio
es el del juicio final,
el juicio, al decir de San Juan de la Cruz,
donde seremos juzgados por el amor.

Hemos escuchado mucho hablar del juicio final,
de las nubes abriéndose y el hijo del hombre rodeado de miríadas de ángeles bajando a juzgarnos,
libro en mano, abriendo los sellos apocalípticos…

Así lo pintaron los grandes maestros;
un Leonardo en Roma, por ejemplo.
Y así, entre otros, lo hizo sonar un Mozart
con maravillosos sonidos de trompetas,
y todo dorado, mucho dorado, y todo oliendo a incienso…
mucho incienso…

Y ahora, en esta escena,
un cachetazo que nos despierta de tanto soñar.
Ahora, en este escena, todo es nimio, cotidiano, inaparente… decepcionante,
miserable.

Es como si uno se hubiera preparado todo un año para dar un examen de matemáticas,
y el profesor nos preguntara cuanto es dos más dos.

Ahora, en el juicio final, nada:
ni preguntas teológicas,
ni contaduría de asistencia a misa,
ni si somos juntados o casados, creyentes o ateos,
moros o judíos.

Nada sobre diezmos, nada sobre grupos parroquiales,
ni sobre novenas ni rosarios…
en verdad, casi nos sentimos engañados.

Resulta que éramos iguales a todos:
éramos humanos,
humanos como lo fue Jesús.

Solo una cosa, una insignificancia:
un vaso para la sed cualquier sediento,
un gesto compasivo hacia el necesitado.

Ni siquiera hacia mi semejante,
aquel que me refleja;
ni siquiera para el semejante sino para el diferente…
el cualquiera,

el que no suele vivir bajo un techo como vivo yo,
ni comer sobre una mesa, ni entrar donde entro yo;

el otro como otro,
ni siquiera otro con relación a mí.

Así aparece el criterio final,
así, sobre algo tan cotidiano que ni siquiera
los que lo hicieron sabían que se lo hacían a Dios.
Y no sabían, y ahora lo saben,
que tampoco a Dios le importaba que lo hagan por él,

porque a Dios lo que le importa es el otro,
a Dios en cada hombre le duele un hijo,
en cada uno tiene hambre y sed,
en cada pobre el pobre es Cristo,
en cada rechazado lo rechazan a él.

No sabían, no sabemos,
que es en cada acto donde nosotros mismos nos enjuiciamos,
elegimos, nos entregamos o nos replegamos.

En los evangelios hay otra única mención,
otra escenificación del juicio final,
esta vez concretada en lo individual:
es la escena en la que un rico es juzgado por negarle sus sobras a un pobre.

La escenografía es más trascendente, ya están en un más allá,
pero es igual de nimio su contenido:
aquí se trata de las sobras,
de la comida que tiramos,
o del pan que no compartimos.

Lázaro y el rico Epulón.
Lázaro espera las sobras,
y el rico no es que se las niega; es algo peor:
el rico ni ve al pobre,
no ve a Lázaro, no vemos al cartonero…

Tampoco aquí hay nada “religioso”,
nadie habla de preceptos: se habla de humanidad.
La vida, cada vida, es la vida de Dios,
cada pobre es un pobre Cristo.

Esta escena agrega un matiz, una radicalidad:
no hay no ver, no hay no saber…
hay omisión, omisión de lo más humano:
ver al otro, acercarme a él, dejarme elegir.

No hay no ver, siempre se mira.
No ver al otro,
al necesitado, a aquel en el que me necesita Dios,
no es no mirar: es mirarse a uno mismo,
es esa fijación con la propia vida que se llama perdición.

Somos cristianos para ver, ver lo que vio Jesús,
seguir mirando aquello que el vio,
lo que nadie miraba,
lo que sólo la compasión y la misericordia tienen ojos para ver.

Tanta pequeñez, paradójicamente,
implica una insoslayable radicalidad:
no hay excusas,
no hay no tener un vaso de agua,
una palabra de consuelo,
una visita de solidaridad, un abrazo de ternura.

Es decir: cada instante, cada acto,
cada omisión es ya el juicio,
el que juicio que cada vida es,
el que la muerte lo hará final.

El cielo, aprendamos, se compra con muy poco:
con lo que le falta al otro,
con lo que nos suele sobrar.

La enseñanza es clara:
no hay otro camino para ir hacia Dios que el camino por el cual Dios vino hacia nosotros:
la condición humana: la vida en su concreción,
en su encarnadura, en su carne en carne viva.

No hay otra motivación que nos lleve a Dios que el motivo
por el cual Dios vino a nosotros:
la necesidad de los demás, no la suya propia,
no su realización material o espiritual.

Una vez más, la necesidad del otro es lo que necesita Dios para salvarnos,
para sacarnos de nosotros mismos,
para entregarnos a los otros como entregó a Jesús.

Una vez más, el otro, su dolor,
su semejanza con Cristo crucificado,
es, está siendo, el juicio de Dios sobre mí.

Hugo Mujica

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