HUMILDAD CONTRA DESESPERACIÓN

 







Thomas Merton

SEMILLAS DE CONTEMPLACIÓN 



HUMILDAD CONTRA DESESPERACIÓN

La desesperación es el extremo absoluto en la línea del amor propio. Se alcanza cuando uno vuelve deliberadamente la espalda a toda ayuda ajena para gustar el corrompido lujo de saberse perdido.

En cada hombre hay escondida alguna raíz de desesperación, porque en todo hombre hay un orgullo que vegeta y hace surgir de sí yerbajos y malolientes flores de compasión tan pronto como nos fallan nuestros recursos. Pero como nuestros recursos nos fallan inevitablemente estamos más o menos sujetos al descorazonamiento y la desesperación.

La desesperación es el resultado final de mi orgullo tan grande y tan rígido, que elige la absoluta angustia de la condenación antes que aceptar la felicidad de las manos de Dios y con ello reconocer que Él está por encima de nosotros y no somos capaces nosotros mismos de cumplir nuestro destino.

Pero el hombre que es verdaderamente humilde no puede desesperar, porque en el hombre humilde no hay ya cosa parecido a la compasión de sí mismo.

Es casi imposible sobreestimar el valor de la verdadera humildad y su poder en la vida espiritual. Pues el principio de la humildad es el principio de la beatitud, y la consumación de la humildad es la perfección de todo gozo. La humildad contiene en sí misma la respuesta a todos los grandes problemas de la vida del alma. Es la única llave de la fe, con la cual empieza la vida espiritual; pues la fe y la humildad son inseparables. En la perfecta humildad desaparece todo egoísmo, y tu alma ya no vive para si ni en sí, sino para Dios; y se pierde y sumerge en Él y se transforma en Él.

En este punto de la vida espiritual, la humildad encuentra la más elevada exaltación de la grandeza. Es ahí donde todo el que se humilla es exaltado, porque, no viviendo ya para sí mismo ni en el nivel humano el espíritu queda libre de todas las limitaciones y vicisitudes de su condición de criatura contingente y nada en los atributos de Dios, cuyo poder y magnificencia, sabiduría, grandeza y eternidad han llegado a ser nuestras mediante el amor y la humildad.

Si fuésemos incapaces de humildad, seríamos incapaces de gozo; porque sólo la humildad puede destruir la concentración en sí mismo que hace imposible el gozo. Si no hubiese humildad en el mundo, hace tiempo que todos nos hubiéramos suicidado.

Hay una falsa humildad que considera orgullo el desear la máxima grandeza: la perfección de la contemplación, la cumbre de la unión mística con Dios. Éste es uno de los mayores engaños de la vida espiritual, porque solamente en esta grandeza, solamente en esta exaltada unión, podemos lograr la humildad perfecta.

Con todo, es fácil ver cómo se comete este error; y realmente, desde cierto punto de vista, no es ningún error. Pues si consideramos el gozo de la unión mística en abstracto, meramente como algo que perfecciona nuestro ser y nos da la máxima felicidad y satisfacción posibles, podríamos desearla con un deseo egoísta y lleno de orgullo. Y este orgullo será tanto mayor si nuestro deseo significa que esa consumación es en algún modo debida a nosotros mismos, como si tuviéramos derecho a ella, como si pudiéramos hacer algo para ganárnosla. De este modo aparece la unión mística a las mentes de los que no advierten que la esencia de tal unión es un amor puro y abnegado, que vacía el alma de todo orgullo y la aniquila a los ojos de Dios, para que nada quede de ella sino la pura capacidad para Él. El gozo del místico amor de Dios surge de una liberación de todo apego al yo por el aniquilamiento de todo rastro de orgullo. No desees ser exaltado, sino humillado; no desees ser grande, sino pequeño, a tus propios ojos y a los del mundo; pues el único modo de entrar en ese gozo es disminuir hasta un punto que se desvanece y ser absorbido en Dios a través del centro de tu propia nada. El único modo de poseer Su grandeza es pasar por el ojo de la aguja de tu total insuficiencia. La perfección de la humildad se encuentra en la unión transformante. Sólo Dios puede conducirte a esa pureza a través de los fuegos de la prueba interna. Sería necio no desear tal perfección. Pues ¿de qué serviría ser humilde de un modo que te impidiese buscar la consumación de toda humildad?

El humilde no se turba por las alabanzas. Como ya no se preocupa de sí mismo, como ya sabe de dónde procede lo bueno que hay en él, no rehusa la alabanza, porque pertenece al Dios que ama y al recibirla no guarda nada para si, sino que lo da todo, con gran gozo, a su Dios: Fecit mihi magna qui potens est, et sanctum nomen ejus!

El hombre que no es humilde no puede aceptar las alabanzas graciosamente. Ya sabe lo que debería hacer. Sabe que la alabanza pertenece a Dios y no a él; pero la transmite a Dios tan torpemente, que tropieza y llama la atención hacia sí por su misma torpeza.

El que no ha aprendido todavía la humildad es trastornado y turbado por las alabanzas. Hasta puede perder la paciencia cuando la gente lo alaba; lo irrita el sentimiento de su propia indignidad. Y si no arma un alboroto por ello, por lo menos las cosas que se han dicho de él lo asedian, obsesionan su mente y lo atormentan dondequiera que vaya.

En el otro extremo está el que no tiene humildad ninguna y devora los elogios, si alguno le hacen, como traga un perro un trozo de carne. Pero éste no presenta ningún problema; es tan conocido, que ha representado un papel en todas las farsas desde Aristófanes.

El humilde recibe el elogio como un cristal limpio recibe la luz del sol. Cuanto más clara e intensa es la luz, tanto menos se ve el cristal.

Para los hombres que viven en monasterios hay el peligro de que hagan tan complicados esfuerzos por ser humildes con la humildad que han aprendido en un libro, que llegue a volvérseles imposible la verdadera humildad. ¿Cómo puedes ser humilde si siempre estás atento a ti mismo? La verdadera humildad excluye la conciencia de si; pero la falsa humildad intensifica el percatarse de sí mismo hasta tal punto que quedamos lisiados, y ya no podemos hacer un movimiento ni realizar un acto sin poner en funcionamiento un complejo mecanismo de excusas y fórmulas en que nos acusamos.

Si fueras realmente humilde no te preocuparías de ti. ¿Por qué lo hacelo? Te ocuparías sólo de Dios y Su voluntad, y del orden objetivo de las cosas y valores tales como son y no como tu egoísmo quiere que sean. En consecuencia, no tendrías ya falsas ilusiones que defender. Tus movimientos serían libres. No necesitarías cl estorbo de un montón de excusas que en realidad sólo son fórmulas para defenderte de la acusación de orgullo... como si tu humildad dependiera de lo que otros piensan de ti!

El hombre humilde puede hacer grandes cosas con insólita perfección, porque ya no se preocupa de lo accidental, como sus intereses y su reputación, y ya no necesita desperdiciar esfuerzos en defenderlo.

Pues un hombre humilde no teme el fracaso. De hecho, no teme nada, ni a si mismo, pues la perfecta humildad lleva consigo una perfecta confianza en el poder de Dios, ante quien ningún otro poder tiene sentido y para quien no hay ningún obstáculo.

La humildad es el signo más seguro de la fuerza.


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