LA CARTA DE SANTIAGO










José I. González Faus

En realidad, no sabemos con exactitud si hay dos o tres «Santiagos».

Las listas de apóstoles que dan los evangelios, además de Santiago

(el mayor) hijo de Zebedeo, hablan de otro Santiago (el menor) hijo

de Alfeo. Y cuando hablan de las mujeres en torno a la cruz citan

a una María «madre de Santiago». El cuarto Evangelio (19,25) nos

indica que esa María era mujer de Cleofás. La discusión está en si

ese Cleofás es, en realidad, la transcripción griega del arameo Alfeo.

Pablo también parece identificarlos cuando señala: «No vi a ningún

otro apóstol, salvo a Santiago hermano del Señor» (Gal 1,19, aunque

también puede haber aquí problemas de traducción).


En este caso, Santiago el Menor y

Santiago hermano del Señor serían la

misma persona. Y la carta que comentamos sería obra de un apóstol, lo que

habría hecho más lógica su inclusión

en el Nuevo Testamento. 

Pero sorprende que, cuando el autor de la carta se

presenta, no se identifique como apóstol, sino solo como «siervo de Dios y

de Nuestro Señor Jesucristo» (1,1). En cualquier caso, no es este el tema que

nos interesa.3


Podemos decir que la introducción de la carta es una exhortación a la

autenticidad, pues la carta comienza con una exhortación al gozo (1,2), el

cual es fruto de la sabiduría. Y esa sabiduría Dios la concede a quien la pide,

mientras no sea un hombre que juega a dos manos o con doble personalidad

(en griego dip-psychos, ‘con dos almas’). 

 

Esta idea de la dualidad aparece varias veces en la carta (en 4,8 volvemos a encontrar el término dipsychos, hablando de la fidelidad): no se puede tener fe y no tener obras; o alabar a Dios con la misma lengua con que maldecimos al hermano… Y parece  que el autor le da tanta importancia

porque esa dualidad se opone a Dios «en quien no hay cambio ni sombra de duplicidad» (1,17).

 

Ahora nos interesa que ya en la introducción hay una primera aplicación a ese tema de la dualidad o falta de  autenticidad: «El rico que se glorie en su humillación» (1,10), porque alardea y se encumbra por una riqueza que es pura caducidad. Por eso, después añade que «se marchitará en su camino»

(1,11). El hombre sencillo (podríamos parafrasear: el que vive eso de la sobriedad compartida) es el que puede gloriarse en su exaltación, porque esa sobriedad es de mucho más valor humano que la riqueza material.

Esta especie de retrato inicial –hipocresía del rico, autenticidad del pobre– es fundamental para comprender

todas las diatribas que vendrán después.

Porque «la verdadera religiosidad4 a los  ojos del Dios, que es Padre consiste en

asistir a los necesitados en su tribulación y mantenerse libre de toda contaminación mundana» (1,27). Estas palabras son la conclusión del capítulo 1.

Los necesitados son designados, como en la antigüedad, con la expresión «viudas y huérfanos», ejemplares típicos de quienes carecían de sustento en aquella sociedad. 

Con ello se evitaba la clásica escapatoria de «todos somos pobres», todos somos necesitados.

Y la libertad frente a toda contaminación «del mundo» nos orienta hacia ese mundo de los evangelios cuyo dios es el dinero, y al que es imposible servir cuando se sirve a Dios (Lc 18,13;

Mt 6,24) porque es lo opuesto al reinado de Dios (Mc 10,23). La raíz de esa oposición es que el dinero engendra «acepción de personas», como nos va a decir Santiago al abrir el capítulo siguiente. 

Veámoslo.

Primera caracterización

Hermanos míos: que vuestra fe en el Señor Jesucristo glorioso no esté mezclada con acepción de personas. Si entra en vuestra reunión litúrgica un personaje con sortija de oro y vestido flamante y entra también un personaje con vestido mugriento, y vosotros atendéis al primero diciéndole: «siéntate  aquí cómodamente»; y al segundo le  decís: «quédate ahí de pie o siéntate en el suelo junto a mi estrado», ¿no es evidente que estáis haciendo distinciones entre vosotros mismos y os convertís en jueces malintencionados?

Atención, queridos hermanos: ¿no es verdad que Dios escogió a los pobres del mundo para hacerlos ricos por la fe y herederos del Reino prometido a los que le aman? Pues vosotros habéis deshonrado al pobre. ¿No son los ricos los que os tratan despóticamente y os llevan a los tribunales? ¿No son ellos los que ultrajan el hermoso nombre que os distingue? (2,1-7)


El primer párrafo habla de cómo nosotros tratamos a los ricos y el segundo, de cómo estos nos tratan a nosotros. El salmo 49 concluye: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece». Esa nada del rico no es una verdad revelada, sino que pertenece a la sabiduría humana más elemental: en otro posible cuaderno (que titulo El fracaso del siglo xx) recogí al final algunos testimonios tomados de la literatura humana, que hablan más o menos como la frase del salmo antes citada.


Aquí aparece otra vez la dualidad antes comentada: los ricos son una nada revestida de algo aparente.

Y los hombres nos dejamos llevar por las apariencias; de ahí viene la distinción de tratos: un buen trato respetuoso para el bien vestido o bien ensortijado y ni caso al que no ha pasado por la sastrería ni la peluquería. Es hasta cierto punto natural que reaccionemos así; pero aquí la fe nos da un aviso serio: la «gloria» de Jesucristo, evocada al comienzo de la frase de Santiago, no es una gloria de apariencias ni permite una diferencia de trato basada en lo aparente. Más aún: si Dios hace alguna diferencia es claramente en favor de los que son pobres para el mundo y de los que ha elegido como herederosde su Reino.


De Pedro Claver, el apóstol de los esclavos en Colombia, se cuenta que, cuando las altas damas hispanas se quejaron porque la presencia de tantos negros sucios (servidores suyos seguramente) afeaba la iglesia, este respondió: «La fealdad del cuerpo no mancha, sino la del alma; que también en cuerpos hermosos se esconden almas hediondas».5


No obstante, lo positivo es lo que esta advertencia de Santiago posibilita:

me refiero a la asistencia de pobres y ricos, esclavos y señores a las primeras asambleas cristianas.

 Tenemos un ejemplo de ello en otra reprimenda más dura de Pablo a los cristianos de Corinto: ricos y pobres participaban en la misma Eucaristía y se ha dicho que es la primera vez en la historia humana en que señores y esclavos aparecen sentados en la misma mesa. Pero ya conocemos la entropía de todo lo humano: poco a poco, los señores llegaban antes, se daban una buena cena y los esclavos llegaban cuando podían y apenas cenaban. Una diferencia de trato similar a la que comentaba Santiago. Y, ante ella, Pablo grita tajante:

«¡Eso ya no es celebrar la cena del Señor!» (1Cor 11,20).


Y resulta curioso, como última observación, cuánto ha molestado a muchos de esos que llevan «sortija de

oro y vestido flamante» el hecho de que Francisco, obispo de Roma, no haya hecho acepción de personas a la hora de viajar y haya frecuentado más lugares como Lampedusa o la República Democrática del Congo que a países «civilizados» y bien vestidos.

Quizá no perciben que en ese afán de que Francisco les felicite a ellos y no a los «mugrientos» se esconde un deseo inconsciente de ver justificados sus privilegios, más que un empeño de fidelidad a Roma.

El segundo párrafo del citado fragmento de Santiago da un paso más para mostrar lo que tiene de estúpida

esa tendencia nuestra de dejarnos guiar por las apariencias: no es solo que los ricos son muchísimas veces personas vacías, sino que además son opresoras. Lógicamente, debe tratarse aquí de ricos cristianos, puesto que estamos hablando de lo que ocurría en las celebraciones de la Iglesia primitiva; por eso, puede decirse que ultrajan (blasfeman, en traducción literal) el hermoso nombre de los cristianos. Y resulta llamativo que la forma de opresión que describe sea precisamente a través de la justicia: en toda la biblia hay una cierta desconfianza respecto de los jueces, porque podían ser manipulados no por los partidos políticos –como parece suceder hoy–, sino por los ricos y poderosos. 

Vale la pena evocar frases del salterio:

¿Es verdad, poderosos, que juzgáis rectamente? Al contrario (58,2).

¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta poniéndose de parte del culpable? Proteged al desvalido y al huérfano; haced justicia al pobre y al necesitado; defended al pobre y al indigente sacándolos de las manos del culpable (82,2-4).

Finalmente, Santiago concluye que todo lo dicho forma parte del mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo; tan prójimo mío es el pobre como el rico. Y el autor subraya que la moral hay que guardarla entera y que, si se quebranta un solo precepto, es como si se quebranta la totalidad de la Ley. 

Fijémonos en el interés del autor por dar fuerza a sus razones.

Y un detalle importante: a continuación, Santiago pasa a hablar de fe y obras. Puede dar la sensación de que entra en otro capítulo siguiendo el esquema de la carta que parece ser una lista de temas diversos (ricos y pobres, fe y obras, la lengua, la oración, la providencia…). Pero, curiosamente, el primer ejemplo que pone de una fe sin obras no es el de creer y cometer adulterio o creer y mentir, o creer y no acudir a la iglesia…, sino el de no atender al pobre: si ves a tu hermano desnudo y falto de alimento y te limitas a desearle que pueda comer y vestirse, pero no le ayudas, no vale nada ese deseo (2,14-16). Luego vendrá el ejemplo imprescindible de Abrahán (puesto que lo cita Pablo) y el de Rahab, que acogió a los perseguidos. 

Santiago no entiende por obras la observancia de la Ley, como Pablo, sino la caridad con el necesitado.6

Segunda caracterización

Ahora pues, vosotros los ricos llorad a gritos por los desastres que os van a venir. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos se han apolillado.

Vuestro oro y vuestra plata se han enmohecido y ese moho servirá de testimonio contra vosotros y devorará como el fuego vuestros cuerpos. 

Atesorabais para el futuro…

Pero el jornal que defraudasteis a los trabajadores que segaban vuestros campos clama al cielo; y las quejas de esos jornaleros han llegado a los oídos del Señor del universo. Vivisteis lujosamente sobre la tierra y os entregasteis a placeres, pero, con ello, no hacíais más que cebar vuestros corazones para el día de la matanza. 

Habéis condenado, habéis matado al justo; y no os soporta (5,1-6).

Encontramos aquí una caracterización del rico igual a la del párrafo anterior: vacuidad en el ser, injusticia en el obrar. 

También hay alusiones a los vestidos y al oro, citados en los párrafos anteriores. Como dice un comentarista: «Además de su culpa, Santiago les echa en cara su estupidez».7

 Pero, al revés que antes, ahora los comentaristas creen que esos grandes terratenientes aquí aludidos ya no son cristianos, aunque explotaban a muchos cristianos.

También es fácil encontrar parentescos con algunos pasajes evangélicos:

«la polilla y el orín hacen desaparecer  los tesoros de la tierra» (Mt 6,19); la obsesión por el futuro explica el consejo de Jesús de «no andar preocupados por qué comeréis y qué vestiréis mañana» (Mt 6,25): porque lo que el rico guarda para mañana se lo quita al que lo necesita para hoy. Y la estupidez del

rico parece recoger la parábola jesuánica llamada del rico insensato (Lc 12, 13-21) que termina con el consejo de «no enriquecerse para sí, sino enriquecerse para con Dios». Con estas ampliaciones, Santiago ilumina las duras palabras de Jesús: «Es imposible que un rico entre en el Reino de Dios» (Mc 10,23)

porque no se puede «vivir para Dios y vivir para el dinero» (Mt 8,24).8 También hay una clara alusión al

Éxodo cuando Santiago dice que el clamor de los oprimidos «ha llegado a oídos del Señor». El tema del salariocjusto es muy típico de todo el Primer Testamento.9 


 Así pues, Santiago parece ofrecer una pequeña síntesis de toda la doctrina bíblica sobre los ricos, que

él cifra en estas dos palabras: insensatez e injusticia. 

Además, la metáfora del cebarse viene a ser el resultado de lo que decía Pablo: «Su dios es el vientre»

(Fil 3,19). En cambio, lo de la matanza puede tener un doble sentido: puede aludir al juicio final 10 o a la fiesta celebrada con motivo de la matanza de animales (y de la que aún quedan huellas entre nosotros). En mi opinión, lo más probable es que aluda a ambas cosas a la vez y que Santiago lleve a cabo aquí un agudo juego de palabras.

Notemos finalmente que la última frase no habla de matar al pobre, sino al justo: toda ofensa al pobre es una condena a la justicia; por eso, el que no soporta a los ricos no es simplemente un pobre defraudado y resentido, sino el mismo hombre justo. 

Y, a partir de aquí, podemos concluir con el comentario de O. Knoch: «El reproche de Santiago: “Vosotros habéis afrentado al pobre”, ¿no se nos puede aplicar también a nosotros?».

Gran parte de esta afrenta y esta injusticia gira en torno al tema del salario justo y defraudado a los trabajadores.

Este es el aspecto más actual de la enseñanza de Santiago y también hoy el más conflictivo. Nuestra sociedad capitalista ha llegado a legislar sobre salarios mínimos, pero no sobre salarios justos. Solo la Doctrina Social de la Iglesia ha vuelto repetidas veces sobre este tema.11 

Tampoco nuestras sociedades han legislado nada sobre beneficio máximo (en paralelo con el salario mínimo), puesto que la entraña misma del sistema es precisamente la búsqueda del máximo beneficio. Y, en las noticias cotidianas, asistimos con frecuencia a batallas entre las demandas de subidas de salarios (para acercarlos al justo) y la resistencia, a veces encarnizada, de las patronales contra esa subida.


Todo ello lleva al siguiente dilema: si los patronos resisten por avaricia e insolidaridad, están cometiendo una injusticia. 

Si lo que sucede, por el contrario, es que no pueden pagar salarios justos porque entonces se hundirían las

empresas, llegamos necesariamente a la conclusión de que un sistema que no puede cumplir con la justicia, sino que necesita la injusticia para sobrevivir, es indudablemente un sistema injusto.


Por lo que resulta necesario y obligatorio cambiar el sistema. 

El problema no radica, pues, en el campo religioso con la acusación tópica de «comunismo ateo», porque lo que se opone a ese ateísmo no es más que un capitalismo idólatra. 

El problema está más bien en si el comunismo es o no más justo que el capitalismo, porque Jesús se hartó de enseñar que Dios prefiere una «irreligión» justa, que una «religión» injusta.

Y, así de pasada, como dije en la introducción, tenemos una confirmación de este modo de pensar en una de las cartas a las iglesias del Apocalipsis (3,17): «Tú dices que eres rico, muy rico… y no te das cuenta de que eres digno de compasión, pobre, ciego…».

Comentarios

Entradas populares