Signos en la Iglesia latinoamericana: evangelización y liberación.Eduardo F. Cardenal Pironio






Eduardo F. Cardenal Pironio

Signos en la Iglesia

latinoamericana:

evangelización liberación


Introducción. Eduardo Pironio,
un teólogo latinoamericano. Tres textos magistrales

1. Eduardo Pironio y nuestra Facultad de Teología

Eduardo Francisco Pironio es un padre de la Iglesia argentina contemporánea y “una de las mayores personalidades de la Iglesia del final del milenio”.De su trayectoria recordamos su paso por dos instituciones hermanas de Villa Devoto en Buenos Aires. De 1960 a 1963 fue el primer Rector del Seminario Metropolitano surgido del clero secular y, por eso, Praeses –Presidente o Rector– de la Facultad de Teología, asumida en 1960 por la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA). Pironio tuvo un rol relevante en la nueva etapa de la Facultad y en los inicios de la UCA.

Su rectorado imprimió al Seminario y la Facultad una profunda mística eclesial por el influjo de su personalidad carismática, su teología contemplativa, su caridad pastoral y su acento mariano. Pironio fue “un teólogo” por su comunión sapiencial y compasiva con el Dios-Amor y por la predicación pastoral que brotaba de su mirada contemplativa. También fue un teólogo en un sentido profesional, por pre- sidir y enseñar en esta Facultad de Teología. Los catálogos de 1961 a 1963 señalan que estuvo acompañado por Lucio Gera (1961) y Ricardo Ferrara (1962/63) como

1 C. Martini, “Presentación”, en: AA. VV., Cardenal Eduardo Pironio. Un testigo de la esperanza. Actas del Simposio Internacional realizado en Buenos Aires del 5 al 7 de abril de 2002, Buenos Aires, Paulinas, 2002, 7.

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Eduardo F. Cardenal Pironio

Prefectos de Estudios y por Jorge Mejía como Secretario. Ellos representan la generación refundadora de la Facultad, formada por profesores convocados después de 1957. Pironio fue profesor de Teología Dogmática y Pastoral. En 1963 dictó, junto con Eduardo Briancesco, Jorge Machetta y Lucio Gera el tratado de Deo Uno et Trino y tuvo a su cargo la parte especulativa del tratado De Trinitate. También dio la virtud de la esperanza, tema que profundizó hasta el final de su vida.

Pironio vivió centrado en la Trinidad, “la fuente de todos los otros misterios de la fe” (CCE 234). Su enseñanza coincide con la confesión de su Testamento: sentirse “inhabitado por la Trinidad”. En una atmósfera mística saboreó la vida del Dios-Trinidad, lo que san Gregorio de Nisa llamó la Theologia. Comunicó el gusto de experimentar la comunión con el misterio absoluto del Dios Uno y Trino que vive en nosotros. Ya en 1945, el joven Pironio comenzaba sus clases de Literatura Argentina en el seminario de Mercedes con estos versos de payadores del norte argentino: Por ser la primera vez que en esta casa canto, gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

Pironio aprendió y trasmitió la ciencia teológica en distintos centros de enseñanza. Hizo sus estudios en el Seminario San José de La Plata, al que llamó “escuela de santidad y de ciencia”, con sus maestros: Straubinger en Biblia, Derisi en filosofía y Rau en teología. De 1944 a 1953 enseñó en el Seminario San Pío XII de Mercedes. También tuvo la experiencia de ser alumno y profesor universitario. Con diez años de ministerio sacerdotal hizo la licenciatura en teología en el Angelicum de Roma, graduándose en 1954 con una disertación sobre “La Paternidad divina en los es- critos de Dom Columba Marmion”. Este tema expresa su espiritualidad dirigida ad Patrem. Su admiración por santo Domingo de Guzmán y su conocimiento de santo Tomás de Aquino le dieron una impronta tomista a su perfil teológico. En sus escritos son frecuentes las citas de Tomás, si bien hace teología comentando las Sagradas Escrituras y citando el Magisterio conciliar y latinoamericano.

2. Pironio, la teología argentina y nuestra revista Teología

Los tres textos que se reeditan fueron publicados en la revista Teología de nuestra Facultad. En octubre de 2012 ella cumplirá cincuenta años, lo que es un índice de la madurez de la institución y de su órgano de comunicación. Los vínculos entre Pironio, la teología y la revista son variados.

a) El número 1 se publicó en 1962, durante la primera sesión conciliar. Su contratapa indica que salió a la luz siendo Pironio Rector. Luego fue nombrado perito en el Concilio Vaticano II por Juan XXIII y más tarde participó como obispo en las dos últimas sesiones. Pironio está en el origen de Teología. Es un hecho significativo porque él escribió, en los años cincuenta, en las revistas más representativas de la época: la Revista de Teología del Seminario de La Plata y las Notas de Pastoral Jocista de los asesores de la Juventud Obrera Católica (JOC). Ambas expresaron un incipiente pensamiento teológico argentino y la renovación sacerdotal en las vísperas del Concilio.

b) Según Ferrara, Pironio sugirió el nombre de la revista y Gera fue su primer director y quien escribió su magnífica presentación. La revista fue la primera en el mundo llamada Teología.

“En cuanto a la gestación, ¿se sabrá que quien propuso bautizarla con el nombre «Teología» fue quien acaba de irse a la casa del Padre, nuestro querido Cardenal Eduardo Pironio? En cuanto a su nacimiento en octubre de 1962, ¿se sabrá que su primer número vio la luz con una inspirada «Presentación» de su primer Director, Lucio Gera...?”.2

c) Cuando la revista cumplió cuarenta años, recordando aquellos hechos, dedicamos un número completo al cardenal Pironio, ya difunto. Fue un “teólogo” con mayúsculas, con el sentido que tiene el título cuando se lo reserva a grandes doctores. Ese número, preparado en el inicio de mi decanato, tiene estudios de cuatro exdecanos y tres especialistas: Lucio Gera, Ricardo Ferrara, Carmen Aparicio, Alfredo Zecca, Laura Moreno, Carlos Galli y la bibliografía de Marcelo Siri.3

d) Pironio fue un animador de la reflexión teológica argentina. Según testimonios que recogí, fue uno de los inspiradores de la Sociedad Argentina de Teología (SAT). En 1967 fue elegido presidente de la Comisión Episcopal de Fe y Ecumenismo de la Conferencia

2 R. Ferrara, “Presentación del número Índice”, Teología 70 (1997) 5.
3 Una visión de conjunto de su teología en C. M. Galli, “Eduardo Pironio, teólogo”, 
Teología 79 (2002) 9-42.

Episcopal Argentina y generó reuniones donde se expresó la necesidad de dar cauce institucional al diálogo teológico. La Comisión convocó a la Primera Semana Argentina de Teología con una carta que se publicó en nuestra revista. Se celebró del 2 al 7 de noviembre de 1970 para “promover y valorar el pensamiento teológico nacional”.Allí se fundó la SAT, que en noviembre de 2010 cumplió cuarenta años. Según sus Estatutos, “tiene como fin favorecer la reflexión teológica en todas sus manifestaciones, con particular referencia a la problemática latinoamericana y argentina” (art. 3). 

e) Pironio fue un animador de la reflexión teológica-pastoral latinoamericana. Formó e impulsó el Equipo de reflexión teológico-pastoral del CELAM. El grupo elaboró documentos en los que se nota la presencia individual y conjunta de Pironio y Gera, que enriqueció tanto a nuestra Iglesia,y testimonia la amistad entre estas dos grandes figuras.Pironio tuvo un importante influjo en la Iglesia de América Latina, a la que sirvió de 1967 a 1975. Por su cercanía con Pablo VI, creció su repercusión en la Iglesia universal, que prosiguió en su etapa romana de 1975 a 1999. Durante sus años de servicio en la Santa Sede contribuyó a varios documentos de la Iglesia universal.

f) En el contexto reseñado conviene tomar conciencia de los artículos de mons. Pironio en la revista Teología. En 1997 se editó un número con los índices de 1962 a 1997. El índice por autores registra seis artículos de Pironio. Cinco se publicaron de 1968 a 1970, cuando era el secretario general del CELAM. El último salió en 1975, cuan- do era presidente de aquel Consejo. Paradójicamente, no hay ningún artículo de los años en los que fuera rector y profesor de la Facultad.

Los cinco primeros artículos reflejan su preocupación por hacer una teología latinoamericana y acompañar a los hermanos en el ministerio pastoral. Los tres textos

4 Comisión Episcopal de Fe y Ecumenismo, “Primera Semana Argentina de Teología. Convocatoria”, Teología 17 (1970) 70.

5 Cf. CELAM-Equipo de Reflexión Teológico-Pastoral, “La Iglesia de América Latina”, SEDOI 24 (1977) 3-73.

6 Cf. E. Pironio, “Carta de amistad desde el corazón de la Iglesia”, en AA. VV., Juntos en Su memoria. 50 años de sacerdocio con Lucio Gera. 1947-1997, Buenos Aires, Abadía Santa Escolástica, 1997, 293-295.

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que se reeditan corresponden a lo que se denomina su período latinoamericano, marcado por su servicio como secretario (1967-1972) y presidente (1972-1975) del CELAM. Caracteriza a esta etapa su fuerte conciencia eclesial latinoamericana. Arraigado en el Pueblo de Dios que peregrina en la Argentina y en su querida diócesis de Mar del Plata (1972-1975), su figura y prédica se difunden por América Latina.

3. Tres textos magistrales sobre la Iglesia latinoamericana en Teología

Este cuaderno de la colección Teología en camino, se titula “Signos en la Iglesia latinoamericana: evangelización y liberación”. Este título abarca tres textos de aquella etapa publicados en Teología, signados por las expresiones: Iglesia latinoamericana, signos de los tiempos, evangelización, liberación. El primer trabajo se sitúa en Medellín en 1968, a un año de que Pironio comenzara a trabajar en el CELAM (1967); el segundo fue una conferencia presentada en una reunión continental sobre educación, en 1970; el tercero fue pronunciado en el Sínodo de 1974, que se expresó en la exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi (1975), con la que Pironio colaboró. Los textos se enmarcan en un arco significativo (1967-1975) de nuestra historia y de la vida del autor. Indico la riqueza de los textos, el kairós de sus contextos y la historia de sus efectos.

a) En el decisivo 1968, Pironio fue el secretario de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín. La asamblea, inaugurada por Pablo VI, tuvo ponencias introductorias. La segunda, que seguía a la de Mons. Marcos McGrath acerca de los signos de los tiempos en nuestro continente, fue expuesta por Mons. Eduardo Pironio. Se tituló “Interpretación cristiana de los signos de los tiempos en América Latina”.Éste es el primer artículo suyo que aparece en nuestra revista. Otros procuran hacer una interpretación teológica de la situación argentina y latinoamericana, y aportar a la teología y espiritualidad de los pastores.

7 Cf. E. Pironio, “Interpretación cristiana de los signos de los tiempos en América Latina”, Teología 13 (1968) 135-152.

El primer texto expresa temas permanentes de Pironio: la Trinidad, el Cristo pascual, el Espíritu en la historia, el hombre recreado por la gracia, la Iglesia-Pueblo de Dios, sacramento de comunión, la hora de América Latina, la misión evangelizadora, la presencia de María, la cruz y la esperanza. Enamorado de Jesús, él predicaba al Cristo de la Pascua, el Señor crucificado y resucitado. Vivió la cruz como fuente de vida pascual y raíz de la alegría en la esperanza, dos temas conexos sobre los que escribió comentando la frase de San Pablo: “alégrense en la esperanza” (Rm 12,12).

Para interpretar teologalmente los signos de una América Latina en transformación, Pironio acude a una cristología de la historia centrada en la plenitud de los tiempos del Cristo pascual, a una eclesiología conciliar en torno a la noción de sacramento de salvación y comunión, y a una antropología tomista referida a la triple imagen divina en el hombre: en la creación, la gracia y la gloria. Aquí se nota su conocimiento de Santo Tomás, penetrante y sistemático, y su asunción de sus esquemas de pensamiento. En este texto actualiza el tema de los distintos grados de la imagen de Dios en el hombre tal como los expusiera Tomás (ST I, 93, 4). En el ser humano la imagen de Dios se da por la creación, la salvación y la escatología: imago creationis, imago recreationis, imago similitudinis.

b) En Medellín, nuestra Iglesia irrumpió en la historia con una voz nueva. Pensó a la luz de la fe la transformación de América Latina, hizo una primera recepción del Concilio Vaticano II y afianzó el catolicismo de un pueblo creyente, pobre y mestizo. Entre Medellín (1968) y Puebla (1979), la Iglesia latinoamericana fortaleció su identidad, creció en autoconciencia y perfiló su fisonomía.8

El segundo texto que reeditamos se titula “Teología de la Liberación”. Se publicó en la revista Teología en 1970,si bien se difundió por muchas publicaciones de la época. Fue uno de los primeros trabajos sobre el tema y se convirtió en un boom antes de que se conociera el libro Teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez. Contiene una honda reflexión bíblica-teológica, de gran envergadura espiritual y

8 Cf. E. Pironio, “Hacia una Iglesia pascual”, y “Latinoamérica: ‘Iglesia de la Pascua’”, en: Escritos pastorales, Madrid, BAC, 1973, 3-10 y 205-227. Ambos textos fueron publicados en la Argentina en la revista Criterio.

9 Cf. E. Pironio, “Teología de la Liberación”, Teología 17 (1970) 7-28.

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pastoral, que le valió al autor ser considerado uno de los precursores de esta amplia corriente del pensamiento latinoamericano. El texto reflexiona teológicamente sobre las aspiraciones de liberación desde la historia de la salvación que culmina en el Misterio Pascual de Cristo; desde la creación del hombre nuevo recreado por el Espíritu; desde la actividad creadora de la esperanza cristiana en perspectiva escatológica. Aprovecha el aporte de los Documentos de Medellín y brinda una comprensión integral de la liberación, tema que Pironio siguió reflexionando.10 Presenta notables formulaciones sobre la misión evangelizadora y liberadora de la Iglesia, que integra la promoción humana, en línea con el documento episcopal argentino de San Miguel (SM IV, 2).

En el post-Medellín, en medio de una década turbulenta, hubo un interesante intercambio entre nuestra práctica eclesial y reflexión teológica, y el magisterio pontificio y sinodal. En este proceso se destacan los aportes latinoamericanos realizados a las asambleas ordinarias del Sínodo de los Obispos en 1971 y 1974. En el primero, la declaración final sobre La Justicia en el Mundo recoge la relación de la evangelización con la justicia y la liberación. En el segundo, hubo una notable recepción de temas planteados por las iglesias latinoamericanas y africanas sobre la evangelización, la cultura y la liberación. Las intervenciones de nuestros obispos en esa III asamblea sinodal expresan el camino pastoral continental recorrido desde 1955, consolidado durante el Concilio y manifestado en Medellín, que se convirtió en una valiosa contribución a la Iglesia universal.

Dos textos expresan los aportes latinoamericanos al Sínodo de 1974. El primero es la respuesta del CELAM al documento de consulta (Lineamenta), preparada por el Equipo de Reflexión y titulada “Algunos aspectos de la evangelización en América Latina”.11 El segundo es la Relatio de Pironio en la primera parte de la asamblea, dedicada a trazar un panorama de la Iglesia en el continente.

10 Cf. E. Pironio, “Evangelización y Liberación”, Documentación CELAM 105 (1976) 9-18.

11 Cf. Equipo de Reflexión Teológico-Pastoral del CELAM, “Algunos aspectos de la evangelización en América Latina”, en: CELAM, Evangelización, desafío de la Iglesia, Bogotá, Documentos CELAM 24, 1976, 169-220.

c) En el simbólico año 1974, doloroso para Pironio y la Argentina, el obispo prestó importantes servicios eclesiales, desde predicar el retiro a Pablo VI al rol que tuvo en aquel Sínodo sobre la evangelización. Como escribí en 2000, la ponencia de Pironio, publicada en 1975 en Teología12 simboliza el “original aporte latinoamericano a la Iglesia universal de Medellín a Puebla”.13

Este tercer texto trata sobre “La evangelización del mundo de hoy en América Latina”. Sus grandes contribuciones versan sobre la fisonomía de la Iglesia en América Latina, la centralidad de la evangelización, la riqueza de la religiosidad popular, las aspiraciones de liberación, la pastoral juvenil, las comunidades eclesiales de base, los nuevos ministerios laicales, la piedad mariana latinoamericana, que el autor vivió con tanto amor en su devoción a la Virgen de Luján.

Este trabajo expresa que la iglesia latinoamericana está en el inicio de una nueva evangelización, si bien esa frase ya aparecía en Medellín (MD Men; VI, 8). Pironio plantea la necesidad de “una nueva etapa en la evangelización”, emplea varias veces el término “nueva evangelización”y, asumiendo una clave de la teología pastoral argentina,14 afirma que “la religiosidad popular es un punto de partida para una nueva evangelización”. Esta afirmación tuvo eco en el número 48 de Evangelii nuntiandi, un texto que tuvo su reflujo en la iglesia latinoamericana hasta la ma- dura reflexión de Puebla (DP 444-469), un clásico de nuestra teología pastoral.15 Otra expresión de Pironio marcó la vida pastoral. Al delinear la fisonomía religiosa y cultural de nuestra región, de México al Cono Sur, dice: “América Latina

12 Cf. E. Pironio, “La evangelización del mundo de hoy en América Latina”, Teología 25-26 (1975) 155-165.

13 Cf. C. M. Galli, “Pablo VI y la evangelización de América Latina. Hacia la nueva evangelización”, en: Istituto Paolo VI, Pablo VI y América Latina, Brescia, Pubblicazioni dell’Istituto Paolo VI 24, 2002, 176.

14 Cf. J. C. Scannone, “Interrelación de realidad social, pastoral y teología. El caso de ‘pueblo’ y ‘po- pular’ en la experiencia, la pastoral y la reflexión teológica del catolicismo popular en la Argentina”, Medellín 49 (1987) 3-17.

15 Cf. J. Alliende luco, “Religiosidad popular en Puebla”, en: CELAM, Puebla: grandes temas I, Bo- gotá, Paulinas, 1979, 235-266; C. M. Galli, “La religiosidad popular urbana ante los desafíos de la modernidad”, en: C. M. Galli; L. Scherz (comps.), Identidad cultural y modernización, Buenos Aires, Paulinas, 1992, 147-176.

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es un continente esencialmente mariano”. El 80% de los católicos latinoamericanos visita un santuario mariano una vez por año y da testimonio de que María y sus misterios pertenecen a la fe, la cultura y la historia de nuestros pueblos y ciudades.

Eduardo Pironio prestó un servicio a la teología desde la Argentina, en América Latina y para toda la Iglesia. Escribió una página de la historia del pensamiento teológico y la vida pastoral en el país y el continente. Su testimonio, palabra y acción dibujan lo que Aparecida llama “el rostro latinoamericano y caribeño de nuestra Iglesia” (A 100 h) y nos ayudan a realizar el programa conciliar para que la fe llegue a la inteligencia teniendo en cuenta la sabiduría de los pueblos (AG 22b).

Esta publicación conjunta de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina y la Editorial Guadalupe brinda tres textos “actuales” de un pionero de la inculturación de la reflexión teológica. Ellos nos ayudan a formar una Iglesia más pascual y misionera, y a pensar la teología católica latinoamericana en la lengua castellana y con una tonada argentina, criolla y lujanense.

Carlos María Galli

Profesor y Ex - Decano de la Facultad de Teología Buenos Aires – Santísima Trinidad – 2011




Interpretación cristiana de los signos de los tiempos en América Latina


Introducción


1. La “plenitud de los tiempos” en Cristo y el Espíritu

(Encarnación y Pentecostés)

Todo momento histórico, a partir de la Encarnación de Cristo, es momento de salvación. Porque la salvación –en germen ya desde los comienzos del mundo y admirablemente preparada en la Alianza con el Israel de Dios– irrumpe radical y definitivamente “en los últimos tiempos” con la presencia salvadora de Jesús y la acción vi- vificadora de su Espíritu. Presencia y acción que se prolongan ahora en el misterio sacramental de la Iglesia hecha Pueblo de Dios.

(GS 10)

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Cristo es la clave, el centro y el fin de la historia humana

Cristo –”nuestro Dios y Salvador” (Tit 2,13)– se constituye “centro” de esta salvación, principio y “causa de la salvación eterna” (Heb 5,9). Por lo mismo, se convierte en la “clave, el centro y el fin de toda historia humana” (Gaudium et Spes, n. 10).

El advenimiento de Cristo señala que “la plenitud de los tiempos” ha llegado ya (Gal 4,4), que “el Reino de Dios” está ya presente entre nosotros (Mt 12,28), que se ha “manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres” (Tit 2,11).

Cristo culmina los tiempos anteriores –realizando las promesas y llenando las expectativas– “pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en Él: y por eso decimos por Él Amén a la gloria de Dios” (2 Cor 1,20). Constituido por el Padre en “Señor y Mesías” (Hech 2,36), preside ahora la historia dando contenido salvífico a los tiempos que le siguen, hasta que llegue el momento de la plenitud definitiva cuando “todas las cosas se reúnan bajo un solo jefe que es Cristo” (Ef 1,10).

Exaltado a la derecha del Padre, el Señor Resucitado crea, mediante la plena efusión del Espíritu Santo, la comunidad de los creyentes como “sacramento universal de salvación” (Lumen Gentium, n. 48), como “germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (ibid., 9).

Pentecostés significa la manifestación de una Iglesia –sobre la que ha sido derramado el Espíritu de profecía y de testimonio– como “comunidad de fe, de esperanza y de amor” (ibid., 8) donde todos se congregan “en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan, y en las oraciones” (Hech 2,42).

La Iglesia prolonga así en la historia “el tiempo salvífico” de Cristo y su Espíritu, el de la Encarnación y Pentecostés.


2. El “día de la salvación” para América Latina

Pero hay “momentos” especiales en la historia, que van marcados con el sello providencial de la salvación. Este “hoy” de América Latina es uno de ellos.

Cuando el hombre toma conciencia de la profundidad de su miseria –individual y colectiva, física y espiritual– se va despertando en él un “hambre y sed de justicia’’ verdadera que lo prepara a la bienaventuranza de los que han de ser saciados y se va creando en su interior una capacidad muy honda de ser salvado por el Señor.

Es preciso que el hombre –enseña santo Tomás– padezca primero la humillación de su pecado, experimente la necesidad de un libertador, reconozca su propia debilidad, para que pueda clamar por el médico y tener hambre de su gracia. Sólo entonces llega el “Salvador” enviado por el Padre en la “plenitud de los tiempos” (S. Th. III, q. 1, a. 5).

Es el proceso de Dios a lo largo de la Historia de la Salvación. Sólo cuando los judíos sienten en Egipto la opresión de la esclavitud, interviene Dios para liberarlos de “la casa de la servidumbre” (Ex 13,3), y conducirlos, a través de la peregrinación por el desierto, a la tierra de la promesa. Sólo cuando el Pueblo de Dios, disgregado en el exilio, toma conciencia del dramatismo de su situación y, por la voz de los profetas, de la situación de pecado que la engendra, se compromete Dios a recoger a los dispersos para congregarlos de nuevo en su tierra y en su templo. Sólo cuando el hombre padece la ineficacia interna de la Ley, irrumpe Cristo con su gracia, que hace posible el pleno cumplimiento del precepto del amor a Dios y al prójimo. Por eso –si bien el “día de la salvación” es todo el tiempo de la Iglesia que va desde la Ascensión hasta la Parusía– este hoy de América Latina señala verdaderamente “el tiempo favorable, el día de la salvación” (2 Cor 6,2).

3. Perspectiva de Esperanza

Ésta es la primera afirmación, llena de optimismo sobrenatural y responsabilidad cristiana, para quien interpreta los acontecimientos actuales a la luz de la fe. El Señor glorificado vive y actúa siempre en la historia preparando el Reino que ha de ser entregado definitivamente al Padre. Pero hay momentos –y para América Latina es éste el suyo– en que la acción salvífica de Dios se manifiesta de un modo particular y nuevo. El Espíritu Santo despierta, simultáneamente, en los hombres la conciencia de su miseria, en la Iglesia la responsabilidad de su misión, en los pueblos la seguridad de su salvación por Cristo Jesús.

Por lo mismo, conviene que nos situemos en perspectiva de esperanza. “Ya ha llegado el tiempo. El Reino de Dios está muy cerca (Mc 1,5). “Yo os digo: levantad los ojos y mirad los campos, ya están blancos para la siega” (Jn 4,35). “Tened en cuenta el momento en que vivimos, porque ya es hora de despertarse; la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rom 13,11).

En definitiva, esta esperanza se apoya fundamentalmente en la acción de Dios, que es el único que salva. Hay una presencia nueva del Señor en nuestro continente, que desde la profundidad de su miseria adquiere conciencia de su misión y de sus valores y busca ser totalmente liberado. Hay una acción nueva del Espíritu Santo que congrega a la Iglesia de América Latina para que, en esta expresión de colegialidad que es la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana, tome conciencia de sí misma, se renueve y se disponga al diálogo salvador con el mundo.

Esto “marca el tiempo y el momento” (Hech 1,7) de América Latina. Heredera de las riquezas de la Evangelización primera –innegablemente inspirada en las luces del Concilio de Trento– la Iglesia de América Latina se dispone ahora a una nueva proclamación de su mensaje a la luz del Concilio Vaticano II. Por eso se congrega en la “comunión del Espíritu” y asegura y manifiesta el acontecimiento salvífico de un nuevo Pentecostés para América Latina.

4. Conciencia de una “situación de pecado”

Pero la esperanza es real cuando se toma también conciencia de que el “misterio de iniquidad está actuando” (2 Tes 2,7). Es evidente que en la realidad latinoamericana hay una “situación de pecado’” que debe ser transformada en realidad de justicia y santidad. Mientras la verdad y la gracia nos liberan, el pecado nos somete a servidumbre (Jn 8,32-34). Por eso, la necesidad urgente de una profunda conversión a fin de que llegue a nosotros “el Reino de justicia, de amor y de paz”: “ya ha llegado el tiempo. El Reino de Dios está muy cerca. Convertíos y creed en la Buena Noticia” (Mc 1,15).

Todos los hombres y todos los pueblos deben sentirse solidariamente culpables, comprometerse a vencer el pecado en sí mismo, luchar por la liberación de sus consecuencias: el hambre y la miseria, las enfermedades, la opresión y la ignorancia. Vale especialmente para América Latina el diagnóstico tan simple, tan fuerte y tan hondo de Pablo VI: “El mundo está enfermo. Su mal está menos en la esterilización de los recursos y en su acaparamiento por parte de algunos, que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos” (Populorum progressio, n. 66).

En esta doble perspectiva –de esperanza fundamental que debe ser reafirmada, y de real situación de pecado, que debe ser vencido– debemos interpretar los signos de los tiempos en América Latina hoy, a través de la vocación del hombre y de la misión salvadora de la Iglesia, “sacramento universal de salvación”, “comunidad santa de fe, esperanza y amor”.

1.Vocación del hombre


1.1. El hombre como sujeto de redención de la Iglesia

Centramos nuestra atención en el hombre. No porque el hombre sea el horizonte final de la Iglesia, ya “todas las cosas son vuestras, pero vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3,22-23).

Nos interesa el hombre porque el hombre es ahora el sujeto de la redención de la Iglesia. “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación” descendió la Palabra de los cielos, revistió nuestra carne, y plantó su tienda entre nosotros. Nos interesa el hombre en cuanto en él se proyecta el designio salvador del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este hombre frágil y pecador, ignorante y oprimido, angustiado y enfermo, y que está llamado sin embargo a ser feliz. Este hombre que, con su inteligencia y actividad creadora, provoca “el cambio” y al mismo tiempo lo padece (Gaudium et Spes, n. 4). Este hombre –cualquiera sea su estado interior y su situación externa– es portador de la imagen de Dios y está llamado a reflejar la gloria de Cristo, como Cristo refleja la gloria del Padre (2 Cor 3,8; 4,6). Pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad (Gaudium et Spes, n. 3).

La Iglesia se sitúa frente a este hombre que, sin decir palabra, la interroga sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. La Iglesia busca comprenderlo, contestarle, darle vida. Proclama ante el mundo la “altísima vocación del hombre” y la “semilla divina” que en él ha sido plantada desde el comienzo. “Le propone lo que Ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad” (ibid., n. 13).

A la Iglesia latinoamericana le interesa nuestro hombre, con sus angustias y esperanzas

A nuestra Iglesia latinoamericana le interesa nuestro hombre, tal como se da y se le presenta, con sus angustias y esperanzas, con sus posibilidades y aspiraciones. La respuesta de la Iglesia es siempre: Cristo en la plenitud de su mensaje y de su vida. La salvación está allí, hecha Palabra y Sacramento, hecha acción y testimonio.

Sólo a la luz del Verbo encarnado –”imagen del Dios invisible y primogénito de toda la creación” (Col 1,15)– puede esclarecerse el misterio del hombre. “Cristo, nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación” (Gaudium et Spes, n. 22).

1.2. El hombre “imagen de Dios” en la Creación (Imago creationis: cf. S. Th. I, q. 93, a. 4)

Creado a la imagen de Dios, el hombre lleva en su interior una “semilla divina” (Gaudium et Spes, n. 3) que lo invita al diálogo con Dios y lo destina a la unión plena con Él. El hombre es constituido señor de las cosas, llamado a recrearlas continuamente, a imprimirles su propio sello espiritual y divino. Entra en comunión con los demás hombres mediante la gozosa donación de sí mismo y constituye con ellos la comunidad humana. Marcha así a su plenitud personal y se realiza a sí mismo en la dimensión total de su persona, abierta a Dios, a los hombres, al mundo. Éste es el sentido de su vocación al “desarrollo integral”.

1.3. Lo “nuevo” por Cristo (Imago recreationis)

Cristo ilumina, por su Palabra y sus gestos, esta vocación del hombre. La hace posible por el Misterio de su Muerte y Resurrección.

Incorporado a Cristo por la fe y el Bautismo, el hombre alcanza una dimensión nueva. Bautizado en Cristo, Jesús ha revestido a Cristo (Gal 3, 27). La ‘’novedad’’ original de Cristo es introducida en el interior del hombre por el don del Espíritu que hace nuevas todas las cosas. El hombre es así “creado en Cristo Jesús” (Ef 2,10), hecho en Él “creatura nueva” (2 Cor 5,17).

Se produce en el hombre el verdadero cambio, la transformación radical, que lo impulsa a una relación más profunda con Dios, con los hombres, con las cosas. Todo lo anterior importa tan sólo como preparación y figura. Ahora “lo que importa es ser una nueva creación” (Gal 6,15). El Espíritu de adopción le hace gritar a Dios “Abba, Padre” (Rom 8,15; Gal 4,6). Le descubre que los hombres no son simplemente hermanos, sino los hijos de Dios reunidos en esperanza (Rom 8,24), herederos de una salvación que ha de revelarse al fin de los tiempos (1 Pe 1,15), y lo compromete de un modo nuevo con ellos. Le hace entender que el mundo ha sido también recreado en Cristo y que el hombre debe comprometerse en el tiempo a preparar “el cielo nuevo y la tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Pe 3,3).

1.4. Lo “definitivo” en la gloria (Imago similitudinis)

Su plenitud humana alcanza así, “por la inserción en el Cristo vivo” (Populorum progressio, n. 15) una dimensión cristiana que trasciende el tiempo. Llamado a reproducir la imagen de Cristo “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29), experimenta la fuerza interior del Espíritu que lo impulsa a completar su imagen en la eternidad, donde “seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). La novedad definitiva del hombre, su plenitud consumada, arribará cuando el Espíritu del Señor Jesús, que habita ahora en nuestros corazones como anticipo y prenda, y nos ha “marcado con un sello para el día de la redención” (Ef 4,30) resucite nuestros cuerpos mortales (Rom 8,11) y los transforme haciéndolos conforme al cuerpo glorioso del Señor (Flp 3,21).

“La vocación suprema del hombre es una sola, es decir divina” (Gaudium et Spes, n. 22). Sólo se dará cuando, predestinado por el amor del Padre a ser hijo suyo adoptivo por medio de Jesucristo, alcance la seguridad de su salvación en la madurez de su santidad “en su presencia” (Ef 4,5). Entonces habrá una comunión definitivamente nueva con el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la comunicación irrompible de los santos y en la posesión gozosa de la creación nueva.

1.5. El hombre, “artífice de su propio destino”

Pero, ahora, en el tiempo, el hombre está llamado a ser él mismo, a “hacer, conocer y tener más, para ser más” (Populorum progressio, n. 6). Artífice de su propio destino, tiene una misión concreta en el tiempo y le corresponde un llamado divino. “En los designios de Dios cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta” (ibid., n. 15). Le han sido dadas por eso, desde su nacimiento, posibilidades que debe hacer fructificar. Ha sido también sembrada en su interior una semilla divina que debe hacer germinar hasta la vida eterna.

La realización de su vocación comporta, ante todo, una fidelidad personal. Una respuesta gozosa y total a un llamamiento divino. El hombre descubre su misión concreta en la historia y se compromete a realizarla. Esto le impone una permanente actitud de desprendimiento y una generosa actitud de donación. Ni la posesión egoísta de los bienes puede endurecerlo o encerrarlo, ni paralizarlo o destruirlo tampoco la miseria. El hombre vive en serena tensión interior luchando constantemente por ser fiel. Su fidelidad implica una respuesta a Dios, pero tam- bién un insustituible servicio a sus hermanos. Ser fiel a una vocación determinada es cooperar solidariamente –con los demás hombres– con la construcción de una verdadera comunidad fraterna.

1.6. Condiciones para que el hombre pueda realizar su vocación

Pero la fidelidad personal del hombre se ve con frecuencia comprometida por situaciones externas antihumanas. Es difícil, a veces, por no decir imposible, responder a la vocación divina de un desarrollo integral de la persona. Esto supone un acceso moralmente fácil a la cultura, una normal participación en los bienes de la civilización, una posibilidad del gozo creativo del trabajo, una asunción “de los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación” (Populorum progressio, n. 20).

Por eso la necesidad imperiosa de crear condiciones de vida –culturales, sociales, económicas y políticas– que hagan posible al hombre la fidelidad personal a su vocación divina. Por eso, también, el compromiso urgente para la Iglesia de denunciar proféticamente las situaciones injustas que cierran al hombre las posibilidades concretas de su misión.

El hombre está llamado por Dios al pleno desarrollo de sí mismo. Plenitud, sabemos, que ha de darse en Cristo. Su inteligencia se abre a un conocimiento profundo de la naturaleza, a una particular posesión de la sabiduría humana, a una penetración luminosa de la fe. Facilitar a los hombres de nuestro continente los caminos que llevan a la variada y rica posesión de la verdad, humana y divina, es abrir para ellos los senderos de la salvación. El hombre tiene que ‘’dominar la tierra”, es decir, arrancarle sus riquezas para ponerlas al servicio, no de unos pocos privilegiados, sino de toda la humanidad. Ello implica la posibilidad de perfeccionar la creación mediante un trabajo realizado en condiciones dignas de la persona humana y la participación en los bienes que le son necesarios.

El hombre tiene que aceptar libremente el Reino de Dios, participar activamente en él, y anticipar en el tiempo su venida (“Venga a nosotros tu Reino”) haciendo que todas las cosas vayan siendo sometidas progresivamente al señorío universal de Cristo.

1.7. El hombre en situación de cambio

El hombre va realizando su vocación en el tiempo como peregrino de la eternidad. Por eso vive esencialmente en “situación de cambio”.

El hombre realiza su vocación en
el tiempo como peregrino de

la eternidad

Su condición de “peregrino” lo hace vivir en serena tensión de los “bienes futuros” (Heb 9,11), con absoluta fidelidad a lo inmutable y generosa asunción de “lo nuevo”, en constante proceso de renovación, desprendimiento y pobreza. Hasta que “entre en el reposo de Dios” (Heb 4), el hombre va “haciéndose” en el devenir del tiempo, constantemente despojándose y enriqueciéndose. En Cristo –”Mediador de una Alianza más perfecta” (Heb 8,6)– va caminando hacia lo definitivamente nuevo y eterno, a través de las cambiantes riquezas de la historia.


2.La Iglesia, “sacramento universal de salvación”

2.1. Misión única de la Iglesia

Mediante su Espíritu, el Señor Resucitado constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, en “sacramento universal de salvación” (Lumen Gentium, n. 48).

Para eso vino Cristo al mundo: para dar testimonio de la verdad, salvar y no condenar, servir y no ser servido. Y ésa es ahora la misión única de la Iglesia (Gaudium et Spes, n. 3). Misión de orden religioso que invade, sin embargo, la totalidad del hombre –alma y cuerpo, individuo y sociedad, tiempo y eternidad–, la totalidad del mundo y sus cosas.

Como “sacramento”, la Iglesia es signo instrumento de salvación.

 2.2. La Iglesia, “signo” de salvación

Como “signo”, expresa en el tiempo que el Reino de Dios ya ha llegado a nosotros y la salvación nos ha sido dada por Cristo, misteri samente presente, por la actividad incesantemente renovada de su Espíritu en la historia. Ella es plantada en el mundo como “signo levantado entre las naciones”, como “Luz de los pueblos”. Su misión profética la impulsa a proclamar incesantemente las maravillas de la salvación, obradas por Dios en la historia, provocando en los hombres actitudes de reconocimiento y de esperanza. Descubre al hombre su vocación divina. En nombre de Cristo, cuya presencia prolonga, llama al hombre a la realización de su destino, le revela su propio misterio, le hace tomar conciencia de su grandeza. Al mismo tiempo lo despierta de su situación de miseria y de pecado, le hace sentir su soledad y su pobreza, experimentar hambre y sed de justicia, necesidad de Dios y de comu- nión fraterna. Le revela el sentido de las cosas y el valor positivo de la Creación.

La Iglesia
es signo e instrumento de salvación

Como “signo”, también denuncia las injusticias existentes y el misterio de la iniquidad que destruye a los hombres, disgrega a los pueblos, imposibilita la paz. En la línea del Servidor de Yahvé, la Iglesia siente el llamado de Dios: “Te he destinado a ser Alianza del Pueblo y Luz de las gentes para abrir los ojos de los ciegos, para sacar del calabozo a los presos, de la cárcel a los que viven en tinieblas... Te voy a poner por Luz de las gentes para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is 42,6-7; 49, 6).

2.3. La Iglesia, “instrumento” de salvación

Como “ instrumento”, la Iglesia convoca a los hombres en la unidad de la Palabra y de la Eucaristía. Proclama, “con ocasión o sin ella” (2 Tim 4,2) la Buena Noticia de la Salvación –que es el advenimiento del Reino– y celebra el Misterio de la Muerte y Resurrección del Señor anunciando su Venida. Invita a la conversión y dispone a los hombres –en la pobreza y el hambre de justicia, en la misericordia y la rectitud de corazón, en la disponibilidad para la paz, en el anonadamiento y la cruz– a la participación activa en la salvación mediante su entrada en el Reino. En la Palabra, anuncia y realiza el “Evangelio de la salvación” (Rom 1,16). Va introduciendo en el corazón del hombre “la novedad de la gracia –semilla de Dios, anticipación de la Vida eterna– y va conduciendo progresivamente a la humanidad a la definitiva recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10).

Va marcando a los hombres con el sello del Espíritu Santo prometido, el cual es anticipo de nuestra herencia y prepara la redención del Pueblo, que Dios ha adquirido para alabanza de su gloria (Ef 1,13-14). Con la Sangre de Cristo, purifica las conciencias muertas por el pecado (Heb 9,14). Da a comer el Cuerpo glorificado del Señor que se introduce en la totalidad del hombre –alma y cuerpo– como germen de inmortalidad, como Pan de la Vida eterna.

2.4. Exigencias de anonadamiento y pobreza 

La Iglesia es puesta en el mundo como ‘’signo “ e “instrumento’’ de salvación. Esta salvación –como en Cristo– supone para la Iglesia un continuo estado de anonadamiento y de cruz, que lleva a la resurrección y exaltación definitiva. Los caminos de la salvación, por eso, son caminos de pobreza, de humillación, de servicio. Pero en perspectiva de gloria y esperanza.

Cristo fue definitivamente glorificado por el anonadamiento de su Encarnación y de su Cruz (Flp 2). “Como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (Lumen Gentium, n. 8).

Por esencial fidelidad al Evangelio, y por solidaridad con los hombres y pueblos de nuestro continente, la Iglesia de América Latina se siente hoy llamada a dar un testimonio particular de pobreza. Debe ser “signo” de Cristo que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 3,9). Se siente ungida por el Espíritu del Señor que la envía a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación y la vista a los ciegos, a dar libertad a los oprimidos (Lc 4,18). Consciente de que su Reino no es de este mundo –aunque se va realizando misteriosamente en él– proclama “felices a los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos” (Mt 5,3). Experimenta, por eso, la necesidad de verse libre ella misma de ataduras temporales que la comprometen, desprendida de bienes innecesarios que la paralizan.

La verdadera pobreza es necesidad profunda

de Dios y de los otros


Proclama ante todos los hombres, y lo exige particularmente de sus hijos, el verdadero sentido de la pobreza: como actitud interior, profunda y simple. No es pobre quien se siente superior, seguro y fuerte. La verdadera pobreza experimenta una necesidad profunda de Dios y de los otros. No es pobre quien siente orgullo de su pobreza, y hace ostensible manifestación de ella. La pobreza es esencialmente servicio y amor, desprendimiento y libertad, serenidad y gozo. No siembra resentimientos, no engendra amarguras, ni provoca violencias. Tampoco constituye un estado definitivo. Es sólo la condición para que el Reino de Dios se introduzca en nosotros y nos haga partícipes de los bienes invisibles. También es condición para que todos los hombres encuentren en la tierra “los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso” (Populorum progressio, n. 22), puesto que Dios “ha destinado la tierra, y todo lo que en ella se contiene, para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad” (Gaudium et Spes, n. 69).

2.5. Dimensión universal de la salvación

La salvación abarca a todo el hombre y a todos los hombres. Es universal en todas sus dimensiones.

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos” (Gal 4,4-5). En su aspecto negativo, la salvación es liberación completa, superación de toda desgracia, redención del pecado y sus consecuencias: hambre y miseria, enfermedad, ignorancia, etc. La redención comporta, por la incorporación a la muerte de Cristo, una liberación de toda servidumbre. Fue destruido nuestro cuerpo de pecado, para que dejáramos de ser esclavos del pecado (Rom 6, 6). En su aspecto positivo, la salvación es pleno desarrollo de todos los valores humanos, introducción de la gracia de adopción, revestimiento del “Hombre nuevo”, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad (Ef 4,23).

Es todo el hombre el que ha de ser salvado: en su alma y en su cuerpo, en su interioridad personal y en su relación comunitaria. El sujeto de la redención es la persona humana en su dimensión total. Pero la salvación abarca también a todos los hombres y su historia, a todos los pueblos y a la creación entera, sujeta ahora a servidumbre y liberada en esperanza, que espera ardientemente la manifestación de la gloria de Dios en los hombres, cuando “sea liberada la corrupción de la esclavitud para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,18-25).

2.6. Perspectiva escatológica de la salvación

Esta salvación ya está en germen en la historia. “Aquí en la tierra el Reino ya está presente en misterio” (Gaudium et Spes, n. 39), íntimamente compenetrado con la comunidad humana. Al mismo tiempo es objeto de búsqueda, de súplica y de espera: “¡Ven, Señor Jesús!”

El Señor Resucitado actúa permanentemente en el mundo para ponerlo explícitamente bajo la soberanía de Dios, reduciendo las ptencias del mal y haciendo que todo el progreso humano conduzca a la recapitulación de Cristo Cabeza. La señal de que el Reino de Dios va llegando es que Cristo va expulsando el mal por el Espíritu de Dios (Mt 12, 28).

Distinto del progreso humano, pero íntimamente compenetrado y comprometido con él, el Reino de Dios va marchando en la historia hacia la consumación definitiva: cuando –vencido el último enemigo, que es la muerte– Cristo entregue el Reino al Padre y “sea Dios en todas las cosas” (1 Cor 15, 28). La salvación integral del hombre y de los pueblos adquiere así una dimensión escatológica y trascendente que le es esencial.

La Salvación es liberación completa, superación de toda desgracia, redención del pecado y sus consecuencias


3.La Iglesia, sacramento de unidad
3.1. La Iglesia, expresión

de la comunidad divina

“La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, n. 1). La Iglesia expresa y realiza la comunión divina; esencialmente es “El Pueblo congregado por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (ibid., n. 4). Nace en el tiempo como manifestación del designio salvador del Padre, que nos redime en Cristo por la plena efusión de su Espíritu (Ef 1,3-14).

Constituida por Cristo como germen firmísimo de unidad, esperanza y salvación, como comunión de vida, caridad y verdad, como instrumento de redención universal, como sacramento visible de unidad salvadora, la Iglesia entra en la historia humana trascendiendo tiempos y lugares para extenderse a todas las naciones (cf. Lumen Gentium, n. 9).

La salvación comporta entrar en plena comunión divina. Sólo desde allí puede extenderse la perfecta comunidad humana. La Iglesia es ahora la encargada de “congregar en la unidad humana a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). La salvación supone la intercomunicación de los hombres y de los pueblos, lo cual puede darse en la realidad del Cristo glorificado que, por medio de la cruz, derribó el muro de odio que separaba a los pueblos, los reconcilió con Dios en un solo cuerpo y creó con todos ellos “un solo Hombre nuevo en su propia persona” (Ef 2,14-18).

El Espíritu impulsa hoy a su Iglesia con particular exigencia de santidad


3.2. La Iglesia, comunión con Dios

Hay tres niveles de esta “comunión”. El primero es el que se realiza en el “Misterio de la Iglesia” como presencia de Dios en ella, Esposa o Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, Pueblo de Dios. “Comunidad de fe, esperanza y caridad” (Lumen Gentium, n. 8), la Iglesia nace y vive de la Palabra y el Sacramento. En la medida en que es proclamada la “Palabra de salvación” (Hech 13,26), y celebrada la Eucaristía, van entrando los hombres en comunión con Dios, que es Luz y Amor. “Os anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también vosotros viváis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,3). La fi- nalidad última de la Iglesia –la plenitud de su misión salvadora– es conducir a los hombres, congregados por Cristo en la unidad de su Espíritu, al reposo definitivo del Padre. 

Los hombres entran en comunión definitiva con Dios por el “cara a cara” de la visión (1 Cor 13,12). Los pueblos alcanzarán la meta consumada de su unidad cuando sean congregados por el Señor a su regreso, en la Jerusalén celestial.

Pero entretanto es esencial a la Iglesia ir creciendo en la actividad de la fe, en la firmeza de la esperanza, en el dinamismo de la caridad. La Iglesia va creciendo en su realidad interior, provocando en sus miembros una permanente actitud de purificación y de cambio, de transformación y plenitud. Hay momentos de la historia en que el Espíritu impulsa a su Iglesia con particular exigencia de santidad. Hoy vivimos uno de esos momentos. El mundo espera de la Iglesia –en la totalidad de sus miembros– un “signo” de Cristo, el “santo y el justo” (Hech 3,14).

Por eso, tal vez, la responsabilidad primera de los pastores congregados en asamblea de Dios en América Latina sea la de comprometerse a promover la santidad interior de la Iglesia, a hacerla crecer por la Palabra y la Eucaristía, posibilitar la creación de corazones nuevos que se ofrezcan a Dios como “víctima viva, santa y agradable, como verdadero culto espiritual” (Rom 12,1).

3.3. La Iglesia, comunión de bautizados

Esto mismo nos lleva a expresar el segundo nivel de la comunión. Es el que se realiza en la “comunión” fraterna de los bautizados. “Así como el cuerpo tiene muchos miembros y, sin embargo es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así sucede también con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres– y todos hemos bebido en un mismo Espíritu” (1 Cor 12,12-13).

La comunidad cristiana se compone de la variada riqueza de carismas, ministerios y actividades que el mismo y único Espíritu distribuye como Él quiere, como diversas manifestaciones suyas para el bien común. Es esencial a la Iglesia –como comunidad– la diversidad de dones en la unidad del Espíritu. “Así organizó a los santos para la obra del Misterio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,12-13).

Esta intercomunicación es exigida por la misma comunión divina. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el Pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Cor 10,16-17).

El mundo espera de nosotros el testimonio vivo de una comunidad de amor. La unidad cristiana es siempre el signo de la misión de la Iglesia y la condición para que el mundo crea.


3.4. La Iglesia, en comunión con el mundo

El tercer nivel es el de la comunión de la Iglesia con el mundo. “Sacramento de Dios”, la Iglesia expresa y realiza en la plena unidad de Cristo la comunidad humana.

“Sacramento del mundo”, ella recoge y expresa las aspiraciones del hombre a la unidad. Encarnación de Cristo, la Iglesia hace suyos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y cuantos sufren” (Gaudium et Spes, n. 1).

Distinta del mundo, la Iglesia se siente, sin embargo, insertada en él, como fermento y alma, profundamente compenetrada con su suerte terrena, salvadoramente responsable de su destino.

“Esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad celestial sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo, en cierto modo, el reflejo de la luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profunda” (Gaudium et Spes, n. 40).

La Iglesia aporta así sus riquezas salvadoras al mundo. Al mismo tiempo, va tomando de él sus valores propios, asimilando su lenguaje y su cultura, que le pe mite adecuadamente –según los tiempos distintos y la diversidad de los lugares– la perennidad de su mensaje.

Comunidad de “hombres nuevos” en Cristo –incesantemente animados por el mismo Espíritu–, la Iglesia entra en “salvadora” comunión con el mundo: comunión afectiva, en cuanto “asume” sus angustias y esperanzas; comunión de palabra, en cuanto escucha al mundo y lo interpreta a la luz del Evangelio; comunión de acción y servicio, en cuanto se solidariza con su suerte y le comunica la ley nueva del Amor. Comprende que todos los hombres son hermanos, portadores de la imagen de Dios y reflejo del rostro de Cristo, y por ello se compromete a servir al Señor en el hambriento y el sediento, en el peregrino y el desnudo, en el enfermo y el preso (Mt 25, 34-46).


3.5. Compromiso esencial de los laicos

Toda la Iglesia se hace presente en el mundo. Es toda la comunidad cristiana la que se vuelve signo de la presencia del Señor (Ad Gen- tes, n. 15). Pero urge particularmente a los laicos –por su esencial vocación secular– expresar esta presencia salvadora del Señor en las ordinarias condiciones de su vida familiar y social, en todas y cada una de las actividades y profesiones. “Cada laico debe ser ante el mundo testigo de la Resurrección y la Vida de nuestro Señor Jesucristo y signo del Dios verdadero” (Lumen Gentium, n. 38). Esto exige un compromiso fundamentalmente evangélico con el mundo, dentro del cual el laico –”consagrado a Cristo y ungido con el Espíritu Santo” (ibid., n. 34)– se hace fermento o levadura de Dios y realiza su vocación específica de “buscar el Reino de Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándolos, según Dios” (ibid., n. 31).

Es un compromiso esencial de su fe, su esperanza y su caridad. “Signo del Dios vivo”, el laico vive en el mundo su dinamismo teologal, lo interpreta desde la fe, lo trasciende por la esperanza y lo transforma por la caridad. Por eso, su vida religiosa –la plenitud de su santidad en el amor– se alimenta en la Palabra y la Eucaristía, crece en la intensidad de su oración y contemplación y se expresa en el testimonio de su actividad temporal. “El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su salvación eterna’” (Gaudium et Spes, n. 43).

3.6. Amor a Dios y solidaridad humana 

Por absoluta fidelidad a Cristo, el cristiano se siente comprometido con el mundo. Porque tiene que amar a Dios sobre todas las cosas, el cristiano se siente urgido a solidarizarse con los hombres. “Este es el mandamiento que hemos recibido de Él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano” (1 Jn 4,21). Este es el signo de que hemos pasado de la muerte a la Vida: si amamos a nuestros hermanos. Lo cual implica un compromiso efectivo con los hombres. No sólo de lengua y de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn 3,14-18).

Urge que los laicos expresen

la presencia del Señor en el mundo


América Latina vive un momento difícil y providencial, un momento de cambio

Vivimos un momento particularmente grande en América Latina. Momento difícil y providencial. Su característica esencial es el cambio. También para la Iglesia es una invitación de Dios a una renovación profunda.

La Iglesia en América Latina se pregunta, en la sinceridad del Espíritu: ¿Qué es ella para el hombre?, ¿qué significa su presencia para los pueblos latinoamericanos?, ¿cómo responde a sus inquietudes y esperanzas?, ¿cómo realiza sus aspiraciones más hondas?, ¿qué aporta de “originalmente nuevo” a todo el progreso de transformación y desarrollo?

El continente latinoamericano mira a la Iglesia y espera. La respuesta de la Iglesia es una sola: CRISTO. Por lo mismo, se dispone a reflejarlo en la totalidad de sus miembros y sus instituciones. Lo cual exige un proceso constante de conversión. La renovación de la Iglesia es exigida por la vitalidad del Señor que opera en ella, y por la ansiosa expectativa de los hombres que esperan su salvación. Sobre el rostro de la Iglesia que anuncia el Evangelio a toda la creación, resplandecerá Cristo “Luz de las gentes” (Lumen Gentium, n. 1). Y así, “el pueblo que marchaba en las tinieblas verá una gran Luz” (Is 9,1).

Renovada en el Espíritu, en profunda comunión con Dios, cuyo Misterio expresa, la Iglesia hará presente al Señor por la proclamación de la Palabra, la celebración de la Eucaristía y el testimonio vivo de todos los cristianos, quienes manifestarán “su fe con obras, su amor con fatigas y su esperanza en nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia” (1 Tes 1,3).


Segunda parte

Teología de la liberación


Introducción*

1. El tema de la liberación no es nuevo. Es tan viejo como la historia del Pueblo de Israel. Tampoco es meramente profano o temporal. Es tan bíblico y escatológico como el Misterio Pascual de Cristo, Señor del universo. Mucho menos es un tema que incite a la violencia. Es tan hondo y pacificador como la reconciliación obrada por la donación generosa de la cruz.

Pero hemos de entenderlo bien. Ante todo digamos que no agota la esencia del cristianismo ni la reflexión teológica, ni la misión de la Iglesia. Querer reducirlo todo a “liberación” es parcializar el mensaje cristiano, recortar el horizonte de la teología y empequeñecer la actividad apostólica. Sigue siendo verdadero que lo único que importa es “el reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33). Y que la predicación del Cristo crucificado es la única “fuerza y sabiduría de Dios” para los llamados (1Cor 1, 23-24).

La insistencia exclusiva en la liberación puede llevarnos a oscurecer la globalidad del misterio de Cristo y de su Iglesia.

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El tema de la liberación es tan viejo como la historia del Pueblo de Israel

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Conferencia presentada en la Reunión de Presidentes y Secretarios de Comisiones Episcopales de *


2. El tema de la liberación debe ser entendido en el contexto integral de la historia de la salvación y de la misión esencialmente religiosa de la Iglesia. Como Cristo, la Iglesia es enviada para “anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4, 18). Se trata de la Buena Nueva del Reino (Mt 9, 35) y de la libertad esencial del Espíritu (2 Cor 3, 17).

El camino para el cambio pasa siempre por las exigencias interiores de las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5, 3-11). Antes de pretender transformar las estructuras es preciso revestirse del Hombre nuevo, creado “a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad” (Ef 4, 24). En este sentido “la liberación” empieza adentro.

Cada hombre necesita ser interiormente liberado. Para ganar definitivamente la vida hay que tener coraje de perderla (Mt 16, 25). Sólo es verdaderamente libre el hombre que se deja “alcanzar por Cristo Jesús” (Flp 3, 12) y “encadenar por el Espíritu” (Hechos 20, 22). Sólo pueden proclamar la liberación los que “liberados del pecado han llegado a ser servidores de la justicia” (Rom 6, 18).

Si el cristiano pretende convertirse en profeta y artífice de liberación –lo cual es exigencia de su vocación apostólica–, debe empezar por ser pobre y crucificado, amigo verdadero de Dios y hermano universal de los hombres. En nombre de la liberación podemos esclavizar el pensamiento de los otros considerándonos los poseedores absolutos de la verdad. En nombre, también, de la liberación podemos fácilmente condenar a nuestros hermanos juzgando con precipitada superficialidad sus actitudes. Si nos interesa la liberación del hombre es porque, en definitiva, nos interesa Dios y la acción redentora de Jesucristo. Nos interesa “la gloria del Señor” (2 Cor 3, 18) reflejada en cada uno de los hombres, como “en el rostro de Cristo se refleja la gloria de Dios” (2 Cor 4, 6).

3. El sentido cristiano de la liberación arranca del Misterio Pascual de Cristo, muerto y resucitado por todos, exige la recreación del hombre por el don interior del Espíritu y tiende a la recapitulación final de las cosas en la consumación de la escatología (Ef 1, 10). No podemos perder esta perspectiva esencial sin caer en las limitaciones utópicas de las concepciones materialistas.

El Concilio lo señala explícitamente: “Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente sus deseos” (GS10). Es decir: la liberación “verdadera y plena” supone la actividad y esfuerzo de los hombres, pero exige además la interior comunicación del Espíritu que da la vida (Rom 8, 2). Supone la perfecta dominación de la tierra (Gn 1, 28) —”donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo” (GS 39)—, pero exige además la fundamental tensión escatológica en la espera de una tierra nueva.

“Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal” (GS 20). Es esencial al cristiano la perfecta fidelidad a sus compromisos temporales (GS 43); con ello prepara los elementos de una sociedad nueva donde pueda el hombre nuevo desarrollar plenamente su personalidad, realizar libremente su destino y ser generosamente fiel a su vocación divina. Pero no puede el cristiano olvidar que es profeta y testigo de los bienes invisibles y ciudadano del cielo (Flp 3, 20) en situación de peregrino. La liberación así concebida —interior y exterior, temporal y eterna— es esencialmente evangélica. “El Evangelio anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan en última instancia del pecado” (GS 41).

4. El camino para la liberación es el de Cristo: la donación generosa de sí mismo hasta la muerte de la cruz. La única sangre que debe ser vertida es la propia “para la vida del mundo” (Jn 6, 51). La liberación no supone la violencia. Al contrario. La única violencia que se pide es la del Reino y del perfecto ejercicio de las bienaventuranzas.

En este sentido se desfigura totalmente el concepto de liberación –y sus exigencias en los documentos episcopales de Medellín– cuando se la confunde con la revolución violenta o la justificación de las guerrillas. Nadie puede escudarse en Medellín para sembrar el caos. Tampoco nadie puede acusar a Medellín de haber provocado la violencia.

El camino para la liberación
es el de Cristo: la donación generosa de sí

Es preciso leer a Medellín en su contexto esencialmente religioso de acontecimiento salvífico. Sólo así podrán interpretarse justamente expresiones aparentemente duras y ambiguas como “situación de pecado”, “estructuras injustas”, “violencia institucionalizada”, “anhelo de liberación”, etcétera.

Hoy todo el mundo habla de liberación. Algunos “temen” la palabra. Otros “abusan” de ella. Hay una impresionante literatura sobre su contenido, desde la más valiosa y profunda hasta la más ligera y superficial. Es preciso describir “el hecho”, interpretarlo “a la luz de la Escritura” y señalar luego cuál es “la misión liberadora de la Iglesia”.

1. El hecho

5. Corresponde a la Teología interpretar, a la luz del Evangelio, los acontecimientos que forman la trama de la historia y dentro de los cuales se mueve providencial- mente la Iglesia.

Con respecto al tema de la liberación, “el hecho” se nos plantea desde tres perspectivas distintas: la aspiración universal de los pueblos a la liberación, el compromiso creciente de determinados grupos –por ejemplo, los jóvenes– y la actitud asumida por la Iglesia Latinoamericana en Medellín.

El anhelo de liberación constituye una característica fundamental de nuestro tiempo en América Latina. Las generaciones jóvenes son particularmente sensibles al fenómeno, y la Iglesia ha tratado de escuchar con fidelidad la voz del Espíritu. Es que si la aspiración es legítima, el compromiso liberador del cristiano es impostergable.

“Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte” (Med. 14, 2). La respuesta será entonces: presentar “una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo hombre y de todos los hombres” (Med. 5, 15). Será ésta, sobre todo, la mejor respuesta a los legítimos y vehementes reclamos de la juventud.

La “liberación” constituye una de las aspiraciones más hondas y fuertes de nuestros pueblos. Es uno de los signos de los tiempos que hemos de interpretar a la luz del Evangelio.

Tal aspiración profunda pertenece al designio salvífico de Dios. Es una llamada de Dios al hombre. Una irrupción de su gracia. Un comienzo de su acción salvadora. Dios le descubre al hombre la profundidad de su miseria y la grandeza de su vocación. Le revela su vacío y que está sin embargo llamado a realizarse en la plenitud de su ser.

6. Este anhelo de liberación surge de la conciencia, cada vez más clara y dolorosa, de un estado de dependencia y opresión interna y externa. Dominio del hombre por el hombre, de un pueblo por otro pueblo. Esta visión, más profunda y trágica, completa y ahonda la simple comprobación inmediata de un estado de subdesarrollo o marginación. Llega hasta las raíces mismas del problema y señala sus causas.

Paralelamente despierta la conciencia, en los hombres y los pueblos, de ser ellos mismos, por voluntad de Dios, los artífices de su propio destino. Pero se sienten amarrados por condiciones de vida tales —sistemas y estructuras— que les impiden ser los auténticos realizadores de su vocación, los activos constructores de la historia.

Sienten por eso la necesidad urgente de cambios estructurales profundos que les permitan la creación de un hombre nuevo en el advenimiento de una sociedad más justa y fraterna.

Por un lado, la liberación importa el sacudimiento de todo tipo de servidumbre. Por otro, es la proyección, hacia el futuro, de una sociedad nueva donde el hombre pueda, libre de presiones que lo paralicen, ser el sujeto activo de sus propias decisiones. Es decir, por un lado la liberación es concebida como superación de toda esclavitud, por otro como vocación a ser hombres nuevos, creadores de un mundo nuevo.

No se trata simplemente de desarrollar ciertas posibilidades –económico-sociales– para que los hombres “tengan más”. Se trata de cambiar radicalmente aquellas estructuras injustas que impiden que los hombres “sean más”.

7. Con frecuencia, entre nosotros, este legítimo deseo de liberación va siendo acompañado de desesperadas manifestaciones de violencia. No podemos aprobarlas ni justificarlas con facilidad: “la violencia no es ni cristiana ni evangélica” (Pablo VI). Pero tampoco podemos condenarlas con ligereza sin analizar con seriedad sus causas. Hay una “violencia institucionalizada” (Med. 2, 16) que provoca con frecuencia el drama de la violencia armada.

Un intento cristiano de liberación debe hacerse siempre por los caminos de la paz. Pero de la paz verdadera, que es fruto de la justicia y del amor. “Si el cristiano cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la justicia es una condición ineludible para la paz” (Med. 2, 16).

Todo cambio de estructuras, radical y profundo, debe hacerse desde adentro, con la efectiva participación de todos y la conveniente transformación interior. Se exige rapidez pero se excluye la violencia.

8. Éste es el hecho: por un lado, aspiración profunda de los hombres y los pueblos a su liberación; por otro, creciente sensibilidad de compromiso liberador en determinados grupos –cristianos o no cristianos–.

Corresponde a la Iglesia interpretar este hecho a la luz del Evangelio. Ante todo, tomar conciencia de su importancia dramática. En la Introducción a las Conclusiones de Medellín decían los obispos: “Estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva” (Med. I, 4).

La liberación supone quitar todo lo que oprime, facilitar al hombre la realización plena de su destino y construir la historia en la auténtica comunidad de los pue- blos. El camino hacia la liberación es siempre un camino a la maduración personal en la verdadera comunión de los hombres.

La Iglesia descubre en Medellín una dolorosa situación de subdesarrollo y marginalidad producida por estructuras de dependencia social, económica, política y cultural. La raíz misma del subdesarrollo es la dependencia injusta. Hay estructuras injustas —culpablemente mantenidas por grupos interesados de poder— que impiden a muchos el acceso a la cultura, la participación en la política, la mejor repartición de los bienes de la naturaleza. De allí las “actitudes de protesta y aspiraciones de liberación”. De allí, también, “el desafío de un compromiso liberador y humanizante” (Med. 10, 2).

9. Frente al hecho —y a la urgencia de su desafío— la Iglesia asume el compromiso evangélico de liberar plenamente al hombre y a todos los hombres. Pertenece a la esencia de su misión, como continuadora de la misión de Cristo el Salvador. “Es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su Hijo para que hecho carne venga a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado. En la historia de la salvación la obra divina es una acción de liberación integral y de promoción del hombre en toda su dimensión” (Med. 1, 3 y 4 ).

No es de extrañar por eso que, en el fondo, todos los documentos de Medellín apunten a lo mismo: a comprometer a la Iglesia en el proceso de la promoción humana integral de los hombres y los pueblos, a fin de que cada hombre y cada pueblo puedan realizar libremente su vocación original y propia.

A ello tienden también el compromiso para una nueva evangelización del continente –que permita una fe más personal y comunitaria, más madura y comprometida– y la revisión de las estructuras visibles de la Iglesia.

No es de extrañar tampoco que la mayoría de los documentos sean fundamentalmente enfocados desde las exigencias evangélicas de la liberación.

10. Pero hay sobre todo, algunos de ellos que merecen una atención particular. Tales por ejemplo los de Justicia y Paz, Educación, Catequesis, Movimientos de los Laicos, Pobreza de la Iglesia.

Concretamente en el campo de la educación, la liberación es presentada como “anticipo de la plena redención de Cristo” –por consiguiente, tarea esencial de la Iglesia– y como verdadera creación del “hombre nuevo”, hecho a imagen del “Cristo pascual, primogénito entre muchos hermanos” (Med. 4, 9).

La “educación liberadora” –”la que convierte al educando en sujeto de su propio desarrollo”– es concebida esencialmente como “creadora”, es decir, la que anticipa el nuevo tipo de sociedad donde el hombre, hecho persona en comunión, se siente redimido de las servidumbres injustas y se convierte en artífice de su propio destino (Med. 4, 8).

11. La idea de liberación constituye así como una de las ideas-fuerza de Medellín. Como la clave teológica de todos sus documentos.

La idea de liberación constituye una de las ideas-fuerza de Medellín


La liberación tiene un sentido personal y un sentido social

Pero es preciso interpretarla bien, en toda su riqueza bíblica, en todo su contenido pascual y escatológico, en la totalidad de sus exigencias evangélicas.

No podemos reducir la liberación a la simple esfera de lo interior y definitivo –gracia y escatología–. Pero tampoco podemos reducirla a lo puramente histórico y temporal.

La liberación debe ser entendida, a la luz de Cristo y su Misterio Pascual, en su sentido pleno: realización en el tiempo de la salvación integral, en la totalidad del hombre y su historia, en tensión permanente hacia la consumación escatológica.

La liberación supone esencialmente la creación del “hombre nuevo”. Pero plena y definitivamente nuevo según el esquema del Señor resucitado hecho “hombre nuevo” (Ef 2, 15) por el “Espíritu de santidad” (Rom 1, 4) que le devolvió a la vida (Rom 8 11). Lo cual supone la recreación en Cristo, mediante el don del Espíritu, y la consumación por la gloria. El hombre nuevo es el que dice relaciones nuevas con Dios, con los hombres, con el mundo. El hombre de la plena comunión divina, fraterna, cósmica. El hombre que es verdaderamente hijo de Dios, hermano de los hombres y señor de las cosas. El hombre que se decide a crear una sociedad nueva, más justa y fraterna.

12. La liberación tiene así un sentido temporal y un sentido eterno. Se realiza “ya” en la historia –mejor, es el único modo de realizar la historia–, pero “todavía no” puede ser acabada hasta que el Señor vuelva. Se inscribe siempre en la tensión de la esperanza escatológica. El hombre se realiza en su plenitud acabada –aun en lo humano– en la eternidad. Sólo entonces será definitivamente él mismo.

La liberación tiene, además, un sentido espiritual y un sentido material. Es todo el hombre el que debe ser liberado –cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad– (GS 2). Se trata de quitar del corazón del hombre el pecado que esclaviza (Jn 8, 34), liberar- lo del poder de las tinieblas para trasladarlo al Reino del Hijo del amor (Col 1, 1). Pero se trata también de desprenderlo de todas las servidumbres derivadas del pecado: egoísmo, injusticia, ignorancia, hambre, miseria, desnudez, muerte, etcétera.

La liberación tiene, finalmente, un sentido personal y un sentido social –en cierto modo, un sentido cósmico–. No es sólo el hombre liberado. Son también los pueblos, es la entera comunidad humana, es toda la creación “liberada ya en esperanza” (Rom 8, 20-21). El hombre es plenamente liberado, no sólo en su interioridad personal, sino en su esencial relación con los otros hombres y con el mundo entero. El hombre es enteramente libre cuando puede hacer libres a los demás, cuando puede construir libremente su historia, cuando puede llevar al mundo hacia su liberación completa. Entonces es verdaderamente “señor”, a imagen de Cristo “Señor de la historia”.

2. Sentido bíblico de la liberación

13. El sentido cristiano de la liberación —plena, pacífica y fecunda— sólo nos es manifestado en Cristo y su Misterio Pascual.

Podemos verlo desde tres perspectivas convergentes:

a) Desde “la historia de la salvación”, que culmina en el Misterio Pascual de Cristo “Señor del universo”. La liberación se inscribe en el corazón de esta historia.

b) Desde la creación del “hombre nuevo”’, recreado en Cristo Jesús por el Espíritu. La liberación tiende esencialmente a la creación de un hombre nuevo.

c) Desde “la esperanza cristiana”. La liberación supone la actividad creadora de la esperanza cristiana y tiende a su consumación escatológica.

En definitiva, la liberación se ubica siempre en la perspectiva de una Pascua: la de Cristo, la del hombre, la de la historia.

a) La historia de la salvación

14. Alcanza su plenitud en Cristo ungido por el Espíritu del Señor y “enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4, 18-21).

Cristo nos libera del pecado, de la ley de la muerte. Nos hace esencialmente libres: “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál 5, 1). El mensaje del Reino a los pobres y oprimidos es ya una forma de liberación. Es la liberación por el conocimiento de la Verdad que nos hace libres (Jn 8, 32). Toda la vida y la muerte de Cristo —hecho “esclavo” hasta la cruz (Flp 2, 7)— tiene sentido de liberación plena. De un modo especial lo expresa Cristo en sus milagros: la expulsión de los demonios, la curación de una dolencia, la resurrección de un muerto, son al mismo tiempo “signos” de la gloria divina y de la liberación del hombre.

El misterio liberador de Cristo es preparado en la Antigua Alianza.

15. El Éxodo describe la liberación de Israel de la servidumbre de Egipto. Hay todo un estado de opresión que tiende a hacer desaparecer a los hijos de Israel (Ex 1, 11-14). Israel comienza a tomar conciencia de este estado de opresión y grita a Dios por su liberación. Se siente “consumido por la dura servidumbre” (Ex 6, 9).

Dios interviene entonces y suscita la misión liberadora de Moisés (Ex 2, 23-24). Siempre la liberación supone el despertar de la conciencia ante la profundidad de la miseria y el dramatismo de la situación.

La intervención de Dios es gratuita y definitiva. Provocada doblemente: por la visión de la injusta opresión de los egipcios y por el clamor sufrido de los israelitas. “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa... Así, pues, el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto” (Ex 3, 7-10).

Moisés es enviado por el Dios de la Alianza, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex 3, 12-15), el Dios eternamente fiel a sus promesas, el que está permanentemente actuando en medio de su pueblo, el que en definitiva irá haciendo la historia de Israel.

16. Dios interviene para una liberación política: Israel que sale de la servidumbre de Egipto. Tal liberación marcará el comienzo del Pueblo de Dios como pueblo nuevo, como pueblo libre, como pueblo consagrado (Ex 6, 5-7). Un pueblo que entre todos los pueblos de la tierra será de exclusiva pertenencia de Yavé, como reino de sacerdotes y nación santa (Ex 19, 4-6), para ser ante el mundo heredero y testigo de la espera mesiánica (Ef 1, 11-12).

Dios libera a Israel sacándolo de “la casa de la servidumbre” (Ex 13, 3) para conducirlo a una “tierra nueva”. La Pascua será siempre el memorial de este acontecimiento salvífico o liberador. El tránsito por el Mar Rojo (Ex 14) —momento central de la intervención liberadora de Dios— señalará el punto de partida para el pueblo nuevo, constituido definitivamente por la Alianza del Sinaí como “Pueblo de Dios” (Ex 19, 4-6; 24, 3-8).

El canto triunfal de Moisés (Ex 15) será para siempre en Israel la celebración litúrgica de la liberación. Todo israelita volverá a él para cantar la fidelidad de Dios que salva. En adelante, para Israel, Dios será “aquel que sacó de Egipto a su pueblo”. Cuantas veces –por ejemplo en el pobre y oprimido de los salmos– se quiera golpear en el corazón de la fidelidad del Dios de la Alianza, para resolver una situación difícil, se recordarán las maravillas salvadoras del Dios que marca las aguas del Mar Rojo con el signo de una nueva creación y liberación, es decir, con el signo de una Pascua. Todo el mundo recordará que Yavé “trazó camino en el mar y vereda en aguas impetuosas” (Is 43 ,16).

17. Lo importante, sin embargo, no es el hecho material de la salida de “la casa de la servidumbre”. Lo importante —aun desde el punto de vista histórico de Israel, pero sobre todo desde su perspectiva eminentemente religiosa— es la creación de un pueblo libre y consagrado. Un pueblo de exclusiva pertenencia de Dios (Ex 19). Un pueblo hijo (Ex 4, 22). Un pueblo esposa (Is 50, 1). Un pueblo heredero de las promesas, principio y germen de la salvación del mundo.

Un pueblo “en marcha”: que va haciendo su propia historia, de la mano de Dios, pero que todavía no ha alcanzado su etapa definitiva. La larga peregrinación por el desierto es esencial para avivar la espera de la tierra nueva “que mana leche y miel”, para tener una fecunda experiencia de lo provisorio y sentir materialmente las continuas y amorosas intervenciones del Dios que va liberando.

Hará falta esperar “la plenitud de los tiempos”. En el corazón del Pueblo de Israel, en camino hacia su liberación última, se planta la esperanza de los tiempos mesiánicos. Cristo dará cumplimiento a esta esperanza y abrirá una nueva.

18. Entre tanto, Israel ha vuelto a caer —por infidelidad a la Alianza— en nueva servidumbre. La voz de los profetas amenaza el castigo, llama a la conversión y anuncia la esperanza. Los cautivos en Babilonia llorarán su extranjería y opresión junto a los sauces del río, añorando por el regreso a la propia tierra. También ahora Dios interviene gratuitamente, por pura misericordia, y el Santo de Israel se convierte esencialmente en el “Liberador”. Esta segunda liberación se inscribe en la misma línea que la primera: como “cuando levantó su bastón contra el mar, en el camino de Egipto. Aquel día te quitará su carga de encima del hombro y su yugo de sobre tu cerviz” (ls 10, 26-27).

Todo esto, sin embargo, es un camino a Cristo. Apoyados en Aquel que libertó a Israel de Egipto, esperan a “Aquel que ha de liberar a Israel” (Lc 24, 21).

Los salmistas interiorizan —hacen más personal— esta idea de liberación. Con frecuencia, la liberación constituyó el tema de la oración en los salmos. “Líbrame, Yavé, ten piedad de mí” (Sl 26 11). “En tus manos encomiendo mi espíritu, tú me liberas, oh Yavé” (Sl 31, 6). El Señor será, para el salmista, la Roca, la Fortaleza, el Libertador (Sl 17, 3).

19. Los profetas urgen la liberación del pobre, del explotado, del oprimido. Ese es el verdadero ayuno y el verdadero culto.

El ayuno que Dios quiere es éste: “Desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo”. Partir del propio pan al hambriento, recibir en casa a los pobres sin hogar, cubrir al desnudo, no apartarse del prójimo (Is 58, 5ss).

El verdadero culto está allí: “Si mejoráis realmente vuestra conducta y obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar” (Jer 4, 3-11).

A través de los profetas hay un continuo llamado de Dios a la conversión de la in- justicia y opresión. El hombre mismo debe ser interiormente liberado de su egoís- mo para no constituirse en dominador injusto de los otros.

El profeta Amós brama contra los que “oprimen a los débiles”, “aplastan y pisotean a los pobres”, “suprimen a los humildes”, “falsifican balanza de fraude”, “tiran por tierra la justicia”. El verdadero culto no está en las fiestas ni sacrificios de novillos cebados, sino en que fluya “la justicia como un torrente inagotable” (Amós 5, 24).

En el pueblo de Israel se va despertando la conciencia de un estado de opresión, crece la esperanza por El que ha de venir a liberarlo y se intensifica el clamor.

Los tiempos mesiánicos están anunciados como tiempos de justicia, de libertad, de paz, de prosperidad material, de liberación de potencias extranjeras, de convocación de los que estaban dispersos en países extraños.

El Liberador prometido es señalado como el Servidor de Yavé, elegido, formado y consagrado para ser “alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas” (Is 42, 6-7). El Espíritu de Yavé lo unge y es enviado “a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad” (Is 61, 1).

20. Cristo marca la plenitud de los tiempos y el cumplimiento de las profecías. “Esta Escritura se ha cumplido hoy” (Lc 4, 17-21). Él ha nacido bajo la Ley, para rescatarnos de la servidumbre de la Ley: ha sido formado de una mujer para darnos la realidad nueva de hijos adoptivos (Gal 4, 4).

Esencialmente Cristo es el que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Se someterá a la debilidad de la carne de pecado porque Él es “el que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Para librar al hombre de la esclavitud del pecado y de la muerte Cristo pagará el rescate de su vida (Mt 20, 28). Empezará a hacer tomar conciencia de un estado de servidumbre: “Todo el que comete pecado es un esclavo” (Jn 8, 34). “Vuestro padre es el diablo” (Jn 8, 44).

La tarea liberadora de Cristo se realiza en un doble plano: el de las almas –Cristo anuncia la Buena Nueva del Reino, la Verdad que nos hace libres (Jn 8, 32), e introduce en las almas la gracia del perdón: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 2); es un modo de hacernos pasar de las tinieblas a la luz, de liberarnos fundamentalmente del demonio y del pecado– y el de los cuerpos –Cristo alivia el hambre material, sana a los enfermos, resucita a los muertos–.

La tarea liberadora de Cristo se realiza en un doble plano: el de las almas y el de los cuerpos

En definitiva, son dos aspectos de una misma liberación plena: si Cristo cura y echa a los demonios, es signo de que el Reino de Dios ha llegado a nosotros (Lc 11, 20). La señal de que Cristo es Aquel que debía venir es ésta: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 7, 20-23).

21. El Misterio Pascual marca el momento decisivo de nuestra liberación por Cristo. Con su muerte, resurrección y ascensión al cielo, Cristo rompe las ataduras del de- monio, del pecado, de la ley y de la muerte. Hace posible un Pueblo nuevo, congregado de judíos y gentiles (Ef 2, 14). Mediante la efusión de su Espíritu en Pentecostés crea definitivamente el “hombre nuevo”. Envía desde el Padre el Espíritu de adopción que anula en nosotros el espíritu de la servidumbre (Rom 8, 15). Esa es ahora nuestra vocación: “Hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Gal 5, 13).

Con su Misterio Pascual Cristo no sólo toca el interior del hombre. La carne glorificada del “último Adán” es anticipo y prenda de la liberación futura de nuestro cuerpo (1Cor 15, 12ss).

La liberación se proyecta sobre la creación entera “redimida en esperanza” (Rom 8, 27). Cristo ha sido definitivamente constituido Señor del universo. Todas las cosas le han sido inicialmente sometidas por el Padre. Él estará incesantemente obrando en la historia, por la misteriosa comunicación de su Espíritu, tratando de que la totalidad de los hombres pasen a ser Pueblo de Dios y el mundo redimido se transforme en Iglesia.

Pero mientras dure la historia la liberación irá siempre “haciéndose”. Sólo acabará toda servidumbre —y Dios nos hará definitivamente libres— cuando el Señor vuelva. Entonces acabará el egoísmo que engendra injusticia, esclavitud y dependencia. Entonces también será sometido el último enemigo que es la muerte (1Cor 15, 26).

b) El “hombre nuevo”

22. El tema de la liberación está íntimamente conectado con el del “hombre nuevo”, creado en Cristo Jesús por el Espíritu (Ef 4, 24; 2, 15; Col. 3, 10ss), de acuerdo con el prototipo de humanidad nueva inaugurada en la persona de Cristo resucitado como “último Adán” (1Cor 15, 45).

Todo el Antiguo Testamento dice relación a “lo nuevo”. También el Nuevo Testamento. Cristo nos trae lo definitivamente nuevo. Inaugura la nueva creación. En su resurrección comienza la humanidad nueva.

Cristiano es el hombre nuevo que se compromete a renovar el mundo según el esquema de la resurrección de Cristo. El hombre nuevo es el hombre creado “en la justicia y la santidad verdadera”.

Es toda una antropología cristiana la que se plantea en la base de la liberación: el hombre como “imagen de Dios”. Partícipe de su inteligencia y voluntad libre. Con capacidad para penetrar en el misterio de las cosas y dominarlas (Gn 1, 28). Llamado a la comunión profunda con Dios, a través del conocimiento y del amor, y hecho para acabar la obra de la creación mediante el señorío espiritual de su trabajo.

El hombre va haciendo así su propia historia. En permanente evolución creadora. En esencial relación con los otros y las cosas. En intrínseca y fundamental relación con Dios.

El hombre es sujeto activo –y no simple objeto– de su desarrollo integral. Es plenamente hombre cuando tiene capacidad de proyectar su futuro, de ir haciéndolo, desde la riqueza del presente y del pasado. Cuando tiene posibilidad de descubrir su vocación original y medios indispensables para realizarla. Cuando el Espíritu de adopción puede gritar en su interior: Abba, Padre (Rom 8, 15). Todo lo que impide al hombre ser él mismo y realizar libremente su destino destruye en él la imagen original de Dios.

23. También aquí aparece la fuerza liberadora de Cristo en el Misterio Pascual. Incorporados a su muerte y resurrección por el Bautismo, empezamos a tener “vida nueva” en Cristo (Rom 6, 4). Dejamos de ser “esclavos del pecado” para entrar “al servicio de Dios” (Rom 6, 6 y 13). Crucificados con Cristo por el Bautismo, Cristo vive en nosotros (Gal 2, 19-20).

El “hombre nuevo” es esencialmente rcreado en Cristo por el Espíritu Santo: “creados en Cristo Jesús” (Ef 2, 10), somos en Él “una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5, 17). Por el Bautismo nos hemos “revestido de Cristo” (Gal 3, 27). Lo único que cuenta ahora es “la creación nueva” (Gal 6, 15). Al hombre, nacido de lo alto (Jn 3, 3), se le pide que se despoje del hombre viejo y revista al “hombre nuevo” (Ef 4, 24); (Col 3, 10).

Se le exige que se purifique de la “vieja levadura, para ser una masa nueva” (1 Cor 5, 7).

Es la totalidad del hombre –alma y cuerpo– el que se hace “nuevo” por el Espíritu de adopción que nos fue comunicado, que habita en nuestro interior como en un templo y que nos da seguridad de la novedad y liberación definitiva. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuer- pos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8, 11).

24. Por eso el “hombre nuevo” es esencialmente el hombre de la Pascua

El hombre libre: “Erais esclavos del pecado” pero ahora “liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia” (Rom 6, 17-18). El hombre luz: “en otro tiem- po fuisteis tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor” (Ef 5, 8). El hombre hermano: “quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza; pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas” (1 Jn 2, 10-11). El hombre Cristo: “vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Por lo mismo, es el hombre de la unidad: “Crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz” (Ef 2, 15). “Revestíos del hombre nuevo, donde no hay griego y judío, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3, 10-11). “Os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 27-28).

El hombre nuevo es el hombre liberado del pecado y de la muerte por la comu- nicación del Espíritu: “Porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8, 2). Lo específico del hombre nuevo –hijo de Dios– es la libertad del Espíritu. No hemos recibido el espíritu de servidumbre, sino el de adopción (Rom 8, 15).

25. Re-creado en Cristo Jesús el hombre dice ahora una relación nueva con los otros y con la creación entera. “Nacido de Dios” (1 Jn 4, 7) siente la urgencia de com- prometerse, porque “ama a Aquel que da el Ser”, con todo aquel que “ha nacido de Él” (1 Jn 5, 1). “Amaos intensamente unos a otros, con un corazón puro, como quien se esfuerza de veras por hacer libres a los demás.”

La relación con el mundo es también nueva. Hecho libre en el Cristo pascual, el hombre se esfuerza por ir completando la obra de la creación, liberándola así progresivamente de la servidumbre de la corrupción y preparándola para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 20-21). El hombre nuevo mejora las cosas, hace más confortable el mundo y prepara en el tiempo los gérmenes de la nueva tierra y los nuevos cielos.

El hombre nuevo participa del señorío de Cristo sobre el universo: “Todo es vuestro, vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios” (1 Cor 3, 23).

El hombre nuevo es fundamentalmente el hombre “cristiano”. Es decir, el hombre “en Cristo”. Con tal que lo entendamos en toda su riqueza y exigencia evangélica.

El hombre nuevo es el hombre “espiritual”. Es decir, el que vive “según el Espíritu” (Rom 8, 5ss).

En síntesis: el “hombre nuevo” es el que puede construir libremente su historia, ser verdaderamente artífice de su propio destino, reali- zar plenamente su vocación humana y divina.

Este “hombre nuevo” existe: porque el Espíritu del Señor Jesús nos está continuamente “re-creando en Cristo”. Pero vive todavía aprisionado por diversas servidumbres que nacen del egoísmo y la injusticia y que le impiden ser él mismo, es decir, convertirse en verdadero agente y sujeto de su desarrollo integral en marcha hacia su plenitud.

La multiplicación de este “hombre nuevo” es urgente. “No tendremos un Continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras, sobre todo, no habrá Continente nuevo sin hombres nuevos que, a la luz del Evange- lio, sepan ser verdaderamente libres y responsables” (Med. 1, 3).

c) La Esperanza cristiana

26. Finalmente el tema de la liberación se conecta con el de la esperanza cristiana. “Nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rom 8, 24). Fuimos sellados por el Espíritu “para el día de la liberación final” (Ef 4, 30).

La multiplicación del “hombre nuevo” es urgente para tener nuevas estructuras

San Pablo define al cristiano como el que espera (Ef 2, 12-13). San Pedro, como el que sabe dar razón de su esperanza (1 Ped 3, 15). Pero la esperanza cristiana es esencialmente productiva y creadora. Cristiano es el hombre comprometido a ir recreando las cosas, rehaciendo la historia, descubriendo y anticipando el futuro.

Desde el punto de vista bíblico la liberación arranca de la Pascua y se consuma en la escatología. En el plano personal la liberación empieza con el Bautismo –cuando fue crucificado nuestro “hombre viejo” y dejamos “de ser esclavos del pecado” (Rom 6, 6)– y alcanza su término en la gloria cuando “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).

Pero es en el tiempo, en la historia, donde la liberación se va cotidianamente realizando. Supone el compromiso activo de todos los cristianos.

El término de la liberación lo marca la escatología, la vuelta del Señor. Entonces el hombre alcanzará la plenitud de la imagen, cuando el Salvador y Señor Jesucristo transfigure “este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 20-21). Será la manifestación del hombre definitivamente nuevo en la revelación gloriosa de Cristo “nuestra vida” (Col 3, 3-4).

Es la inevitable y gozosa tensión de la esperanza cristiana. Ya la novedad nos fue dada en “la vida oculta con Cristo en Dios”. Pero “todavía no” ha sido plenamente manifestada. “Ya” ahora “somos hijos de Dios”, pero “aún no” se ha manifestado lo que seremos (1Jn 3, 1-2). Ya el Espíritu habita en nosotros como anticipo y prenda de la redención futura, pero aún gemimos en nuestro interior anhelando la redención de nuestro cuerpo (Rom 8, 23). La esperanza cristiana es posesión y anhelo, reposo y actividad, presencia y camino.

27. El momento definitivamente último de la tarea liberadora de Cristo está por llegar y es objeto de nuestra esperanza. Aguardamos “la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo” (Tito 2, 13-14).

Entonces el hombre será arrancado de la servidumbre del último enemigo que lo oprime, la muerte. Cristo será el único Señor a quien todas las cosas le serán espontáneamente sometidas, y Él mismo entregará su señorío al Padre para que sea Dios todo en todas las cosas (1Cor 15, 26-28).

Por su Misterio Pascual –muerte, resurrección y ascensión a los cielos– Cristo es constituido “Señor del universo”. A ese Jesús que los hombres crucificaron “Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hechos 2, 36).

El supremo anonadamiento de la cruz es el camino para su definitiva exaltación como “Señor para la gloria del Padre” (Flp 2, 5-11).

Cristo –por quien todas las cosas fueron hechas (Jn 1, 3; Col 1, 16) en la creación primera– es ahora “el Principio” de la recreación (Col 1, 18), asume la historia y recapitula en Sí “todas las cosas, las del cielo y las de la tierra” (Ef 1, 10).

Establece así una relación profunda entre la creación y la redención, entre el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, entre la historia humana y la historia de la salvación. Exaltado a la derecha del Padre, constituido Señor de la historia, Cristo ejerce ahora su señorío mediante la actividad comprometida de los cristianos. Pero es siempre en tensión creadora de esperanza.

28. Entretanto, la creación entera aguarda entre dolorosos gemidos el momento de la manifestación de la gloria de Dios, de la definitiva liberación de toda servidumbre y de la participación en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 18-23). La esperanza bíblica es esencialmente una esperanza cósmica: está orientada hacia el único futuro del mundo. Cuando el Señor vuelva la creación entera será liberada de toda servidumbre y el mundo quedará definitivamente transfigurado.

La liberación escatológica se manifestará así en tres niveles:

el del hombre definitivamente nuevo: “imagen de Dios”, “hijo de Dios”, “Señor de las cosas”;

el de los pueblos: que habrán alcanzado la meta de su historia, se habrán integrado plenamente en la comunidad humana y formarán verdaderamente el único Pueblo de Dios, el Pueblo de las Promesas y la Alianza;

el del mundo: que será transformado en “nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Ped 3, 13).

29. Pero la esperanza cristiana es esencialmente actividad y compromiso. No es espera pasiva y ociosa de felicidad suprahumana, de liberación futura. No es evasión del tiempo sino construcción efectiva de la historia. “La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio” (GS 21).

En la valoración positiva de los bienes temporales –abiertos siempre a la consumación escatológica– el cristiano se siente evangélicamente comprometido a cambiar incesantemente el mundo, a crear condiciones de vida verdaderamente humanas, a hacer cotidianamente la historia en perfecta comunión con sus hermanos. En virtud del dinamismo creador de la esperanza escatológica el cristiano se lanza cotidianamente a transformar la tierra y preparar el mundo futuro.

La liberación es algo que “ya” se viene dando desde la Pascua de Cristo. Pero que “todavía no” puede ser plena hasta que el Señor vuelva. Entretanto es algo que esencialmente asume la Iglesia como continuadora de la misión única de Cristo: salvar al mundo, redimirlo, liberarlo.

3. Misión liberadora de la Iglesia

30. Vista así la liberación –en su contexto global: espiritual y material, personal y social, temporal y eterno– no puede la Iglesia dejar de asumirla como tarea propia, como misión esencial. En definitiva, la Iglesia debe –como Cristo– procurar la salvación integral de todos los hombres y todos los pueblos. “Cristo nuestro Salvador, centró su misión en el anuncio a los pobres de su liberación” (Med. 14, 7).

Pero se trata de ubicar la liberación en su contexto bíblico y pascual. Es decir, se trata de una “liberación plena”. Lo cual implica, ante todo, quitar “el pecado del mundo” que es lo que esencialmente esclaviza (Jn 8, 34).

Implica, también, poner al hombre en condiciones tales que él pueda realizar, con la perfecta libertad a la que ha sido llamado (Gal 5, 13) su única vocación humana y divina. Lo cual exige ayudar al hombre a desprenderse de todas las servidumbres derivadas del pecado.


a) Situación de pecado

31. La misión única de la Iglesia –”sacramento universal de salvación”– importa, como en Cristo, “quitar el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Porque la salvación importa siempre una liberación del pecado, mediante la comunicación de la gracia de Cristo. “Él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados” (Col 1, 13-14).

Medellín nos habla de “una situación de pecado” (Med. 2, 1). Concretamente se refiere a una situación de injusticia que clama al cielo, que engendra tensiones y provoca violencia, que mantiene injustamente a los hombres y los pueblos bajo la opresión, el dominio y la dependencia. Conviene que expliquemos un poco más esta expresión que puede aparecer algo dura y quizás injusta. Y sin embargo, ninguna liberación tiene sentido si no es en la doble perspectiva de una fundamental vocación a la libertad y de una dolorosa experiencia del “misterio de iniquidad” que está siempre obrando (2 Tes 2, 7).

32. El pecado se da siempre en el interior del hombre que por su libertad, es capaz de rechazar el amor e instalar la injusticia. Es decir, es capaz de rechazar a Dios. Es siempre el hombre, fundamentalmente, quien peca. Pero de allí pasa luego a las actividades del hombre, a sus instituciones y cosas, a las estructuras creadas por él. La misma creación –obra del Dios bueno– puede estar sometida a vaciedad y servidumbre “por causa de quien la sometió” (Rom 8, 20).

De allí surgen situaciones que, subjetivamente libres de la inmediata responsabilidad de muchos, resultan sin embargo objetivamente situaciones de pecado. Constituyen un desorden, lo manifiestan o engendran.

Corresponde a la Iglesia descubrirlas, denunciar las causas libres que las originan, ayudar a superarlas en cuanto dependen de la voluntad culpable de los hombres. No siempre la desigualdad social –la marginación o dependencia– es obra de una injusticia inmediata y, por consiguiente, reveladora de una situación de pecado. Forma parte, a veces, de un designio divino cuyo misterio hay que penetrar de otra manera.

Ninguna liberación tiene sentido sino

en la doble perspectiva de la libertad y del pecado


El hombre es, a veces, el único responsable de no ser personalmente fiel a su vocación divina de un desarrollo integral, de no asumir generosamente su propio destino, de no salir de una servidumbre interna o externa que lo oprime, de mantenerse pasivamente bajo la dominación de otros, o la esclavitud de la propia persona está entonces en el interior del hombre mismo. Aquí la tarea liberadora de la Iglesia consiste en hacerle descubrir su semilla divina y su misión, despertarle su conciencia, infundirle la potencia vivificadora del Espíritu.

33. Pero hay situaciones que dependen de actitudes injustas, más o menos conscientes, de otros. Actitudes injustas que originan fundamentalmente un estado de opresión y dependencia. Acumulación excesiva de bienes materiales, que Dios ha creado para servicio de todos, en manos de unos pocos, con la consiguiente situación de miseria en la mayoría –hambre, desnudez, enfermedad, falta de vivienda y de trabajo–. Acaparamiento del poder de decisión por unos pocos, con la consiguiente falta de participación en la mayoría. Condiciones infrahumanas de existencia que hacen prácticamente imposible el acceso de muchos a los bienes de la civilización y de la cultura, interés de unos pocos por detener injustamente el desarrollo integral de los demás.

Todo lo cual constituye un oprimente estado de dependencia —a nivel de pueblos, de clases o de personas— que impiden el ejercicio de una libertad plena. Dependencia económica, social, política o cultural, que impide que un hombre o un pueblo se realicen en su originalidad propia.

El pecado está aquí en la injusticia de los hombres que –por egoísmo, por evasión o por insensibilidad– crean o mantienen culpablemente estructuras opresoras de la dignidad humana. Originan un estado de “violencia institucionalizada” que provoca fácilmente las “explosivas tentaciones de la desesperación” (Pablo VI). Todo esto destruye, impide o desfigura, la imagen de Dios en el hombre. Ataca a Dios –y eso es el pecado– al atacar su obra. Dificulta la libertad personal y co promete la paz.

34. Corresponde a la Iglesia –en su tarea liberadora– denunciar proféticamente estas injusticias, despertar la conciencia de las clases dirigentes, y comprometer a sus miembros en la transformación pacífica, pero rápida, global y profunda, de tales estructuras. Corresponde a la Iglesia inspirar, promover y asumir el verdadero cambio que no sólo posibilite a los hombres “tener más” y vivir mejor, sino “ser más” y convertirse verdaderamente en artífices libres de su destino.

En su tarea liberadora la Iglesia no puede tranquilizar a los oprimidos, adormecerlos en su servidumbre o alienarlos en su resignación. Su misión es “proclamar la liberación a los cautivos y dar a los oprimidos la libertad” (Lc 4, 18).

b) Misión de la Iglesia

35. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, se ubica siempre frente a la liberación del pecado –pero en todas sus formas y en todas sus consecuencias–. Su tarea directa no es construir la ciudad terrena, sino preparar en el tiempo la Jerusalén definitiva. “La Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación” (GS 40). Su misión es exclusivamente religiosa (GS 42), pero “por lo mismo plenamente humana” (GS 11).

La misión esencial de la Iglesia es predicar el Evangelio del Reino, que ya viene dándose ahora, recrear a los hombres en Cristo, conducirlos por el Espíritu a su plenitud consumada en la gloria del Padre. En otras palabras, su misión esencial es ofrecer a todo el hombre –alma y cuerpo, tiempo y eternidad–, su salvación integral. Lo cual supone comprometerse a liberarlo, ya desde ahora, del pecado y sus servidumbres, ayudarlo a realizar todos sus valores humanos, insertarlo por la fe y la caridad en el Cristo vivo.

Surge así la tarea evangelizadora de la Iglesia. Eminentemente religiosa y apostólica. El mensaje central será siempre el mismo: “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo a la Escritura” (1 Cor 15, 3-4). Es decir, nos corresponde siempre anunciar “la Buena Nueva de Jesús” (Hechos 8, 35).

La Iglesia, en su tarea liberadora, denuncia las injusticias, despierta las conciencias y compromete

a sus miembros en la transformación de estructuras


La realidad religiosa de nuestro pueblo –bautizado en su mayoría, pero apenas superficialmente evangelizado– exige un compromiso serio en todos los miembros de nuestra Iglesia: asimilar hondamente la Palabra de Dios para llevar a los hombres a una sabia purificación de su fe, a su plena maduración y a su auténtico compromiso. Será todo el trabajo de una Predicación, de una Catequesis, de una Liturgia, auténticamente renovadas.

36. Pero la evangelización –transmisión de la Buena Nueva de la salvación, por la palabra y el testimonio– comprende necesariamente, si es verdadero, todo el ámbito de la promoción humana, si es integral y plena. Son campos esencialmente distintos, pero misteriosamente compenetrados e inseparablemente unidos.

La misión de la Iglesia es una sola: salvar integralmente al hombre, como “la vocación suprema del hombre es una sola, es decir, divina” (GS 22). No podemos reducir el Evangelio a una simple declaración de los derechos humanos ni a una violenta reclamación contra la injusticia de los poderosos. El Evangelio es esencialmente la manifestación de la “gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres” (Tito 2, 11). Es una exigencia a la conversión y a la fe, porque el Reino de Dios ha entrado por Cristo en la historia (Mc 1, 15). Es una invitación al anonadamiento y a la cruz, como condición esencial de seguimiento del Señor (Mt 16, 24). Es una exhortación a la vigilancia y a la fidelidad (Mt 24, 44). El Evangelio es esencialmente la revelación de la acción salvadora de Dios para el hombre.

Pero por lo mismo, el Evangelio no puede reducirse a una abstracta proclamación de los misterios divinos, sin ninguna relación con la situación concreta del hombre que debe ser salvado. Y que debe ser salvado ya desde ahora. Las Bienaventuranzas evangélicas constituyen una meta que debe empezarse a alcanzar ya en el tiempo.

37. A Jesucristo le interesa el hombre de su tiempo. Se identifica con él en su situación concreta y lo asume en su totalidad, excepto el pecado. Siente necesidad de abrirle “los misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11), pero experimenta “compasión de la muchedumbre, que le sigue en la pobreza” (Mt 15, 32). Introduce en el paralítico la gracia del perdón de sus pecados, pero restituye la agilidad de sus miembros paralizados (Mc 2, 1-13). Manda a sus apóstoles que anuncien la Buena Noticia, pero les da también poder para que curen enfermos en todas partes (Lc 9, 1-6). Es decir, que la proclamación del Reino y su cercanía van siempre unidas con una liberación y promoción del hombre. El signo de que el Reino de Dios ha llegado a nosotros, es que Cristo expulsa el mal por el Espíritu de Dios (Med. 12, 28). 

Cuando la promoción humana es entendida en su dimensión total –inserción vital en Cristo hasta la vida eterna–, es inseparable de una auténtica evangelización. Esta debe llevar al hombre a una plena realización de su imagen divina. Cuando el hombre no puede participar en los bienes de la civilización y de la cultura, cuando no puede liberarse por sí mismo de las servidumbres que lo oprimen, cuando no puede ser él mismo el artífice de su vocación divina, la Iglesia se siente comprometida a proclamar el Evangelio de la salvación, llamando a los responsables a la conversión, testificando la verdad, reclamando la justicia, urgiendo el amor.

38. Pero la misión profética de la Iglesia –responsabilidad de todo el Pueblo de Dios– exige ser ejercida de modo distinto por clérigos y laicos. Todos somos responsables de la misma tarea evangelizadora de la Iglesia. Pero de distinto modo.

Aun en el campo de la pura proclamación de la fe –en orden a una religiosidad más profunda y madura– el laico debe asumir su condición esencialmente “secular” y realizar su tarea apostólica, por la palabra y el testimonio, viviendo a fondo “en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo”, y guiado por el espíritu evangélico, santificar el mundo “desde dentro, a modo de fermento” (LG 31). La vocación apostólica de los laicos –el compromiso concreto de su fe– debe ser comprendido “en el interior, y no fuera de su propio compromiso temporal” (Med. 10, 11).

39. Pero es en el ámbito de la promoción humana donde la tarea evangelizadora de la Iglesia exige deslindar bien los campos. Para que los laicos no exijan de la jerarquía –obispos y sacerdotes– lo que ella no puede dar. “De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésa su misión. Cumplan más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio” (GS 43). A los pastores corresponde animar los grupos apostólicos, haciéndolos reflexionar y madurar en la acción mediante una constante referencia al Evangelio.

Nos hallamos frente al hecho de una aspiración legítima de hombres y pueblos que ansían su liberación


Por parte de la jerarquía –obispos y sacerdotes– puede haber un doble riesgo: asumir actitudes específicas de los laicos –nueva forma de “clericalismo”– o evadir sistemáticamente, por desconocimiento, por insensibilidad, por miedo, o por falta de comprensión de lo que importa su tarea específica –exigencias plenas de la evangelización, compromiso de lo espiritual y religioso–, la denuncia concreta de injusticias evidentes, llamamiento claro y valiente a los principales responsables para una transformación rápida y global de las estructuras que atentan contra la dignidad humana y la promoción de los pueblos.

Conclusión

40. Nos hallamos frente a un hecho: la aspiración legítima de tantos hombres y pueblos que ansían su liberación. Aspiración que surge de una conciencia, cada vez más clara de la propia vocación original y de la dolorosa comprobación de diversas formas de servidumbres inhumanas.

Corresponde a la Iglesia iluminarla desde su perspectiva pascual y comprometerse audazmente en la liberación plena del hombre a fin de que éste pueda ser verdaderamente el artífice de su destino, el realizador de la historia, el activo y libre constructor de su futuro.

Si la Iglesia no lo hace con las eficaces “armas del espíritu”, lo intentarán otros por la desesperada violencia de la sangre.

De aquí, la responsabilidad común de los cristianos. Esencialmente “artesanos de la paz” (Mt 5, 9), deberán ser los testigos del “Evangelio de la salvación” (Rom 1, 16), los profetas de la justicia, los ardientes heraldos del amor.

Empezarán ellos mismos a dejarse liberar por Cristo y transformar por el Espíritu en “el hombre nuevo” (Ef 4, 24; Col 3, 10) en “la nueva creación” (Gal 6, 15), en “la levadura nueva” (1 Cor 5, 7). Y se convertirán para los hombres en los auténticos artífices de la liberación cristiana –la pacífica y honda liberación del Espíritu– que ha nacido de la Pascua de Jesús y será consumada en la venida gloriosa del Señor de la historia.

“Para ser libres nos libertó Cristo” (Gal 5, 1). Esa es ahora nuestra vocación.

Nuestra misión, como la de Cristo, “anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos, dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4, 18).



Tercera parte

La evangelización del mundo de hoy en América Latina


Introducción

Cristo el Señor, ungido por el Espíritu y enviado por el Padre, vino a dar testimonio de la verdad, a salvar y no a condenar, a servir y no a ser servido (Gaudium et Spes, n. 3). Su misión esencial ha sido ésta: anunciar la Buena Nueva a los pobres y la liberación a los oprimidos (Lc 4,18).

Él es “la Palabra de la Salvación” (Hech 13,26) que el Espíritu Santo engendró en María cuando los tiempos llegaron a su plenitud (Gal 4,4) para que los esclavos fuéramos “liberados del poder de las tinieblas y trasladados al Reino del Hijo de su amor” (Col 1,13) y, en Él, por el Espíritu, quedáramos transformados en “el hombre nuevo” (Ef 2,15; 4,24; Col 3,10): hijo de Dios, hermano de los hombres, señor de las cosas y sujeto activo de la historia.

Con la palabra y con los hechos, con su muerte y su resurrección, Cristo anunció la llegada del Reino, llamó a la conversión y a la fe, realizó la salvación. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Noticia” (Mc 1,15).

La Iglesia –“sacramento universal de salvación”– continúa hoy la misión evangelizadora de Jesús. Por eso ella es el Sacramento –signo e instrumento– de la presencia salvadora del Cristo de la Pascua.

Cuando se habla de Evangelización se habla de la naturaleza y la misión de la Iglesia: anunciar la presencia de Jesús, el Salvador del mundo, proclamar desde la potencia del Espíritu la fuerza transformadora del Reino, llamar a la conversión e invitar a la adhesión práctica de la fe, conducir a todos a la salvación.page70image46481152


La evangelización es obra de todo el Pueblo de Dios y su fruto es la conversión, la liberación plena en Cristo


Por eso la Evangelización –fruto del Espíritu Santo por la diaconía de la Iglesia– es obra de todo el Pueblo de Dios y comprende la totalidad de su actividad: Palabra, Testimonio y Sacramento.

Su fruto es la conversión; su término es la salvación integral o liberación plena en Cristo.

La primera “experiencia” en América Latina, continente fundamentalmente cristiano, es la experiencia de la presencia de Dios y de la acción recreadora del Espíritu Santo. En el “hoy” de América Latina –tenso y convulsionado– se da una manifestación del Señor que llama al cambio y a la comunión. Es la Buena Nueva de la conversión y la fraternidad.

América Latina es una y múltiple. En la unidad de la lengua y de la fe se da “la manifestación del Espíritu para el provecho común” (1 Cor 12, 7). Pero en la variada riqueza de las distintas Iglesias particulares, el Espíritu Santo descubre y realiza la fisonomía propia y la vocación específica de la Iglesia en América Latina: “Iglesia autén- ticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Med. 5,15a).

En esta fisonomía de nuestra Iglesia, hay tres aspectos importantes –como tres exigencias del Espíritu– que se relacionan esencialmente con la Evangelización: la contemplación, la pobreza y la esperanza.

La contemplación como penetración sabrosa en la Palabra de Dios y como lectura salvífica de los signos de los tiempos. La Evangelización es comunicación de la Palabra de Vida que hemos visto y oído, y que anunciamos a los hombres para que tengan comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu (1 Jn 1, 4-4). Sólo así nuestra Iglesia de la Profecía y del Servicio se hace comunión gozosa de salvación.

La pobreza como signo de una comunidad evangelizadora y como actitud fundamental para recibir la Palabra. Es además el signo mesiánico de la presencia salvadora de Jesús en la historia (Lc 7,22).

Pero lo típico de nuestra Iglesia Pascual es el testimonio de una Iglesia que vive y anuncia la esperanza: apoyada en la inquebrantable firmeza del Espíritu y activamente comprometida con la historia, la Iglesia en América Latina proclama la seguridad y la actividad creadora de la esperanza cristiana.

En la medida en que la Iglesia –fuertemente invadida por el Espíritu– se haga testimonio de pobreza, de caridad y de esperanza, será verdaderamente transmisora de un Mensaje de conversión y de una Presencia de salvación.

América Latina está viviendo “la hora de Dios”: hora de gracia y de responsabilidad. Pablo VI –en su visita a América Latina en 1968– la definió como “un nuevo período de la vida eclesiástica” (24/08/1968) precisamente en orden a la evangelización que inicia ahora su “momento decisivo”.

Porque el pasado “misionero y pastoral” fue valiosísimo: abrió los surcos del Evangelio. Pero ahora nuestros pueblos “proyectados hacia su desarrollo completo y agitados por la conciencia de sus desequilibrios económicos, sociales, políticos y morales” plantean a la Evangelización un nuevo desafío.

Se trata de una nueva etapa en la Evangelización. Partimos de la primera Evangelización realizada por los misioneros del siglo XVI con la herencia profundamente religiosa y popular de España y Portugal. Esa primera Evangelización, tributaria del Concilio de Trento, estuvo centrada en los misterios de Cristo y de María. Amé- rica Latina fue así profundamente eucarística y mariana.

Pero, al mismo tiempo. Hubo una clara defensa de los valores humanos –libertad, justicia, derechos del indio y del esclavo–, una particular insistencia en la humanidad común, en la igualdad fundamental ante Dios, en el papel unificador del Evangelio.

La situación concreta que vive hoy el Continente abre nuevas perspectivas y responsabilidades en la Evangelización: en el contenido del Mensaje, en la fuerza del testimonio, en la expresividad concreta del lenguaje, en la celebración litúrgica y en el compromiso de la fe.

El Espíritu urge a la Iglesia a un estado de conversión y servicio 

Desde la profundidad de la fe, la Iglesia en América Latina intenta descubrir al mundo latinoamericano que vive en el subdesarrollo, la marginación y la dependencia injusta; con aspiraciones legítimas a la liberación, a la paz, a la justicia, a la solidaridad, a la comunión fraterna y en explosiva tentación de violencia.

Pero, en este contexto histórico, la Iglesia en América Latina busca ser la salvadora presencia del Cristo de la Pascua.

En orden a la Evangelización, América Latina ha sido providencialmente marcada por un “acontecimiento salvífico”: la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín en 1968. La Iglesia en América Latina inaugura allí, bajo una particular efusión del Espíritu Santo, “y por una convergencia de circunstancias proféticas”, un “nuevo período de su vida eclesiástica” (Pablo VI).

Ante la situación nueva del Continente, la Iglesia en América Latina experimentó la urgencia del Espíritu que la impulsó a un estado de “conversión y de servicio”. Quedó fuertemente sellada con esta doble fidelidad: a la Palabra de Dios y a las aspiraciones legítimas de los pueblos.

La Evangelización, centro de la misión de la Iglesia, es obra del Espíritu. Hoy obra profundamente en la Iglesia, para la salvación integral del Continente, el Espíritu de Pentecostés: Espíritu de interioridad, de profecía y de comunión.

Anotemos sintéticamente cinco puntos, entre muchos, que nos parecen característicos y fundamentales.


1.Religiosidad popular

América Latina vive en gran parte de una tradición cristiana profunda que impregna la existencia de los individuos, el contexto social y la misma historia de los pueblos. Es como “la experiencia” simple de Dios y de la fe en el pueblo. Se habla así del “alma religiosa” de nuestros pueblos.

Es el primer aspecto que deber ser tenido en cuenta; semilla de Dios, fruto de la acción evangelizadora de las Iglesias de España y Portugal en el siglo XVI, herencia de su riqueza doctrinal y espiritual, principio o invitación de una nueva evangelización más honda y comprometida.

La Religiosidad Popular es el modo cómo el cristianismo –en un conjunto de convicciones y prácticas religiosas– se ha encarnado en las distintas culturas y grupos étnicos y es profundamente vivido por el pueblo. Hay ciertas actitudes del pueblo –bondad, solidaridad, sentido de justicia– que manifiestan una presencia de Dios y abren el camino para la comunión gozosa con Cristo. Son “semillas del Verbo” (Ad gentes, n. 11) que es preciso explicitar y desarrollar.

La Religiosidad Popular es un punto de partida para una nueva evangelización: hay elementos válidos de una fe auténtica que busca ser purificada, interiorizada, madurada y comprometida. Se manifiesta en un sentido especial de Dios y su Providencia, en la particular asistencia y protección de María Santísima y los Santos, en una actitud fundamental frente a la vida y a la muerte. De allí las devociones populares: novenas, procesiones, peregrinaciones y promesas. De allí las celebraciones de Bautismos, primeras Comuniones, funerales. Tiene un carácter marcadamente ritualista y sacramentalista, con frecuencia lamentablemente separado de la vida cotidiana.


La Religiosidad popular es el punto de partida para una nueva evangelización

En las grandes ciudades quizás la secularización intenta quitar fuerza expresiva a esta Religiosidad Popular. Sin embargo, sigue siendo una fuerza viva y operante en el corazón del pueblo. La “secularización” se presenta en América Latina con características propias, distintas de otros continentes. Crece la indiferencia religiosa y el fenómeno de la no creencia. Pero la secularización no llega a romper el fondo de la unidad e identidad cristiana del Continente. Incluso hay algo positivo en este proceso de secularización: la exigencia de una fe más libre y personal, más madura y comprometida, más ligada al sentido del testimonio y a la lucha por la justicia. Por eso la Iglesia en América Latina siente más hondamente su responsabilidad frente a la secularización: intensificar su fidelidad a la misión evangelizadora.

Quizás lo más importante hoy, con respecto a esta Religiosidad Popular y en orden a una nueva etapa de evangelización, sea lo siguiente:

a) Purificar la fe de elementos sincretistas o de superstición, mitos y ritos distantes de la verdadera fe cristiana.

b) Aprovechar estos gérmenes de fe auténtica para ahondar en la Persona de Cristo y en el Misterio Pascual de su Iglesia.

c) Comunicar a esta Religiosidad Popular una fuerza misionera, un dinamismo de fermento, a fin de que la fe se comprometa con la vida y se quite así el dualismo entre fe y vida (Gaudium et spes, n. 43) o la pasividad y resignación.

Hay dos aspectos de esta Religiosidad Popular que conviene todavía subrayar:

a) Que forma parte de la unidad del pueblo –es una “fuerza unitiva”–, lo cual es un signo de la presencia del Señor.

b) Que nos ha llegado a través de una primera evangelización particularmente centrada en el Misterio de Cristo crucificado. Quizás esto esté providencialmente conectado con un Continente que sufre duramente, pero en esperanza, su pasión. Quedó en parte oscurecido el aspecto pascual. Sin embargo, esta dimensión de Pascua nos ha llegado por el lado de María, muy especialmente en la meditación y rezo de los Misterios de su Rosario.

En María el pueblo se siente interpretado y asumido. Por eso en América Latina la devoción a María es un modo de la conservación de la fe y un principio de más profunda evangelización. América Latina es un Continente esencialmente mariano.


2.Aspiraciones a la liberación

La Evangelización tiene relación directa con la promoción humana y la liberación plena de los pueblos. Sin que ello signifique la identificación entre el Reino de Dios y el desarrollo humano. Es la dimensión histórica de la Palabra de Dios, la exigencia concreta de la fe cristiana, la respuesta a las aspiraciones de salvación integral de los hombres y los pueblos. La proclamación auténtica del Evangelio –anuncio explícito del Reino y de Jesucristo el Salvador– es un llamado esencial a la conversión personal y social. Son dos aspectos íntimamente relacionados de la salvación: liberación del pecado y formación del “hombre nuevo” en Cristo.

El Evangelio tiene una fuerza dinámica de transformación en la historia. “La misión de predicar el Evangelio en el tiempo presente requiere que nos empeñemos en la liberación integral del hombre ya desde ahora, en su existencia terrena. En efecto, si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente obtendrá credibilidad entre los hombres de nuestro tiempo” (Sínodo 71).

El acento puesto en la dimensión histórica del Evangelio –del compromiso práctico de la fe– ha hecho que el anuncio de la Buena Nueva adquiriera un sentido más concreto y encarnado. Se desarrollan los valores  fundamentales evangélicos de la libertad, la justicia, el amor y la paz.

La evangelización se relaciona
con la promoción humana y la liberación plena de los pueblos

Es un aspecto particularmente significativo entre nosotros. Bíblicamente el Anuncio de la Buena Nueva a los pobres va unido a la proclamación de la liberación a los oprimidos (Lc 4,18). La salvación se expresa, entre nosotros, con frecuencia en términos de liberación. Lo cual está unido intrínsecamente al misterio de la Pascua, a la tarea esencialmente religiosa de la Iglesia: liberar al hombre “de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8,2; Gal 5,1).

La Iglesia, en América Latina, intenta penetrar, bajo la acción del Espíritu Santo, en dos realidades:

a) La Palabra de Dios y la Persona de Jesús, el Salvador y Señor de la historia.

b) La realidad global del Continente –situación socio-económica, política, cultural y religiosa–.

Hay en la Iglesia de América Latina una conciencia cada vez más clara de que el Evangelio tiene que ser una respuesta concreta a las aspiraciones legítimas de los hombres y de los pueblos. Por eso es urgente su asimilación interior por la contemplación y su proclamación total por la palabra y el testimonio en comunión de Iglesia.

Pero, cuando hablamos de “liberación”, entendemos lo siguiente:

a) La acción específicamente religiosa de Cristo y de la Iglesia –concretada en el Misterio de la Pascua– que tiende a sacar al hombre del pecado y de toda servidumbre derivada de él, y a crear condiciones tales que hagan posible “una nueva creación” por el Espíritu.

b) El término de la liberación es la formación del “hombre nuevo” (Ef 2,15; 4,24; Col 3,10) creado en Cristo Jesús por el Espíritu en justicia y santidad verdadera. Lo cual es fruto de la acción recreadora del Espíritu Santo (Jn 3,5).

Se dan, sin embargo, también en América Latina los riesgos de una superficial identificación entre evangelización y promoción humana (Gaudium et spes, n. 39), reduciendo la liberación al ámbito de lo puramente socio-económico y político –forma de ateísmo denunciada por el Concilio: cf. Gaudium et spes, n. 20– o encerrándola en los límites del tiempo (Gaudium et spes, n. 10). Existe un vaciamiento de lo específico del Mensaje Evangélico, de lo auténticamente original del cristianismo. “Se quiere secularizar el cristianismo”, nos decía Pablo VI a los Obispos Latinoamericamos en 1968, en Bogotá.

También fácilmente se acude a la violencia, con lo cual se desvirtúa el proceso cristiano de la liberación y se niega la fecundidad del Evangelio. Por eso es urgente subrayar la tarea intrínsecamente liberadora de Cristo por la acción recreadora del Espíritu Santo.

Ante el vaciamiento de lo específico del Mensaje Evangélico, urge subrayar la liberación de Cristo por el Espíritu

3.La juventud

Es un aspecto singular y específico en la tarea evangelizadora de América Latina. No sólo porque el continente latinoamericano es en su mayoría joven, sino por la fuerza de participación y construcción que significa hoy la juventud entre nosotros.

Por eso interesa de un modo particular centrar en los jóvenes –también, por lo mismo, en la familia– el trabajo pastoral de la Evangelización. El problema se plantea de dos modos:

  • ▪  Los jóvenes como objeto de evangelización y receptivos de la fe, de Jesucristo, de la Iglesia.

  • ▪  Los jóvenes como agentes comprometidos en la evangelización, particular- mente entre los mismos jóvenes.

    Se ha intensificado la Pastoral Juvenil multiplicándose los grupos y movimientos juveniles, de distinto nivel de compromiso en su fe: grupos más preocupados por los problemas de la justicia y grupos más directamente interesados en la conver- sión personal y el crecimiento en Cristo. Ambas perspectivas, sin embargo, bien coordinadas se complementan en una auténtica Pastoral de Evangelización.

    De hecho este trabajo pastoral con los jóvenes va produciendo ya tres frutos positivos en orden a la Evangelización:

▪ los mismos jóvenes comprenden que la madurez de su fe exige un compromiso cotidiano con la vida;

▪ hacen tomar conciencia a los adultos de una fe más profunda y de una opción más libre y comprometida;


Los jóvenes desean una Iglesia que refleje, de verdad, el rostro de Cristo


▪ se van despertando nuevamente vocaciones sacerdotales y religiosas.

Sobre nuestra juventud actual en América Latina podríamos anotar lo siguiente:

a) Hay un anhelo de interioridad, de reflexión, de oración, de contemplación. Una vuelta a los valores fundamentales del Evangelio y una búsqueda de la autenticidad de la fe y de su compromiso con la vida.

De aquí surge en los jóvenes el deseo de una Iglesia que refleje verdaderamente el rostro de Cristo y la búsqueda de una comunidad cristiana que viva en la oración, en la pobreza y en la caridad.

Pero aquí se da también para la juventud de América Latina el gran desafío: la adhesión entusiasta a Cristo y su Evangelio coincide lamentablemente a veces con un rechazo o desconfianza –al menos, indiferencia o ignorancia– de la Iglesia Institución.

Entre estudiantes y profesionales se nota un fuerte abandono de las prácticas religiosas. Se da con frecuencia una crisis de fe, al tratar de asumir seriamente el compromiso que la fe comporta.

b) Se advierte positivamente en los jóvenes de hoy una particular sensibilidad por los problemas de la justicia en el mundo, un compromiso cristiano con la historia, una apertura a la Palabra de Dios desde lo existencial del hombre.

c) Se nota además un deseo de participar activamente en la vida y la pastoral de la Iglesia. Ello surge como fruto del descubrimiento del Misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, y como conciencia de su fuerza participativa.

Pero se da el fácil riesgo de perder la dimensión eclesial de la totalidad y diversificar carismas y ministerios en la Iglesia.

Por eso anotamos también los riesgos que, con frecuencia, se dan en nuestra juven- tud en orden a la Evangelización:

a) una superficial politización de la fe. Entra en crisis la fe –se la identifica superficialmente con la política– al descubrir la dimensión histórica del Mensaje Evangélico y el compromiso de la fe con la vida. Pierde fuerza la originalidad del Evangelio y el verdadero testimonio de la santidad en la Iglesia. Valores esenciales de oración y cruz se sustituyen por la lucha por la justicia, la política y hasta la violencia.

La Evangelización debe tocar la totalidad del hombre y de los pueblos: es la dimen- sión integral de la salvación de la Buena Nueva de Jesús. Pero la Iglesia no debe ser “politizada” ni “instrumentalizada” al servicio de una determinada ideología política, mucho menos de una ideología extraña a la fe.

b) Se advierte en nuestra juventud latinoamericana un fácil entusiasmo por el socialismo marxista y un fuerte influjo, a diversos niveles de pensamiento y acción, de la ideología marxista. El marxismo es acogido con frecuencia por la juventud como la gran esperanza para superar toda dependencia y construir una sociedad más justa.

c) De aquí surge una fácil tentación de violencia como único camino para transformar las estructuras. Hay una pérdida de la virtud cristiana de la esperanza, una falta de confianza en la fuerza transformadora del Evan- gelio –en especial de la validez del Sermón de la Montaña y de las Bien- aventuranzas Evangélicas–.

Con el problema de la juventud, va íntimamente ligado el interés pastoral de la Iglesia en América Latina por la educación. Se buscan nuevos caminos para la formación integral de los jóvenes en una perfecta fidelidad a las exigencias de Cristo y a las expectativas de los hombres.

Sin abandonar los colegios y universidades propias –antes al contrario, esforzán- dose por renovarlos en el Espíritu de Dios de acuerdo a los tiempos nuevos– la Iglesia en América Latina busca hacerse presente en todos los niveles y medios de educación y formación del hombre nuevo.

Cuando se habla de “educación liberadora” se entiende, ante todo, aquella que convierte al educando en sujeto activo de su desarrollo integral, capaz de asumir conscientemente su vocación divina, madurar en su fe y convertirse así en auténtico servidor de sus hermanos (cf. Med. 4,8).

Hay un aspecto aquí que conviene simplemente subrayar: el papel fundamental de las comunidades educativas.

4.Comunidades de base

Es una de las aspiraciones en el trabajo evangelizador y la acción pastoral de nuestra Iglesia. La Segunda Conferencia General del Episcopado alentó su creación. “La comunidad cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial, y foco de la evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo” (Med. 15,10).

No podemos, sin embargo, afirmar que la Comunidad de Base es ya una realidad generalizada y perfecta. Hay un intento de creación de pequeñas comunidades cristianas. Surgen como necesidad de realizar y expresar la Iglesia “comunión” en un ámbito experimentable: mayor conciencia de la realidad, más profunda penetración en la Palabra de Dios, más sentido de familia. Es como la concreta y cercana comunidad de fe, esperanza, amor y culto que expresa la Iglesia como “familia de Dios”. Al modo de la primitiva comunidad cristiana reunida en la enseñanza de los Apóstoles, en la fracción del pan y en el servicio a los hermanos (Hech 2, 42).

Es preciso comprender el sentido de una comunidad de base entre nosotros; intenta ser una auténtica expresión de Iglesia, una verdadera “communio”: congregada en Jesús por el Espíritu Santo, convocada por la Palabra, alimentada por la Eucaristía, coordinada por los Pastores y autenticada por ellos como comunidad de salvación.


Las comunidades de base surgen para realizar y expresar la Iglesia “comunión”


Una verdadera Comunidad de Base supone fundamentalmente lo siguiente:

a) La existencia de un grupo homogéneo que desea experimentar la presencia del Señor en la comunión fraterna y que busca reflexionar sobre los mismos hechos de vida a la luz del Evangelio.

b) Que, esencialmente, está centrada en la Palabra de Dios, que tiende normalmente a su culminación en la Eucaristía (Med. 6, 13): una Comunidad Eclesial de Base se nutre del “Pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo” (Dei Verbum, n. 21).

c) Que sea un grupo vitalizador de la comunidad parroquial y abierto a las necesidades y exigencias de la Iglesia local o particular; la parroquia, a su vez, es “un conjunto pastoral vivificador y unificador de las Comunidades de Base” (Med. 5,13).

d) Que, por lo mismo, viva en íntima comunión con los pastores de la Iglesia y los restantes miembros del Pueblo de Dios: una de las características fun- damentales de nuestras Comunidades de Base es su sentido de comunión jerárquica.

Desde el punto de vista de la Evangelización, estas Comunidades Eclesiales de Base tienden a profundizar la fe, a comunicarla y a comprometerla en la vida. Tienen una dimensión esencialmente misionera y se organizan al servicio de la comunión y liberación integral del Pueblo Latinoamericano.

La fe crece y madura –a veces, también, nace– en el interior de estas Comunidades. Y se vuelven “signo de la presencia del Señor” (Ad gentes, n. 15) por su vida de oración, por su espíritu de pobreza y por su alegría en el servicio. Tienden a ser Comunidades profundas en la oración, fraternas en la caridad, generosas en la misión.

5.Nuevos ministerios

Es una forma de expresar y vivir la diaconía de la Iglesia. Diaconía de la Fe, de la Palabra, de la Eucaristía, de la Educación y de la Caridad. Toda la Iglesia se manifiesta al mundo como servidora de la humanidad en la totalidad de esta diaconía. La Iglesia es el Sacramento de Cristo, el Servidor de Yahvé que vino al mundo “no para ser servido sino para servir y dar la vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28).

Desde el principio la Iglesia descubrió y vivió la exigencia de esta diaconía. Así surgieron los “ministros de la Caridad” (Hech 6, 1-6) para que los Apóstoles pudieran atender mejor “a la oración y al ministerio de la Palabra”. Así se multiplicaron en la Iglesia primitiva, junto al ministerio apostólico, los diversos servicios de hombres y mujeres señalados por el Espíritu Santo con diversos carismas y lla- mados a funciones diversas en la misma tarea de evangelización.

Pero hoy en América Latina el Espíritu Santo nos impulsa a la búsqueda de ministerios nuevos por varios motivos:

a) Una mayor profundización en el Misterio de la Iglesia que des- cubre en ella el pluralismo de carismas y funciones diferentes (1 Cor 12, 4-11). Es la riqueza diversificada de la diaconía de la Iglesia en el interior del mundo; es el llamado de los laicos a una participación eclesial más viva y comprometida.

El Espíritu impulsa la búsqueda de nuevos ministerios

b) La escasez de sacerdotes en extensiones inmensas y con falta de comunicación. Afortunadamente hoy se nota un relativo crecimiento en vocaciones al ministerio sacerdotal y a la consagración religiosa, sobre todo por el trabajo con grupos juveniles. Pero es urgente multiplicar los agentes de evangelización, sobre todo entre los mismos laicos comprometidos desde la fe en su irreemplazable misión de Iglesia en el mundo.

c) La constitución de Comunidades de Base exige la presencia de ministros de la Palabra y de la Eucaristía. Una Comunidad de Base normalmente exige su ministro surgido de ella misma para su servicio.

En América Latina se están estudiando la Teología y Espiritualidad de los Ministerios en la Iglesia. Se van buscando las formas nuevas exigidas por los tiempos y queridas por el Espíritu. Hasta el presente, apenas se va iniciando con los Diáconos permanentes. –Pese al entusiasmo primero suscitado por el Concilio, no han surgido todavía los ministros que se esperaban–.

Van surgiendo, en distintas partes, anunciadores de la fe, animadores de la comunidad, Catequistas, Delegados de la Palabra, coordinadores de grupos de reflexión o jefes de comunidad. En algunas Conferencias Episcopales se piensa en un clero autóctono –surgido de las mismas pequeñas comunidades– y con una formación y estilo de vida adecuado.

Los nuevos ministerios nos darían una imagen de Iglesia menos exclusivamente centrada en el “clérigo”; más múltiple y diversificada. Sobre todo en relación a la participación de los laicos en la misión. Hay experiencias notables de laicos pro- fundamente sumergidos en la vida y comprometidos con la realidad histórica, y al mismo tiempo interesados en ahondar la Palabra de Dios y comunicar la fe.

Habría que subrayar finalmente tres cosas:

a) El “servicio eclesial” de la mujer en la Iglesia. Viene cumpliendo una función valiosísima e irremplazable en la tarea evangelizadora: como transmisora y educadora de la fe.

De un modo especial hay que valorar, en orden a la evangelización, la presencia y actividad de la mujer consagrada. El carisma de la religiosa es ya un anuncio del Reino, de lo absoluto de Dios, de la radicalidad del Evangelio. Hay tareas evangelizadoras que las almas consagradas –hombre y mujer– van realizando con sentido eclesial: catequesis, distribución de la Eucaristía, dirección de Parroquias.

b) El papel de la familia-“pequeña Iglesia” como formadora de personas, educadora en la fe y promotora del desar- rollo (Med. 3, 4-7). Es problema capital en América Latina y en la misión de Evangelización “hacer que la familia sea verdaderamente «Iglesia doméstica»: comunidad de fe, de oración, de amor, de acción evangelizadora, escuela de catequesis” (Med. 3,19).

Los padres son “testigos de la fe” y “los primeros predicadores de sus hijos”. La pastoral familiar aparece como prioridad en la tarea evangelizadora.

c) La presencia de los “misioneros” que vienen del exterior:

  • ▪  América Latina los necesita para su función evangelizadora; lo urge, sobre todo, el sentido de comunión y misión de la Iglesia.

  • ▪  Su tarea es ayudar a descubrir y realizar la fisonomía propia y la vocación específica de la Iglesia en América Latina.

  • ▪  Esto supone un hondo sentido de comunión eclesial, selección del personal, preparación adecuada y adaptación al tiempo y al lugar.

Se destacan el servicio eclesial de la mujer,
el papel de la familia y la presencia de misioneros


Conclusión

América Latina vive y ofrece su “experiencia”. La primera de todas: la acción profunda y recreadora del Espíritu Santo en ella. Como en María, el Espíritu engendra en ella la fe que es respuesta a la Palabra de Dios (Lc 1, 38) y prontitud para el servicio a los hermanos (Lc 1,39). La Virgen de la Encarnación y la Virgen de la Visitación –Fiat, Magnificat– señala su camino de salvación. Lo que hoy importa en América Latina es su gozosa fidelidad al plan de Dios: recibir la Palabra y realizar- la (Lc 11,27).

Hay mucha pobreza en América Latina. Pero hay mucha presencia del Señor. Hay manifestaciones de cansancio y desaliento, pero hay fundamentalmente un mensaje de esperanza. Hay tentaciones de violencia, pero hay una fuerte invitación a la justicia y al amor. Por eso repetimos las palabras del Señor: “Levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28).

América Latina ha sido evangelizada bajo el signo de María y en la fecundidad de la cruz de Cristo. Se inicia una etapa nueva: está marcada por la Pascua de Jesús, que es muerte y resurrección, cruz y esperanza.

Nuestro anuncio es el siguiente: Cristo vive en el interior de la Iglesia como su Sacramento, en el corazón de la historia como su Señor, en el rostro de cada hombre como su hermano.


Evangelizar es anunciar al mundo que Jesús está en medio de nosotros y nos salva. Por eso América Latina, desde su pobreza, grita fuertemente su esperanza: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una luz muy intensa. Sobre los que vivían en tierra de sombras, brilló una luz” (Is 9, 1).

Esa Luz es Cristo “el Salvador del mundo” (Jn 4, 42).
Brilló para nosotros en Belén y la encendió María nuestra Madre.

ndice

Introducción. Eduardo Pironio, un teólogo latinoamericano.

Tres textos magistrales.....................................................................................................................1. Eduardo Pironio y nuestra Facultad de Teología ..........................................................2. Pironio, la teología argentina y nuestra revista Teología ..........................................3. Tres textos magistrales sobre la Iglesia latinoamericana en Teología ..................7

PRIMERA PARTE
Interpretación cristiana de los signos de
los tiempos en América Latina
............................................................................................... 13

Introducción.................................................................................................................................. 15

1. La “plenitud de los tiempos” en Cristo y el Espíritu
(Encarnación y Pentecostés) ..................................................................................... 15 2. El “día de la salvación” para América Latina .................................................... 16 3. Perspectiva de Esperanza...................................................................................... 17 4. Conciencia de una “situación de pecado”.......................................................... 18

1. Vocación del hombre ............................................................................................................ 19 1.1. El hombre como sujeto de redención de la Iglesia ......................................... 19


1.2. El hombre “imagen de Dios” en la Creación
(Imago creationis: cf. S. Th. I, q. 93, a. 4) ................................................................. 20 1.3. Lo “nuevo” por Cristo (Imago recreationis) ................................................... 20 1.4. Lo “definitivo” en la gloria(Imago similitudinis)........................................... 21 1.5. El hombre, “artífice desu propio destino”....................................................... 22 1.6. Condiciones para que el hombre pueda realizar su vocación...................... 22 1.7. El hombre en situación de cambio.................................................................... 23

2. La Iglesia, “sacramento universal de salvación” ........................................................ 25

2.1. Misión única de la Iglesia .................................................................................. 25 2.2. La Iglesia, “signo” de salvación ........................................................................ 25 2.3. La Iglesia, “instrumento” de salvación ............................................................ 26 2.4. Exigencias de anonadamiento y pobreza ........................................................ 27 2.5. Dimensión universal de la salvación................................................................ 28 2.6. Perspectiva escatológica de la salvación .......................................................... 29

3. La Iglesia, sacramento de unidad ..................................................................................... 31

3.1. La Iglesia, expresión de la comunidad divina ................................................ 31 3.2. La Iglesia, comunión con Dios .......................................................................... 32 3.3. La Iglesia, comunión de bautizados ................................................................. 33 3.4. La Iglesia, en comunión con el mundo ............................................................ 34 3.5. Compromiso esencial de los laicos ................................................................... 35 3.6. Amor a Dios y solidaridad humana ................................................................. 35

sEgunDA PARTE
Teología de la liberación............................................................................................................. 37

Introducción.................................................................................................................................. 39 1. El hecho ...................................................................................................................................... 42 2. sentido bíblico de la liberación........................................................................................ 47

a) La historia de la salvación .................................................................................... 47 b) El “hombre nuevo”................................................................................................ 52 c) La Esperanza cristiana........................................................................................... 55

3. Misión liberadora de la Iglesia ......................................................................................... 58

Signos en la Iglesia latinoamericana: evangelización y liberación

a) Situación de pecado............................................................................................... 59 b) Misión de la Iglesia................................................................................................ 61

Conclusión..................................................................................................................................... 64 TERCERA PARTE

La evangelización del mundo de hoy en América Latina.................................. 67 Introducción.................................................................................................................................. 69 1. Religiosidad popular ............................................................................................................ 73 2. Aspiraciones a la liberación ............................................................................................... 77 3. La juventud .............................................................................................................................. 814. Comunidades de base........................................................................................................... 85 5. nuevos ministerios................................................................................................................ 87Conclusión..................................................................................................................................... 91

95

colección >>> Teología en

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camino

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Las ponencias del autor en Medellín y en el Sínodo sobre Evangelización aportan una meditación pionera, profunda y contemplativa sobre el Cristo de la Pascua, presente en los acontecimientos de América Latina e iluminan con agudo estilo teológico nuestra plena actualidad.




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