Sobre la santidad de la revolución





9 de febrero de 2014 a las 10:00


En Mancarrón, una isla del retirado archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua, fundó Ernesto Cardenal en 1966 una comuna cristiana. Un grupo de amigos que viven pobremente entre los indios campesinos. Dos casitas de madera, dos cabañas con techo de paja, una pequeña iglesia decorada por los indios con casitas y flores infantiles y alegres. Eso es todo.

Estudiantes e intelectuales, poetas y artistas, hom­bres y mujeres que buscan algo, que necesitan tal vez una orientación para su vida, llegan a Solentiname pa­ra hablar con Ernesto Cardenal. Poco a poco, Solen­tiname se ha convertido en un centro de meditación y diálogo, en un lugar de peregrinación.

Ernesto Cardenal nació en Granada, Nicaragua, en enero de 1925, en el seno de una de las primeras familias del país. Estudia el bachillerato en un colegio de jesuitas. Más tarde va a Mascarones, México, donde estudia filosofía y letras. Después de obtener su licenciatura con una tesis sobre los nuevos poetas de Nicaragua, pasa a la Columbia University de Nueva York, apren­de el inglés y penetra en la nueva literatura de América del Norte, siendo influido de una manera decisiva por el gran poeta de aquel país, Ezra Pound. Cardenal se dedica entonces a dar nueva forma a viejos textos: cantos de los indios, mitos, descripciones de viaje.



En abril de 1954 toma parte en la «rebelión de abril» contra el régimen de Somoza, es perseguido y puede escapar. De esta temporada data su poesía de denuncia social y política (Hora 0, Epigramas). Es éste un período importante en su vida, que el mismo Car­denal explica en estos términos:

«Fue un movimiento bastante grande, en el que intervinieron muchos nicaragüenses. El plan era éste: asaltar de noche el palacio presidencial y sorprender a Somoza en su propio cuarto para, de ese modo, to­mar inmediatamente el poder. La conspiración estaba preparada desde hacía mucho tiempo. En ella estaban comprometidos también personajes importantes del partido de la oposición, que habían conseguido intro­ducir clandestinamente armas en Managua. Allí nos reunimos con ellos para preparar el asalto».

«El número de los que nos reunimos no era sufi­ciente para tomar el palacio. Hubo diversas opiniones sobre la mejor estrategia a seguir. Unos querían dejar el asalto para el día siguiente, otros querían buscar re­fugio primero en las montañas, y no faltaba gente que pensaba que lo mejor era irse con las armas a Costa Rica, para preparar allí mejor la revolución».

«Mi papel era seguir a Somoza para estar seguros de que realmente se encontraba en el palacio.

Aquella noche daba una fiesta la embajada americana y en ella tomaba parte también Somoza. Un amigo y yo estu­vimos espiando la embajada yanqui. Cuando Somoza abandonó la embajada con su escolta, le seguimos hasta su residencia. En seguida fuimos a informar a los com­pañeros que nos esperaban. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de que el plan había fracasado porque no éramos bastantes para aventurarnos a un asalto».

«El día siguiente lo pasamos deliberando. Pero a mediodía nos enteramos de que habían detenido a uno de los compañeros. Después de torturarlo brutalmente había confesado el plan. Somoza dio la orden de bus­ca y captura contra todos nosotros. Algunos pudieron escapar, otros pidieron asilo en distintas embajadas extranjeras, otros huyeron al monte y se ocultaron, y algunos fueron detenidos. Casi todos los cabecillas principales de la revuelta fueron apresados. A algunos se les soltó después de tener que contemplar cómo tor­turaban a los demás».

«Yo conseguí escapar y ocultarme. Así que no es­tuve en la cárcel, pero a muchos de mis compañeros los cogieron y los torturaron. En algunas publicaciones se dice que estuve en un campo de concentración. No es verdad. En mi obra Hora 0 aparece un personaje que está oculto y que teme que puedan descubrirlo en cualquier momento. Eso es autobiográfico».

«Así fue nuestra rebelión de abril. El cabecilla fue Alfonso Báez Bone, al que torturaron de modo horri­ble. Se supo que le cortaron el pene. Parece que "Ta­chito" Somoza, el actual presidente, estuvo presente en el interrogatorio de Bone y que le salpicó la sangre del torturado. Se dice que tuvo durante mucho tiempo una especie de manía de lavarse continuamente las manos y de cambiarse de ropa. Le parecía que estaba siempre manchado de sangre. En Hora 0 también me refiero a esto».



«Otro de los líderes era el padre de la muchacha de la que yo estaba enamorado. Antes de matarlo le cor­taron la lengua, porque había insultado a Somoza du­rante el interrogatorio. A otro de mis compañeros lo quemaron vivo».

En abril de 1957, Cardenal sorprende a sus amigos con una decisión inesperada: «Me voy a la trapa». Entra en la trapa de Gethsemany en Kentucky. Su maestro de novicios es Thomas Merton. Su amigo, el poeta Pablo Antonio Cuadra resume la experiencia de aquellos años: «La trapa fue para Ernesto la plata­forma de un lanzamiento infinitamente maravilloso, pero infinitamente increíble para los que no comparten su fe. Su poesía sufrió tal purificación que difícilmente puede no delatar este acontecimiento al profano».

Su libro Vida en el amor, concebido durante los años en la trapa, da testimonio no sólo del proceso de su maduración poética sino también de su nueva com­prensión teológica.

Después de dos años, Cardenal deja el convento de Gethsemany, pasa otros dos años con los benedicti­nos en Cuernavaca, México, y acaba sus estudios de teología en el seminario de Medellín, Colombia.



En junio de 1972 visité a Ernesto Cardenal en So­lentiname. Tuvimos una larga conversación. Me inte­resaba sobre todo saber la influencia que había tenido en su pensamiento político y teológico sus recientes viajes a Cuba, Chile y Perú, los tres países latinoame­ricanos con regímenes socialistas en aquel entonces.

Tres meses antes de nuestra conversación había aparecido en Argentina el relato de su viaje a Cuba. Inmediatamente ocupó el primer lugar en la lista de los libros más vendidos en distintos países latinoameri­canos. La influencia de Cardenal sobre estudiantes e intelectuales en América latina es mucho mayor desde la publicación de este libro. Por ejemplo, en San José (Costa Rica) lo escucharon millares de personas de to­das las clases sociales, cuando en el campus universita­rio habló de sus conversaciones con Castro y Allende y leyó nuevas poesías. Era a comienzos de 1972.

En Nicaragua, su patria, fue inmediatamente prohi­bida su antología poética, porque menciona con toda claridad las fechorías del dictador Anastasio («Ta­chito») Somoza. Lo mismo hace con las de las multi­nacionales norteamericanas en Nicaragua.

Pero sus viajes a estos tres países y las nuevas pers­pectivas políticas que ganó con ellos tuvieron otra con­secuencia: ahora cuesta vender en Managua, la ca­pital del país, los objetos artísticos de la comuna de Solentiname (cuadros, candelabros, ceniceros y escul­turas), que para muchos de los campesinos de las islas del archipiélago de Solentiname constituyen una impor­tante fuente de ingresos. Para ellos fue esto mucho más grave, teniendo en cuenta que la cooperativa agrícola que fundaron prácticamente ya no puede trabajar por falta de ayuda técnica y está entrampada con el estado.



La juventud de Solentiname ha tomado ahora la iniciativa. Antes se unieron, en especial, para organizar fiestas y diversiones. Lo que comenzó siendo un club se ha convertido en asociación política. Ellos planean y llevan a cabo medidas políticas y económicas con­cretas. Los militares de Nicaragua observan con aten­ción las actividades de Solentiname. Al principio no había quien los convenciera de que ahí había entrena­miento de guerrilleros...

Cardenal es sacerdote. Su seguridad personal no corre peligro directamente. Una protección especial le supone su fama internacional como poeta. Sólo así se explica que haya podido leer en la universidad de Ma­nagua, entre los aplausos apasionados de sus oyentes, su reciente Canto nacional, dedicado al Frente Sandi­nista de Liberación Nacional.

Nuestra conversación con Ernesto Cardenal tuvo lugar en su casa de madera, que sirve al mismo tiempo de dormitorio para algunos muchachos campesinos que viven y trabajan en la comuna. En las paredes encala­das cuelgan posters de Sandino 1, de Camilo Torres, de Thomas Merton y Ernesto «Che» Guevara. También algunos cuadros al óleo pintados por los campesinos y que últimamente han quedado sin vender. Sobre la cama de Ernesto, un gran crucifijo de piezas de metal oxidadas.

No nos cogió de improviso el juicio que Cardenal da de la ayuda al desarrollo que las naciones industria­lizadas prestan a los países del tercer mundo. Recor­demos las frases de Jean-Paul Sartre en el prólogo al libro de Frantz Fanón, Los condenados de la tierra: «Europeos, abrid este libro, adentraos en él. Después de unos pocos pasos en la oscuridad veréis a unos des­conocidos reunidos alrededor de una hoguera. Acer­caos y escuchad: están tratando de lo que van a hacer con vuestras filiales y vuestros mercenarios. Quizás os vean, pero seguirán hablando sin bajar la voz siquiera. Esta indiferencia es como una puñalada en el co­razón...».

Es una indiferencia que adquiere su fuerza preci­samente por el hecho de que (sin el más mínimo re­mordimiento) paga con la misma moneda: el ansia des­piadada de ganancia y la ambición colonialista de po­der se las verá con una revancha sin piedad y con un anticolonialismo radical. Es a través de esta indiferen­cia por donde pasa el

camino hacia la lucha de clases de proporciones mundiales, camino que desemboca en

la lucha de las masas empobrecidas contra los pueblos de las naciones ricas e industrializadas.

En esta situación aparece Ernesto Cardenal como uno que no necesita abrir el libro de los condenados de la tierra, para saber lo que ahí se dice y pasa. Ya ha escrito páginas importantes para el capítulo sobre Ni­caragua. Pero, al mismo tiempo, es lo suficientemente contemplativo y profeta como para oír y saber de an­temano lo que se está tramando junto al fuego, en la oscuridad. Ve claro que no se trata sólo y en definiti­va de lo que va a ocurrir a las filiales y a los merce­narios. Cardenal sabe más cosas. Por eso lo visitamos en una isla difícil de alcanzar en el lago de Nicaragua. Por eso conversamos con él varios días y varias noches. Ernesto, sentado en su cama, con su barba gris, sus cabellos largos sujetos por una cinta hippie, sonriendo...




1. Augusto César Sandino, guerrillero nicaragüense asesinado por Somoza en 1933. De familia campesina, de padre blanco y madre india. Por un poco de tiempo consiguió expulsar de Nica­ragua a las tropas y a las compañías norteamericanas. Está consi­derado como el fundador de la moderna estrategia guerrillera.

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